Los adioses de Vargas Llosa
Vargas Llosa supo que había que llenar los libros de historias que hablaran de nuestra intimidad, por eso sus personajes son tan asimilables con la gente que nos cruzamos por la calle. La entrada Los adioses de Vargas Llosa se publicó primero en Ethic.
Cada despedida de Vargas Llosa es una premonición, una putada para los lectores. Su adiós del mundo de la ficción llegó el año pasado, con la publicación de su última novela, Le dedico mi silencio, con la que finalizaba una carrera exitosa que inició con La ciudad y los perros. En ese preciso instante supimos los amantes de la literatura que se había jodido el Perú. No habrá más rentrées ni promociones, más historias que hablen de periodistas peruanos melancólicos de París ni pintores seducidos por la belleza inmaterial de una sombra. Meses después, firmó su último artículo de opinión. 2023 será recordado para siempre como el año del silencio de Vargas Llosa, el límite de su escritura, la fecha de caducidad de su ficción. Esta retirada del héroe duele y se percibe como una sumisión al tiempo. ¿Qué hará Vargas Llosa mientras dure este silencio final? ¿Qué novelas no podrá escribir y pasarán fugazmente por su cabeza? ¿Cómo dejar de escribir siendo aún Vargas Llosa?
La semana pasada vi una fotografía que me impactó. La publicó en una red social su hijo mayor, Álvaro. En ella, se observa al escritor posando con dificultad, apoyado en un bastón, frente a un local cerrado y mugriento, el antiguo bar llamado «La Catedral». Es un hombre mayor que lucha por mirar directamente a la cámara. Una escena que encierra mucha ternura. Me costó reconocer a Vargas Llosa en ese anciano vestido con deportivas, de aspecto frágil. Me puso de mal humor los estragos que causa el tiempo en la vida de un hombre que me ha dado tanto desde que me cayó un libro suyo entre las manos. La imagen es un tratado de fugacidad. En consonancia con el escritor, el local parece transitar en la misma decadencia, como si autor y obra necesitasen de ese mimetismo de las ruinas.
En otra fotografía en blanco y negro, realizada 55 años antes, Vargas Llosa posa flamante, con un traje de chaqueta y una corbata, fumando un cigarrillo y mirando a la cámara de forma seductora. Se sabe atractivo. Se sabe joven. Esa es la cuestión. Está en la plenitud de su vida. En la cima de su obra literaria. Un niño aparece en una esquina de la puerta y un letrero reza «Bar La Catedral». Escritor y obra rebosan vitalidad. Las dos fotografías, cara a cara, son un puñetazo en el estómago, un aviso de que el tiempo no alberga misericordia para nadie.
Pero la fotografía es mucho más que una claudicación. Ahí está el punto cero de su escritura, convertido en un despojo urbano. La imagen devuelve a la cara de los lectores la fragilidad de la memoria colectiva. Los escenarios que invocó en sus novelas también viven en la decadencia de los nuevos tiempos. Todo lo que existió ahora permanece en sus historias, por supuesto. Pero solo en ellas. La sustancia literaria que emanan las obras de Vargas Llosa ya se ha convertido en una mitología: el antro en el que Zavalita y el zambo Ambrosio ahogaban sus penas en alcohol no existe; las calles de París por las que huía la niña mala se pierden con la lluvia de cada invierno; los paseos por Miraflores de Alberto, el poeta, camino de la playa, se difuminan con cada nueva barriada; y tantas escenas que se cruzan, que han forjado la educación literaria de varias generaciones, porque las historias de Vargas Llosa han creado vínculos profundos entre padres e hijos, conversaciones maternales como el primer alimento que prueban los que acuden a los libros para calmar su sed.
La sustancia literaria que emanan las obras de Vargas Llosa ya se ha convertido en una mitología
Es parte del juego de la vida, me digo, intentando retrasar la aceptación de que cada final de Vargas Llosa encierra uno definitivo, y cada día ganado al futuro es un triunfo del hombre que me hizo querer dedicarme a la escritura. Hay un camino recto que conecta a aquel muchacho de catorce años que leyó La ciudad y los perros hasta hoy, veinte años después. Mi forma de entender la vida como una extensión de un libro, como la posibilidad de una biblioteca, me la dio el escritor peruano, porque sus obras no se basan en la vida cotidiana, sino que saltan del papel a nuestros días. Es una vía inversa pero válida. Vargas Llosa supo que había que llenar los libros de historias que hablaran de nuestra intimidad, por eso sus personajes son tan asimilables con la gente que nos cruzamos por la calle.
En todas estas despedidas de Vargas Llosa se esconde un adiós más sereno. Es mi convencimiento, a lo que me agarro. Podrán demoler los muros de «La Catedral», como los del Leoncio Prado, pero los lectores sabemos que lo físico es superfluo. Un escritor construye en papel una vida eterna, que pasa a los lectores por encima del tiempo y las modas. Así se construye el mundo nuevo, sobre las ruinas de una memoria fragmentada. Esa será mi despedida, volver a mis catorce años y creer que Alberto, el poeta, camina junto a mí rumbo a la playa de Miraflores.
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