Con el don de la risa
Publicada en 1921, Scaramouche es una novela repleta de intrigas políticas, aventuras de capa y espada y romance; una historia por y para la libertad y la lucha contra la injusticia. En definitiva, una magistral novela de aventuras. A continuación, reproducimos el prólogo escrito por Arturo Pérez-Reverte para esta nueva edición de la edición de Rafael Sabitini. La entrada Con el don de la risa aparece primero en Zenda.

Ilustración de portada: Augusto Ferrer-Dalmau
A finales de 1788, toda Francia tiembla. La revolución está a punto de estallar, y de sólo unos pocos depende que brote la llama… Y, entonces, todo se remueve cuando Philippe de Vilmorin, seminarista educado en los nuevos ideales, es asesinado en duelo desigual con el marqués de La Tour d’Azyr. Ante el cuerpo sin vida de su amigo, el joven abogado André-Louis Moreau jura extender por todo el país esa voz que han pretendido acallar con la muerte.
Publicada en 1921, Scaramouche es una novela repleta de intrigas políticas, aventuras de capa y espada y romance; una historia por y para la libertad y la lucha contra la injusticia. En definitiva, una magistral novela de aventuras. A continuación, reproducimos el prólogo escrito por Arturo Pérez-Reverte para esta nueva edición de la edición de Rafael Sabitini.
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Me disponía a escribir el prólogo de esta magnífica novela de Rafael Sabatini —que hace unas semanas, casualmente, volví a recomendar en las redes sociales— cuando recordé que mi viejo amigo Lucas Corso, mercenario de la bibliofilia, cazador de libros a sueldo, era adicto a tan deliciosa aventura de revolucionarios y espadachines. Yo mismo había mencionado el asunto hace casi treinta y cinco años, en aquella historia de libros, diablos enamorados y folletines decimonónicos que se tituló El Club Dumas y que protagonizaba el propio Corso. Al acordarme del protagonista y del libro, busqué en mi biblioteca un ejemplar de la primera edición y lo hojeé con un agridulce sentimiento de nostalgia; pues cuando entre 1992 y 1993 escribí aquellas líneas, yo era todavía un autor inocente. O casi lo era:
“—Nació con el don de la risa -cité, señalando el retrato— … y con la sensación de que el mundo estaba loco…
Lo vi mover despacio la cabeza, con gesto lento y afirmativo (…).
—… Y ese fue todo su patrimonio —completó sin dificultad la cita, antes de arrellanarse en la butaca y sonreír de nuevo—. Aunque, si he de serle sincero, me gusta más El capitán Blood.
Levanté la estilográfica en el aire para amonestarlo, severo.
—Hace mal. Scaramouche es a Sabatini lo que Los tres mosqueteros a Dumas —hice un breve gesto de homenaje en dirección al retrato—. Nació con el don de la risa… No hay en la historia del folletín de aventuras dos primeras líneas comparables a esas.”
Dejé de releer en ese momento, porque tuve una corazonada. Bajé aprisa las escaleras en dirección a la bodega —así llamo al lugar de mi casa donde trabajo—, en la que guardo carpetas llenas de documentos que hace tiempo amarillean. Estuve un buen rato buscando; y cuando pensaba que no la encontraría, de pronto, apareció: era una carta personal de Lucas Corso. En ella, mi amigo-personaje glosaba a su adorado Scaramouche, proponiéndome de paso la escritura de un relato a modo de segunda parte de El Club Dumas. Lo titulaba —de manera poco afortunada, pues en eso Corso nunca fue brillante— “Scaramouche o morir”. Me senté en el sillón orejero que fue de mi padre con una inevitable copa de vino de Anjou en la mano, y leí de nuevo aquello, que había olvidado casi completamente. No estaba mal, como idea. Lo cierto es que no estaba nada mal. Creo que a Corso, de quien no sé nada desde hace años —confío en que siga vagando entre bibliotecas con su diablo enamorado, añadiendo muescas a la navaja—, le gustaría ver este texto publicado. Y, bueno. En parte se lo debo, pues él me inspiró una novela que fui muy feliz escribiendo. Y nunca está de más, a ciertas alturas de la vida, saldar algunas deudas. Así que aquí se lo dejo a ustedes, estimados lectores. Para que disfruten o juzguen como crean conveniente lo que me escribió el cazador de libros. Yo, desde luego, lo disfruté mucho.
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SCARAMOUCHE O MORIR
Por Lucas Corso
El libro de Sabatini tiene de todo: duelos, teatro, discursos incendiarios, un poco de amor no demasiado meloso, y mucha ironía. Lo lees y sientes el sudor de los duelistas y el calor de la Revolución Francesa. Pero lo mejor es cómo lo cuenta el autor, con esa elegancia italo-británica disfrazada de ligereza francesa, igual que un buen libro raro que alguien hubiera escondido entre las obras de Alejandro Dumas, y que solo unos pocos supieran leer de verdad en sus más ocultas y divertidas claves. Al final, Scaramouche no solo sobrevive: se convierte en algo mucho más grande que él mismo. Como todos los buenos personajes de novela… O como los malos, según quién cuente la historia. Cualquier lector avezado sabe que hay malos que superan en carácter y grandeza a los buenos.
Todo empezó con un encargo raro, como siempre. Como todos los que me hacen, que son los que cobro y de los que vivo. Una primera edición en francés de Scaramouche, nada menos: papel amarillento, encuadernación en tela roja, con una nota dentro escrita a mano: Él nació con el don de la palabra y la espada. Nadie firmaba, y eso acentuaba el encanto. El tipo que me confió el negocio parecía sacado de un salón de esgrima del siglo XVIII, pero con reloj Rolex en la muñeca. Oía a libros caros y ediciones raras hasta de lejos.
El caso es que me pasé la noche leyéndolo en un bar de mala muerte de Marsella, con whisky barato y un camarero que parecía tener alergia al silencio; pero pude arreglármelas cerrándole la boca con una hábil combinación de propinas y desaires. Y me enfrasqué en la historia. Scaramouche, el protagonista, era un abogado, actor y espadachín con más carisma que sentido común. Un cabrón encantador. Como el Rochefort de Dumas con un toque de Cyrano y un discurso revolucionario en el bolsillo. Curioso elemento, sin duda.
Y, bueno. La verdad es que el relato funciona de maravilla. André-Louis Moreau empieza como cualquier otro hijo bastardo con ideales, y termina metido hasta el cuello en la Revolución con mayúscula. Lo curioso es que no es un héroe tradicional. Es sarcástico, inteligente, se esconde tras una máscara, literalmente. Le gusta meterse en líos. Me recuerda un poco a mí, pero sin la resaca constante y con mejor puntería con el florete. Maneja tan bien la espada que hasta Hollywood le hizo justicia, pues en la película que se hizo de esta novela, el enfrentamiento final entre él y el malvado La Tour d’Acyr es uno de los mejores duelos de la historia del cine.
Regresé aquella misma noche a París. No era la primera vez que un libro casi me mata, pero sí la primera que uno me mete en un duelo a estocada limpia. Todo por una maldita edición francesa de Scaramouche, Rafael Sabatini, 1921, tirada limitada, márgenes anotados por un tal La Roche: un noble francés con más secretos que descendencia. Lo gracioso es que cuando el fulano que me hizo el encargo me habló del libro, creí que se trataba de otra de esas búsquedas de bibliófilo psicópata, más trastornado que unas maracas brasileñas —nada nuevo para mí, pues trabajo mucho ese perfil—. Hasta que alguien me apuntó con una espada, y no en sentido figurado.
Alguien pensará que todo parece un disparate, pero ¿qué otra cosa es la literatura, la grande, la popular que atrapa a millones de lectores, sino un milagroso disparate? Y de eso justo se trataba, porque dentro del libro, entre la página donde André-Louis Moreau decide tomar el nombre de Scaramouche y crear el caos en la revolución, encontré una hoja doblada, como escondida. No tuve tiempo de examinar bien su contenido, porque apenas me puso a ello —yo estaba en ese momento en el aparcamiento del hotel Louvre Concorde de París— alguien intentó matarme con un puñal del siglo XVIII, muy afilado y con iniciales grabadas: D.M. Afortunadamente aún conservo algunos reflejos del viejo oficio de sobrevivir, y mi agresor o agresora —seamos paritarios, y además se cubría con una máscara veneciana— sólo alcanzó a rasguñarme un brazo. ¿Demain Mourir? ¿Duque de Mouche? ¿Dios Mediante?… No tengo la menor idea. Lo único que supe fue que a partir de ese momento tenía medio París detrás de mí y un cadáver que no figuraba en mi lista de contactos. La policía —un gendarme parecido a Louis de Funes— llegó, miró, se encogió de hombros y no hizo preguntas. Mejor así.
En fin. Lo que yo aprendí leyendo Scaramouche acabó siéndome, a la larga, más útil que todos los manuales de supervivencia juntos: disfrazarse, mentir con estilo, saber cuándo hablar y cuándo callar… Y lo más importante: nunca subestimar a un actor con ideales. Son los más peligrosos, o tal vez los únicos realmente peligrosos. Y eso era Moreau: un bufón con causa, un tipo que se burlaba de los poderosos mientras les tocaba el trigémino con la punta de la espada.
El problema, volviendo a mí, era que alguien —o varios, vaya usted a saber— creía que yo tenía algo más que un libro. Pensaba que estaba en posesión de una clave, o una confesión, o un documento que podía hacer pedazos más de una reputación. En cuanto a yo mismo, como suelo, sólo quería cobrar el encargo y seguir bebiendo en paz en el bar de Makarova. Pero no hubo manera. Me metí, o me metieron de lleno, en un duelo con fantasmas disfrazados de coleccionistas, en salones con olor a cera y muerte. Y todo por Scaramouche, el hombre que nació con el don de la risa, de la palabra y la espada. Yo solo tengo la palabra, y a ratos la risa. La espada, si acaso, la de Damocles. Porque la historia no acaba aquí.
Como en las malas novelas, incluso como en algunas buenas, regresé a Madrid en un tren nocturno donde no pude pegar ojo. “Los libros no matan”, me repetía. O eso pensaba yo antes de que Scaramouche me dejara con un puntazo en el brazo derecho y el recuerdo de una francesa de ojos grises que decía llamarse Camille Moreau. Mentía, claro. Todos mentían menos el libro. Ese decía la verdad, o la escondía bajo sus mentiras. Todos los libros mienten y todos dicen la verdad, según quien los lea.
Para redondear el panorama, aquella mañana en Madrid llovía. Siempre llueve cuando alguien me ofrece un encargo que apesta a problema. Un coleccionista catalán, viejo, enfermo, rico, de presumibles gustos ambiguos, me llamó porque una librera portuguesa le había ofrecido un ejemplar muy raro: Scaramouche, edición original francesa de 1921, con anotaciones manuscritas que —según él— podían demostrar que Sabatini no había inventado al personaje, sino que lo había basado en alguien real. Y no cualquier alguien, sino un espía revolucionario cuyo linaje aún coleaba por esos mundos. Un linaje que podía reclamar algo gordo, ya se sabe: títulos, tierras, tesoros, secretos, venganzas… Lo de siempre.
Este era ya el segundo libro de Sabatini en menos de una semana, lo que bastaba para ponerle a cualquiera la mosca detrás de la oreja. Pero el problema no era ése. El problema consistía en que el libro iba acompañado de una advertencia escrita a pluma con tinta azul y bonita caligrafía: El que desentierre a Scaramouche, muere. No existe en el mundo personaje de novela que se resista a eso, y en mis ratos libres también yo soy un personaje de novela. Así que, dispuesto a desentarrar cuanto hiciera falta, fui a buscarlo a Lisboa, pues la pista llevaba hasta una librería de viejo en Sintra. La dueña era una mujer delgada, con una cicatriz en el cuello y una voz aguardentosa, como de whisky añejo, estilo la bruja de La Farsalia de Lucano, o sea, gemitusque luporum. Me entregó el libro con manos temblorosas y una frase fuera de contexto que sigo sin descifrar todavía: “A veces, los personajes que creemos ficción solo esperan ser leídos de nuevo para regresar”… Al oírle decir eso, sonreí con el adecuado cinismo. Pensé que estaba loca. Ahora sé que era la única cuerda de toda esta historia.
Esa noche, en el hotel Avenida de Lisboa, inspeccioné el libro. Esperaba encontrar algo en él y lo encontré: una carta, escrita en francés dieciochesco, dirigida a una mujer llamada Camille. Hablaba de traición, de conspiraciones, de una clave escondida en el monólogo final de Scaramouche antes del duelo con La Tour d’Azyr. Palabras —ése era el punto, comprendí— que no estaban en ninguna otra edición. Alguien había reescrito la historia, fue mi perspicaz conclusión. O simplemente la historia había estado esperando su versión verdadera.
A la mañana siguiente, como era de esperar y no podía ser de otra manera, alguien intentó matarme en el ascensor. Después de haber protagonizado El club Dumas debería estar acostumbrado a esos inconvenientes, pero no lo estoy. El frustrado homicida era alto, rubio, ojos de serpiente, como sacado de una película de James Bond —con Sean Connery, claro, el de verdad—. Me preguntó por la carta. Le respondí con una sonrisa y con el extintor del pasillo. Bajó, inconsciente, en la planta cuatro y no he vuelto a verlo jamás.
El resto es clásico, de manual. Volví a Madrid. Me siguieron. Llegué con la idea de dejar el libro, cobrar y desaparecer. Pero el catalán ya estaba muerto. Vulgarmente atravesado con una espada antigua. Aquello era tan poco original que la policía no entendía nada. Yo tampoco, pero fingía entenderlo. Los policías eran jóvenes y me miraban con respeto. Les ofrecí cigarrillos, pero no fumaban. Yo sí.
Fue entonces cuando volví a verla a ella: Camille Moreau me esperaba en una tienda de anticuarios de la calle del Prado, esquina a León. Decía ser historiadora. Tenía apellido de personaje literario, unas piernas largas y una sonrisa que olía a trampa saducea. Quería ayudarme, o eso aseguraba. Me dijo que el Scaramouche real era su antepasado, que lo que el libro escondía era la prueba de una conspiración contra la familia Moreau desde tiempos de la Revolución: realeza, espías, sociedades secretas… Sonaba a novela barata, pero a veces las novelas baratas son las más peligrosas. Y las más divertidas.
Nos fuimos a la cama, naturalmente. A los quince minutos de conversación. Eso saqué en limpio, al menos. Me había visto enredado en un juego donde el pasado y el presente se cruzaban en cada página: me persiguieron en Marsella, me apuñalaron en Paris, casi me despachan en Lisboa. En aquel variado teatro habían representado para mí, a punta de espada, el último acto de Scaramouche. Y yo había hecho de André-Louis Moreau. Sin ensayos, sin aplausos. La clave, al final, no era dinero, ni títulos, ni poder: era la historia, la verdadera. La que había sido borrada por los vencedores y conservada en tinta entre las líneas de una novela de aventuras. Camille quería restaurarla. Otros querían que ardiera. Todo era tan deliciosa y folletinescamente canónico que ponía la piel de gallina. Cuando todo terminó, había cuatro muertos, un libro quemado y yo con un brazo vendado en un tren nocturno Lisboa-Madrid. Camille había regresado a París. Me habló de una segunda parte —Scaramouche, creador de reyes—, dijo que tenía que reconstruir el legado y no sé cuántas sandeces más. Yo solo quería dormir y olvidarme de héroes con antifaz.
Creo haberlo conseguido. Sin embargo, a veces, cuando por azar releo el monólogo final de Scaramouche, siento que alguien me observa desde las sombras del escenario. Y que el telón, en realidad, nunca ha bajado.
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Autor: Rafael Sabatini. Título: Scaramouche. Editorial: Zenda-Edhasa. Venta: Amazon.
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