Diez maravillas que hay que ver en Sicilia sí o sí al menos una vez en la vida
Sicilia no es solo la isla más grande del Mediterráneo, sino prácticamente un museo al aire libre que se expande por algo más de 25.000 kilómetros cuadrados donde cultura, historia y naturaleza se dan la mano. Aventajando por apenas 1.000 kilómetros a Cerdeña, su 'hermana', Sicilia presume de una historia milenaria por la que han pasado fenicios, griegos, romanos, normandos y árabes, dejando una impronta potentísima a nivel cultural de la que no hay parangón en Europa. Convertida en uno de los grandes destinos turísticos de Italia, la isla de Sicilia, aunque es inabarcable para un viaje corto, tiene algunas maravillas que realmente merecen esa consideración, tanto de la mano del hombre como por obra y gracia de la naturaleza. Y no hablamos solo de sus grandes 'capitales', citando siempre a Palermo y Catania en esa ecuación, sino también a muchas pequeñas ciudades que salpican tanto el interior como la costa de la isla, que cargan de encanto a una pequeña región cargada de sorpresas. Enumerarlas todas es una quimera y dejarnos alguna fuera es casi un pecado, pero no hablar de Trapani, de Agrigento, de Noto, de Siracusa, de Caltagirone, de Ragusa, de Cefalú… la lista es interminable y eso que no hemos entrado a descubrir ni describir su patrimonio natural. Aún así, si planeamos visitar la isla, hay al menos diez maravillas en Sicilia que debes visitar sí o sí. Valle de los Templos Valle de los Templos. ©Italia.it Caminar por el Valle de los Templos no es simplemente visitar un yacimiento: es entrar en una de las ciudades más influyentes de la Magna Grecia, Akragas, fundada hacia el 580 a.C. Desde el primer paso entre los restos, te impacta la escala del lugar. Las columnas dóricas no están caídas: muchas siguen de pie, desafiando al tiempo y al clima. El Templo de la Concordia, del siglo V a.C., parece tan nuevo como eterno. Valle de los Templos, en Agrigento. ©Italia.it Pero lo que emociona no es solo su conservación. Es la ubicación. El conjunto se extiende sobre una cresta desde donde se ve el mar, con la ciudad moderna a la espalda. El atardecer aquí no es un efecto bonito: es parte de la arquitectura. La piedra caliza se enciende con tonos rojos, y los templos parecen absorber la luz y devolverla con solemnidad. Valle de los Templos, en Agrigento. ©Italia.it El recorrido, desde el Templo de Hera al de Zeus Olímpico —este último nunca terminado, pero colosal—, te obliga a mirar en todas direcciones. Entre olivos y almendros, hay restos de casas, criptas cristianas, tumbas medievales. No solo es Grecia: es una línea de tiempo viva, cruzada por siglos de historia, que aún huele a tomillo y tierra caliente. Como recomendación, ve pronto si acudes a Sicilia en los meses de más calor, lleva agua y ve bien protegido del sol. Iglesia de S. Maria dell’Ammiraglio Interior en Santa Maria dell'Ammiraglio (La Martorana). ©Visit Sicily. La fachada de La Martorana, en pleno casco histórico de Palermo, engaña: pequeña, adosada a otra iglesia, no parece gran cosa. Pero al entrar, el asombro es inmediato. Te rodea un universo dorado que vibra con la luz del mediodía. Fue construida en 1143 por el almirante Jorge de Antioquía, al servicio de Roger II, rey normando de Sicilia. Y su interior es uno de los más deslumbrantes del arte bizantino fuera del mundo ortodoxo. Fachada de Santa Maria dell'Ammiraglio. ©Italia.it La cúpula, decorada con el Cristo Pantocrátor y ángeles en círculos concéntricos, impone sin aplastar. Todo está hecho para elevar la mirada. Los mosaicos representan escenas bíblicas con figuras estilizadas y fondos de oro puro. Pero el detalle más singular es el retrato del propio Jorge de rodillas ante la Virgen: raro en un templo, pero normal en esta Sicilia que fusionó poder y fe. Lo increíble es cómo convive este esplendor con las intervenciones posteriores. El barroco se añadió en el siglo XVII, con frescos que no eclipsan los mosaicos, sino que los complementan. Y el techo de madera tallada, con inscripciones árabes, es un recordatorio de que Palermo fue también islámica. La Martorana no es una iglesia: es un diálogo entre civilizaciones encerrado en piedra. Villa romana del Casale Escena de La Gran Cacería. ©Villa Romana del Casale. En pleno centro de Sicilia, cerca de Piazza Armerina, la Villa Romana del Casale te recibe sin aspavientos. Pero bajo sus muros, reconstruidos con discreción, yace uno de los mayores tesoros del mundo romano: una colección de más de 3.500 m² de mosaicos pavimentales creados entre los siglos III y IV d.C., en pleno esplendor tardoimperial. Es

Sicilia no es solo la isla más grande del Mediterráneo, sino prácticamente un museo al aire libre que se expande por algo más de 25.000 kilómetros cuadrados donde cultura, historia y naturaleza se dan la mano. Aventajando por apenas 1.000 kilómetros a Cerdeña, su 'hermana', Sicilia presume de una historia milenaria por la que han pasado fenicios, griegos, romanos, normandos y árabes, dejando una impronta potentísima a nivel cultural de la que no hay parangón en Europa.
Convertida en uno de los grandes destinos turísticos de Italia, la isla de Sicilia, aunque es inabarcable para un viaje corto, tiene algunas maravillas que realmente merecen esa consideración, tanto de la mano del hombre como por obra y gracia de la naturaleza.
Y no hablamos solo de sus grandes 'capitales', citando siempre a Palermo y Catania en esa ecuación, sino también a muchas pequeñas ciudades que salpican tanto el interior como la costa de la isla, que cargan de encanto a una pequeña región cargada de sorpresas.
Enumerarlas todas es una quimera y dejarnos alguna fuera es casi un pecado, pero no hablar de Trapani, de Agrigento, de Noto, de Siracusa, de Caltagirone, de Ragusa, de Cefalú… la lista es interminable y eso que no hemos entrado a descubrir ni describir su patrimonio natural. Aún así, si planeamos visitar la isla, hay al menos diez maravillas en Sicilia que debes visitar sí o sí.
Valle de los Templos
Caminar por el Valle de los Templos no es simplemente visitar un yacimiento: es entrar en una de las ciudades más influyentes de la Magna Grecia, Akragas, fundada hacia el 580 a.C. Desde el primer paso entre los restos, te impacta la escala del lugar. Las columnas dóricas no están caídas: muchas siguen de pie, desafiando al tiempo y al clima. El Templo de la Concordia, del siglo V a.C., parece tan nuevo como eterno.
Pero lo que emociona no es solo su conservación. Es la ubicación. El conjunto se extiende sobre una cresta desde donde se ve el mar, con la ciudad moderna a la espalda. El atardecer aquí no es un efecto bonito: es parte de la arquitectura. La piedra caliza se enciende con tonos rojos, y los templos parecen absorber la luz y devolverla con solemnidad.

El recorrido, desde el Templo de Hera al de Zeus Olímpico —este último nunca terminado, pero colosal—, te obliga a mirar en todas direcciones. Entre olivos y almendros, hay restos de casas, criptas cristianas, tumbas medievales. No solo es Grecia: es una línea de tiempo viva, cruzada por siglos de historia, que aún huele a tomillo y tierra caliente. Como recomendación, ve pronto si acudes a Sicilia en los meses de más calor, lleva agua y ve bien protegido del sol.
Iglesia de S. Maria dell’Ammiraglio

La fachada de La Martorana, en pleno casco histórico de Palermo, engaña: pequeña, adosada a otra iglesia, no parece gran cosa. Pero al entrar, el asombro es inmediato. Te rodea un universo dorado que vibra con la luz del mediodía. Fue construida en 1143 por el almirante Jorge de Antioquía, al servicio de Roger II, rey normando de Sicilia. Y su interior es uno de los más deslumbrantes del arte bizantino fuera del mundo ortodoxo.
La cúpula, decorada con el Cristo Pantocrátor y ángeles en círculos concéntricos, impone sin aplastar. Todo está hecho para elevar la mirada. Los mosaicos representan escenas bíblicas con figuras estilizadas y fondos de oro puro. Pero el detalle más singular es el retrato del propio Jorge de rodillas ante la Virgen: raro en un templo, pero normal en esta Sicilia que fusionó poder y fe.
Lo increíble es cómo convive este esplendor con las intervenciones posteriores. El barroco se añadió en el siglo XVII, con frescos que no eclipsan los mosaicos, sino que los complementan. Y el techo de madera tallada, con inscripciones árabes, es un recordatorio de que Palermo fue también islámica. La Martorana no es una iglesia: es un diálogo entre civilizaciones encerrado en piedra.
Villa romana del Casale

En pleno centro de Sicilia, cerca de Piazza Armerina, la Villa Romana del Casale te recibe sin aspavientos. Pero bajo sus muros, reconstruidos con discreción, yace uno de los mayores tesoros del mundo romano: una colección de más de 3.500 m² de mosaicos pavimentales creados entre los siglos III y IV d.C., en pleno esplendor tardoimperial.

El recorrido es como entrar en una historia ilustrada. Ves la Gran Cacería en toda su gloria: animales salvajes traídos desde África en barcos, soldados armados, escenas de captura llenas de dinamismo. En otra sala, las famosas chicas en bikini levantan pesas y juegan a la pelota con una modernidad pasmosa. Nada es hierático: todo vibra, se mueve, respira.

El edificio, probablemente propiedad de un alto dignatario imperial, es una lección de arquitectura doméstica de lujo. Hay termas privadas, salas de recepción, patios columnados. Lo que emociona no es solo la belleza, sino la intimidad: ves lo que le gustaba a su dueño, cómo pensaba, cómo decoraba su mundo. Aquí Roma no se cayó: aquí Roma vivía cómoda, exuberante y llena de arte. Una auténtica maravilla que siempre es digna de ver.
Pueblos barrocos del Val di Noto

Tras el devastador terremoto de 1693, el sureste de Sicilia tuvo que reinventarse. Y lo hizo con una ambición descomunal: levantar nuevas ciudades barrocas desde cero. Lo que ves hoy en Noto, Ragusa, Modica o Scicli no es solo reconstrucción: es visión. Cada calle, cada plaza, cada iglesia está diseñada con proporciones teatrales, pensadas para impresionar y emocionar.
En Noto, la Catedral de San Nicolò corona una escalinata monumental. Las fachadas de los palacios brillan con piedra caliza que absorbe la luz como si estuviera viva. En Ragusa Ibla, las calles serpentean hasta la iglesia de San Giorgio, un remolino de columnas salomónicas y curvas voluptuosas. En Modica, el barroco se mezcla con el aroma de su chocolate, con denominación de origen.

Lo maravilloso es que estas ciudades no son decorado: son ciudades vivas. Se come en trattorias donde el tiempo se ha detenido, se escucha música en plazas que parecen salidas de una ópera, se pasea bajo balcones que gotean hierro forjado. Aquí el barroco no está congelado: late.

No obstante, si no puedes ver todas las localidades, quizá la más espectacular en su conjunto sea Noto, donde la catedral se combina con los edificios palaciegos que la rodean, y por la potentísima escalinata que da acceso a ella.
Volcán Etna

El Etna es una experiencia volcánica en tiempo real. Desde Catania, su silueta domina el horizonte, pero cuando lo subes —en teleférico, todoterreno o a pie—, el paisaje cambia cada pocos kilómetros. Al principio, verdes pinares; luego, cenizas, lava negra y una sensación de estar en otro planeta. La cima, que alcanza los 3.357 metros, no siempre es accesible, pero incluso los cráteres secundarios impactan. Para Sicilia, el Etna es muerte, pero también es vida.
Es un volcán vivo. Desde tiempos antiguos, ha moldeado la vida de quienes habitan a su sombra. Homero ya hablaba de él en la Odisea, y desde entonces ha tenido cientos de erupciones documentadas. La última gran erupción fue en 2021. Lo ves: zonas quemadas aún humean, mientras otras están cubiertas de flores. El contraste es brutal.

A pesar del peligro, la gente vive aquí. Y no solo sobrevive: cultiva. Las laderas del Etna son una de las regiones vinícolas emergentes más interesantes de Italia. Las uvas nerello mascalese y carricante crecen en suelos de lava con una intensidad única. Etna no es solo volcán: es fertilidad, memoria, amenaza y regalo.
El acceso al Etna, en función de la temporada, no es tampoco una actividad para todos los públicos, pues exige cierta forma física, pero es más que recomendable si queréis poner un punto natural al viaje siciliano.
Pantálica

Llegar a las grutas de Pantálica no es fácil, y eso forma parte del encanto. Hay que adentrarse por una reserva natural a través de Sortino, a unos 40 kilómetros de Siracusa, que parece fuera del tiempo, entre barrancos tallados por el río Anapo y senderos cubiertos de hierbas altas y flores silvestres.
De pronto, la roca se convierte en arquitectura: miles de tumbas rupestres excavadas directamente en los acantilados, alineadas como nidos de piedra. Algunas están tan altas que parece imposible que alguien llegara allí sin volar.

Pantálica fue una necrópolis activa entre los siglos XIII y VII a.C., durante la Edad del Bronce, en el apogeo de una civilización autóctona anterior a la llegada de los griegos. Estas grutas no eran solo tumbas: también eran santuarios, refugios y, más tarde, monasterios bizantinos durante el primer milenio d.C., cuando Sicilia estaba bajo dominio del Imperio de Oriente. Incluso durante la ocupación normanda se siguieron utilizando como escondite y lugar de retiro.
Más allá del valor arqueológico, lo que conmueve es el aislamiento. Aquí no hay templos ni grandes esculturas. Lo que se respira es la conexión pura con la tierra y la piedra. El sonido del agua corriendo en el fondo del valle, los halcones sobrevolando en círculos, y las paredes horadadas de tumbas anónimas crean una sensación de sagrado primitivo. Pantálica no necesita explicaciones: se impone sola.
Capilla Palatina

Pocas veces un espacio tan reducido logra tanto impacto. La Capilla Palatina, construida entre 1130 y 1143 dentro del Palacio de los Normandos en Palermo, es uno de los máximos exponentes del arte medieval mediterráneo. Mandada erigir por el rey normando Roger II como capilla privada, refleja una visión política y espiritual que unía Oriente y Occidente, islam y cristianismo, realeza y divinidad.

Al entrar, lo primero que te abruma es el oro. No es ostentación vacía, sino luz sagrada. Cada centímetro de muro y bóveda está cubierto de mosaicos bizantinos: escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, ángeles con alas color esmeralda, y el omnipresente Cristo Pantocrátor. Estas obras fueron realizadas por artesanos griegos, muchos llegados desde Constantinopla, en una época en que Palermo era la capital más cosmopolita del Mediterráneo.

Pero el verdadero golpe maestro está en el techo: un artesonado de madera tallada y pintada en estilo islámico, con muqarnas, inscripciones cúficas y motivos florales que parecen flotar. Fue obra de artesanos fatimíes, contratados por la corte normanda. En la Capilla Palatina, Roger II no solo oraba: proclamaba su visión de un reino trilingüe, multirreligioso y culto. Es una sinfonía política convertida en templo que, aunque todo Palermo merezca ser recorrido, tiene en esta capilla a la auténtica joya de su corona.
Claustro de Monreale

El claustro de Monreale no necesita levantar la voz. A diferencia de la vecina catedral, con sus altísimos mosaicos dorados y su fachada imponente, el claustro seduce por repetición, simetría y detalle. Fue construido entre 1174 y 1189 como parte del monasterio benedictino fundado por Guillermo II, nieto de Roger II. El objetivo era claro: rivalizar con cualquier centro religioso europeo, y de paso afirmar el poder normando sobre Sicilia.

Lo primero que notas son las columnas: 228, dispuestas en parejas, cada una diferente. Algunas están decoradas con mosaicos de piedra y vidrio, otras con relieves que narran episodios bíblicos, escenas de caza o figuras mitológicas. La atención al detalle es tal que puedes pasar horas sin levantar la vista del nivel del suelo. A lo largo de los capiteles, se esconde un bestiario tallado con una precisión que parece gótica, aunque estamos en pleno siglo XII.

El jardín central, con su fuente y sus palmeras, no es solo adorno: era el corazón de la vida monástica. Aquí se meditaba, se leía, se trabajaba. Lo sagrado y lo humano compartían espacio. Lo mejor es visitarlo en silencio, en una hora sin gente, para escuchar cómo el pasado respira entre las arcadas. El claustro de Monreale no grita su importancia: te la susurra al oído, con la paciencia de lo eterno.
Catedral de Cefalú

Desde la playa de Cefalú, la catedral aparece como un desafío lanzado al cielo. Se alza firme desde el siglo XII, enmarcada por el macizo rocoso de la Rocca que la protege por detrás y el azul del Tirreno que se abre delante. Fue construida por orden de Roger II a partir del año 1131, según la leyenda, tras sobrevivir a una tormenta en el mar. La promesa al cielo se convirtió en templo de piedra.

El exterior, sobrio y normando, con sus dos torres cuadradas flanqueando la fachada, no prepara para lo que hay dentro. Al entrar, la penumbra se rompe con una figura majestuosa en el ábside: el Cristo Pantocrátor, uno de los mosaicos más espectaculares de toda Europa. Hecho por artesanos bizantinos probablemente llegados desde Constantinopla, brilla con un fondo de oro que transforma el espacio en un fragmento del paraíso ortodoxo.

Lo que conmueve no es solo la belleza, sino el equilibrio. Aquí todo se combina con medida: la piedra clara, los techos de madera, los mosaicos que van desde lo celestial hasta lo humano. La catedral habla de poder —el de Roger II, que quiso afirmar su fe y su dominio—, pero también de armonía. Es menos famosa que Monreale o la Capilla Palatina, pero hay algo aquí más íntimo, más contenido. Cefalú no necesita competir: simplemente permanece.
Reloj astronómico de Mesina

A mediodía, la Piazza del Duomo de Mesina se llena de miradas alzadas. En lo alto del campanario de la catedral, un espectáculo mecánico comienza a cobrar vida. Leones que rugen, gallos que cantan, figuras bíblicas que giran y repican campanas. No es un truco moderno: es el reloj astronómico más grande y complejo del mundo, instalado en 1933, pero con un alma medieval que viene de más atrás.
El mecanismo fue diseñado por la casa Ungerer de Estrasburgo, y cada día representa en movimiento no solo escenas religiosas —como la Anunciación o los Reyes Magos— sino también episodios clave de la historia de Sicilia, como la toma normanda o la peste de 1347. Todo esto, mientras el reloj muestra la posición de los planetas, las fases lunares y el calendario perpetuo, en una danza perfecta entre tiempo humano y tiempo cósmico.

Lo que realmente impacta es cómo esta máquina encierra la voluntad de resurgir. Mesina quedó arrasada por el terremoto de 1908, y este reloj fue parte del renacer. Desde su altura vigila la ciudad y marca las horas con una teatralidad que no es solo para turistas. Es un símbolo de continuidad, precisión y orgullo. Verlo funcionar te recuerda que incluso el tiempo, en Sicilia, tiene vocación de espectáculo.
Imágenes | Visit Sicily & Alfredo Reni / Visit Cefalú / Duomo Monreale / Fondazione Federico II / Visit Sicily & Paolo Barone / Villa Romana del Casale /
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La noticia
Diez maravillas que hay que ver en Sicilia sí o sí al menos una vez en la vida
fue publicada originalmente en
Directo al Paladar
por
Jaime de las Heras
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