El soldado desafinado, de Gilles Marchand

Mezcla de investigación, fresco histórico y novela de amor, esta historia se ambienta en el París de los años 20, donde un veterano recibe la misión de encontrar a un soldado desaparecido durante la Gran Guerra. Una novela que ha arrasado en Francia. En Zenda reproducimos las primeras páginas de El soldado desafinado (Seix Barral),... Leer más La entrada El soldado desafinado, de Gilles Marchand aparece primero en Zenda.

Jan 17, 2025 - 06:25
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El soldado desafinado, de Gilles Marchand

Mezcla de investigación, fresco histórico y novela de amor, esta historia se ambienta en el París de los años 20, donde un veterano recibe la misión de encontrar a un soldado desaparecido durante la Gran Guerra. Una novela que ha arrasado en Francia.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El soldado desafinado (Seix Barral), de Gilles Marchand.

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No me fui con la flor en el fusil. De hecho, no conozco a nadie que se lo tomara así. La imagen era ciertamente bonita, pero no reflejaba la realidad. No imaginábamos que el conflicto fuera a eternizarse, evidentemente. Nadie podía preverlo. Creíamos que pasaríamos el verano bajo el estandarte tricolor y que volveríamos en otoño con Al­ sacia y Lorena al hombro. A tiempo de recoger la cosecha, de la vendimia o de seguir apretando tornillos en la fábrica. A decir verdad, esa historia fastidiaba a bastante gente. Teníamos mejores cosas que hacer que ir a darles de mamporros a los vecinos. Sin embargo, sabíamos que llegaría: nos habían preparado bien para esa idea. A fuerza de contarnos que eran nuestros enemigos, acabamos por creérnoslo. Así que, cuando pasaron por Luxemburgo y Bélgica, no había muchos que les encontraran circunstancias atenuantes. Fuimos numerosos los voluntarios para ir a explicarles que eso de invadir países neutrales no se hacía.

Dejamos a nuestras mujeres y a nuestros hijos, quienes los teníamos. Me acuerdo de Anna en el andén de la estación. Sola en medio de sus amigas. Y yo, solo, asomado a la ventanilla de mi pobre vagón, rodeado de varias decenas de cabezas y de quepis. Cantábamos, gritábamos, pero estábamos solos. Son los adioses. Son así. Por mucho que se ponga de decorado a una muchedumbre, esta no puede competir con la soledad.

Si hubiéramos sabido.

De mis camaradas de vagón, ¿cuántos volvieron en 1918?

Los muertos oficiales, los desaparecidos, los mutilados… ¡Menudas pintas habría tenido el vagón de vuelta!

En mi caso, mi destino se selló rápidamente: perdí una mano en otoño de 1914, así que se acabó mi participación en los combates. A pesar de todo, quería ser útil a mis camaradas. Con la estupidez propia de mi juventud, me creía indispensable. Me confiaron distintas misiones relacionadas con el abastecimiento y el transporte. Ya no participaba en los combates pero me encontraba lo bastante cerca como para oler la pólvora. De 1915 a 1918 fui de una punta a otra del país. Chófer aquí, cantinero allá. En todas partes hacía falta un lisiado siempre dispuesto. Afanándome en cualquier tarea con tal de ser útil a mis camaradas, a mi país, a mi patria. Ese tipo de historias me contaba yo entonces.

Con una mano menos, imposible para mí volver a la vida de antes.

*

Después de la guerra, un antiguo compañero de armas me presentó a una tal Blanche Maupas. Investigaba acerca del caso de los caporales de Souain y necesitaba a alguien como yo.

Removía cielo y tierra para probar que habían fusilado injustamente a su marido. Pasó en ello casi veinte años. Y, si hubieran hecho falta treinta, habría obrado de igual manera. Un hermoso ejemplo. Apeló a la Liga de los Derechos Huma­ nos, corrió de ministerio en ministerio hasta el Tribunal Supremo. Citas anuladas, solicitudes rechazadas…, pero ella nunca se dio por vencida. El pobre Théophile fue fusilado para dar ejemplo junto con otros tres camaradas por «negarse a cumplir la orden de ataque». Lo que sucedió es que aquello era un caos, que nadie entendía nada de nada, que se bombardeaba y se ametrallaba sin parar, y que la artillería francesa no estaba a la al­ tura de la enemiga.

Blanche Maupas me lo enseñó todo: el método, la abnegación, el sentido del detalle, las redes de información, la importancia de la opinión pública, las diligencias judiciales.

Cada vez que Blanche necesitaba algo, la ayudaba. Estuve a su lado en febrero de 1920, cuando el Ministerio de Justicia rehusó examinar el dosier. También estuve ahí en marzo de 1922, cuando el Tribunal Supremo rechazó su recurso. Cuando volvió a rechazarlo en 1926, yo estaba ya con el caso Joplain, del que me ocuparía durante más de diez años. No obstante, acudí junto a ella cuando, por fin, los caporales fueron rehabilitados por el Tribunal Militar Central, en 1934. En esa época casi no nos veíamos, pero nos escribíamos de vez en cuando. Hacía ya cierto tiempo que, de forma paralela, yo trabajaba para distintas asociaciones o diferentes comités que obraban en pro de la rehabilitación de los que fueron fusilados ejemplar­ mente. Y recorría el país para que una familia pudiera encontrar los restos de un soldado que nunca volvió.

Llevaba demasiado tiempo empecinado en el caso Joplain. Ya estaba dando que hablar en ese mundo nuestro tan reducido. Blanche Maupas fue la única que me dijo que tenía razón en empeñarme. Debía continuar. Había envejecido pero parecía más serena que nunca. En aquel momento entendí que no descansaría hasta que resolviera aquel caso. Algo más de veinte años después, estalló otra guerra. La «última de las últimas» no fue la última. En realidad, yo nunca dejé la guerra. Para mí, empezó en 1914 y sigue hoy. Heridos, muertos, monumentos, conmemoraciones y desfiles. Y todo para volver al punto de partida.

*

El único medio de rehabilitar a un soldado era aportar un elemento nuevo. No tenía más remedio que cruzar el país de parte a parte haciendo preguntas. Muchas preguntas. Cada vez más preguntas. Las respuestas no llegaban automáticamente.

Los veteranos no siempre eran muy habladores. Pero yo tenía un truco que hacía que confiaran en mí. Mi aire infantil, un poco perdido. Y, además, había he­ cho la guerra, lo cual era una gran ventaja. No era uno de esos emboscados que se habían buscado un pretexto para quedarse en la retaguardia, y eso se veía. Enseguida entendí que era algo que debía hacer: poner bien en evidencia la ausencia de mi mano izquierda. La mirada del otro no engañaba. Yo añadía:

—Batalla del Marne.

Por supuesto, a veces me soltaban:

—Si no estuviste en Verdún, no te enteraste de la guerra.

Pero, claro, no era culpa mía si me hirieron al principio de las hostilidades.

En resumidas cuentas, éramos compañeros de armas, incluso si no estuvimos en los mismos si­ tios, incluso si yo no duré tanto tiempo. Me dejé una mano allí, y no todos podían decir lo mismo. Además, veníamos del mismo medio. Puede que yo fuera más locuaz que otros, pero se veía que no venía de familia rica.

[…]

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Autor: Gilles Marchand. Título: El soldado desafinado. Traducción: Lydia Vázquez. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros.

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