Geografía del desgarro
Desde el primer poema, el cuerpo aparece no como objeto de representación sino como origen roto. En un texto como Cinco, el parto se transforma en compulsión numérica, en un conteo que no nombra, sino que insiste. No hay nacimiento, hay cálculo, un ciego obligado a enumerar en lugar de mirar, como si el acto... Leer más La entrada Geografía del desgarro aparece primero en Zenda.

Atlas en rojo (La Tortuga Búlgara, 2025) marca la incursión en la poesía de José Luis Díaz Caballero, quien demuestra en este primer poemario la destreza de un escritor experimentado. En su primera parte, Atlas en rojo funciona como trinchera, un intento de sostenerse en medio de un lenguaje vencido. El yo que habla no lo hace desde una identidad definida, sino desde una fisura que recorre la historia, el cuerpo y la lengua. El texto busca fracturar los discursos que pretenden clausurar la experiencia en categorías limpias.
Este libro no se contenta con lo íntimo. Lo atraviesa una conciencia histórica, que se formula como discontinuidad. En el poema Mansedumbres, la muerte de Franco es un vacío desde el que se revisa la esterilidad de ciertas resistencias y la ilusión de ruptura. La transición, leída desde el presente, aparece como una coreografía deshabitada, sin germen ni promesa, un simulacro de mutación que deja al yo poético en el margen, una anomalía. En esa orfandad que traza el libro, el lenguaje se convierte en escena traumática.
En la segunda parte, el yo poético se repliega hacia una intimidad atravesada por la tensión entre eros y desposesión. La pulsión amorosa aparece aquí como una fuerza que desestabiliza, fragmenta y a veces ridiculiza al sujeto. Lo erótico se mezcla con lo fallido, lo mítico con lo escolar, y lo sublime con lo que queda adherido al pantalón. La identidad se construye a través de nombres robados, figuras heredadas y gestos inacabados. Poema de amor es cualquier cosa menos eso: una escena de colegio que se disfraza de inocencia, pero donde ya asoma una conciencia agrietada del lenguaje y del poder. El mito irrumpe en Yo soy Orestes, pero desde la quiebra: la madre es Citemnestra y el yo, un hijo náufrago que ya no suplica, sino que denuncia el simulacro del consuelo. El poema se construye en espiral: la escena parece cotidiana, pero la alusión trágica la reconfigura en destino. El tono se desplaza hacia lo onírico sin abandonar la crítica en Ensueño. Se trata de una deriva nocturna por paisajes ambiguos, «lejanos y salvajes senderos», donde el yo se busca y se lee a sí mismo entre restos, deseo y exilio. Hay una conciencia del desarraigo histórico, pero también de su banalización: «arrendando la estoica incomprensión / del que pronto regresará a la ciudad», como si la intemperie fuera apenas un simulacro de épica. Lo salvaje se vuelve turístico. El gesto de abandono es ya parte del decorado. Subasta culmina esta sección con una imagen brutal: el sudor convertido en objeto de intercambio, la ciudad como mercado de carne obrera, y el padre como figura que resiste sin esperanza.
En su tercera parte, el lenguaje se carga de historia y genealogía. El yo poético se construye a contrapelo de sus referentes: no para rechazarlos de plano, sino para mostrarlos erosionados, contaminados, convertidos en ruina o ficción. No hay nostalgia posible porque tampoco hubo nunca un origen puro al que regresar. En su lugar, una escritura que interroga, a veces con furia, a veces con ironía, las máscaras del padre, el peso de la madre, los fantasmas del Estado y la esterilidad de ciertas épicas heredadas.
En Ceremonia, la figura paterna se transforma en objeto de observación y réplica. Lo que en otro tiempo fue admiración o mito se disuelve ante el espejo donde el hijo inicia su propio rito de separación: «la incesante ceremonia / en la que arderán / las pieles de mi padre». El verbo no es herejía, sino necesidad. La escritura es el fuego donde arde lo aprendido. Este gesto de distanciamiento se tensa aún más en Espinas, donde España aparece como un país desdibujado por la sumisión y la obediencia. «No es tu misma España, padre», dice, como desmarque doloroso. La libertad se vuelve un vacío que el poema recorre con sospecha.
Actos de baratería e Ilegalidades representan un núcleo especialmente afilado. En el primero, el mito de Eneas se convierte en una alegoría crítica del abandono disfrazado de liderazgo. El poema no busca salvar a nadie, solo exponer el simulacro: el héroe es un capitán de fortuna, y la épica es una forma decorosa de la traición. En Ilegalidades, la madre, investida ahora de un poder evaluador, emite su juicio con una sola palabra que anula toda explicación. El hijo intenta narrarse, pero ella lo sentencia desde el silencio. El conflicto no es solo moral, sino lingüístico. En esta tercera parte, Atlas en rojo alcanza una densidad reflexiva que no anula su potencia lírica. La figura paterna se desvanece, la materna se vuelve contradictoria, y el yo, en vez de afirmarse, se reconoce escindido. La épica fracasa, pero de esa fractura emerge una ética: la del que sigue escribiendo, no para cerrar las heridas, sino para nombrarlas con precisión.
En su cuarta y última parte, el poemario marca una deriva geográfica y afectiva donde el yo poético explora territorios externos —Irlanda, Cuba, Belfast— buscando un espacio en el que reconocerse. Pero lejos de encontrar refugio o pertenencia, lo que emerge es una forma aguda de extranjería, una conciencia errante que ya no se consuela con mitos ni con gestos de reconciliación.
Líquido abre la sección con una afirmación seca, brutal: «Me sirve / cualquier país / para liquidarme / en tu honor.» El sujeto ya no se aferra a identidades nacionales ni a raíces: lo único que persiste es el deseo de extinguirse en nombre de otro. No hay drama, hay certeza. En Pasajes de Irlanda y Belfast, la naturaleza y la ciudad se convierten en escenarios de disociación. Las ruinas del Ross Castle, los murales del extrarradio: todo habla de una violencia que persiste bajo formas turísticas o simbólicas. El yo, mientras tanto, se reconoce incapaz de actuar: no sabe «cómo desvestir / a la bella Mary Anne», no puede traducir su delirio en verdad.
Rebelarse es uno de los momentos más intensos del libro. El yo renuncia a «pueriles ensoñaciones» y a la reclusión heredada del héroe. Pero lo que propone no es una épica revolucionaria, sino una rebelión íntima, contradictoria, incluso culpable: «Me rebelo / —por primera vez— / contra quien no lo merece.» Ese gesto imperfecto, inadecuado, es el que otorga fuerza al poema. La desobediencia ya no se justifica, simplemente ocurre. En Elipsis se formula la tentación del silencio: «Omitirme / para no sentir / tan / adentro / las muertes de la palabra.» No se trata de abandonar la escritura, sino de mostrar su límite: escribir, aquí, es también fallar, omitirse, dejar que lo que no se puede decir permanezca en suspenso. La poesía, en Atlas en rojo, no se erige como verdad, sino como trazo incierto.
El epílogo retoma un motivo del inicio, la cifra cinco, y lo reconfigura en clave espectral. El sujeto, que ya no se atreve, pide al padre que pronuncie esa palabra frente a la cuna. El poema no cierra el ciclo: lo abre de nuevo, pero en otro plano, susurro de una historia que no se deja clausurar.
Así concluye Díaz Caballero un poemario que se escribe desde la grieta y contra toda consigna. Su radicalidad no está en el grito, sino en el temblor sostenido. Atlas en rojo es un libro que se despliega como un mapa del desgarro: del cuerpo, de la lengua, de la herencia. La voz poética atraviesa la infancia, la historia, el deseo y la geografía para mostrar su fractura constitutiva. Cada poema, lejos de ofrecer una certeza, encarna un gesto de duda o de rebelión: contra el padre, contra el país, contra la palabra misma. En esa fisura es donde el libro encuentra su fuerza como resistencia frente al silencio impuesto. No hay consuelo ni consagración, pero sí una forma feroz de lucidez: la de quien ha visto demasiado y aun así se atreve a mirar.
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Autor: José Luis Díaz Caballero. Título: Atlas en rojo. Editorial: La Tortuga Búlgara. Venta: Todos tus libros.
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