Juan Mayorga estrena su obra más íntima y personal, ‘Los yugoslavos’, donde nada es lo que parece

La pieza, protagonizada por Javier Gutiérrez y Luis Bermejo, plantea un juego teatral, como Las Meninas de Velázquez'Buenas noches, y buena suerte', la obra de George Clooney que inspira la resistencia contra los abusos de Trump Juan Mayorga ha estrenado su obra más personal. Una propuesta en la que el centro mismo, su corazón, es el universo de este creador madrileño nacido hace 60 años. La obra parece en un principio la historia de un camarero entregado a su trabajo y su mujer que ha caído en una depresión profunda. Pero esconde, en un sofisticado juego de espejos, un monólogo del propio autor consigo mismo. Una revisión de su vida y sus fantasmas. Mayorga está perdido, solo, en una época donde los mapas ya no señalan y lo que parecían asideros son abismos. Y es, quizá, esa impudicia del creador que se atreve a desnudarse, la gran virtud la obra. La trama sitúa al espectador en una propuesta costumbrista. Javier Gutiérrez es un camarero de un bar cualquiera en una ciudad española cualquiera. Primer aspecto a tener en cuenta. El abuelo de Juan Mayorga fue camarero durante toda su vida. Mayorga mira su pasado, a sus mayores, para así entenderse. Ahí, en ese bar, entrará la sorpresa que dará lugar a lo inesperado, lo excepcional. Martín, el camarero, pide a un cliente que lo ayude con su mujer, que hace meses que ha dejado de hablar. Gerardo, un hombre seguro de sí mismo, que tiene el don de la palabra, poco a poco entrará en el juego. La trama se irá complicando y cogerá, como tantas veces en el teatro de este autor, tintes de thriller, de novela de misterio. De un misterio que, por otro lado, nunca se resolverá. Pero el juego no está en la trama, sino en un complicado juego de espejos que convergen hacia una introspectiva mirada del autor. Luis Bermejo y Javier Gutiérrez, en una escena de 'Los yugoslavos', de Juan Mayorga El camarero, ese hombre que vive en un universo pequeño, su bar, donde todo lo observa, donde conoce a todo el mundo, es una metáfora del propio autor. De ese autor que observa su alrededor y va recogiendo frases al vuelo para construir su mundo de ficción. Pero no se trata de la identificación del autor con un personaje. El espacio se convierte en el propio cerebro del autor, donde Mayorga también es la mujer deprimida del camarero e incluso el propio Gerardo, esa persona capaz de cambiar la realidad con la palabra y que, además, es padre de una hija a la que sin mucho éxito intenta comprender. La ambientación realista, los diálogos, el transcurrir cotidiano de la escena son un trampantojo. Algo que al mismo tiempo que oculta deja ver, como Las Meninas de Velázquez. Se crea una sensación de realidad cuando realmente estamos en un espacio imaginario. No hay trama, no hay bar y, como en el cuadro del pintor, no hay meninas. Estamos en el mismo centro del universo del escritor, un universo sofisticado donde ficción, personaje y pensamiento se entrecruzan y confunden a cada paso. Por eso, si uno se ciñe al plano realista, el espectador puede perderse. Los personajes persiguen una quimera extraña, críptica. No sabemos qué les ha pasado, qué piensan, qué persiguen. Todo se vuelve un tanto irreal, distante. Pero, en ese trampantojo, Mayorga va dejando pistas para que el espectador le acompañe, migas que nos alertan de que el plano de realidad ha basculado. Por ejemplo, durante la pieza se harán referencias a obras anteriores del autor. Incluso algunas muy explícitas. Se hace referencia a La colección (2024), María Luisa (2023), La gran cacería (2023), El Golem (2022), Intensamente azules (2018), Reikiavik (2015), El cartógrafo (2009) y El gordo y el flaco (2001). Pero la función de la autorreferencia no es el artificio, sino delimitar el imaginario del universo que habita el personaje. El bar está habitado por fantasmas que son las propias ficciones que Mayorga ha ido creando en estos últimos 25 años. Es interes

Jun 1, 2025 - 21:25
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Juan Mayorga estrena su obra más íntima y personal, ‘Los yugoslavos’, donde nada es lo que parece

Juan Mayorga estrena su obra más íntima y personal, ‘Los yugoslavos’, donde nada es lo que parece

La pieza, protagonizada por Javier Gutiérrez y Luis Bermejo, plantea un juego teatral, como Las Meninas de Velázquez

'Buenas noches, y buena suerte', la obra de George Clooney que inspira la resistencia contra los abusos de Trump

Juan Mayorga ha estrenado su obra más personal. Una propuesta en la que el centro mismo, su corazón, es el universo de este creador madrileño nacido hace 60 años. La obra parece en un principio la historia de un camarero entregado a su trabajo y su mujer que ha caído en una depresión profunda. Pero esconde, en un sofisticado juego de espejos, un monólogo del propio autor consigo mismo. Una revisión de su vida y sus fantasmas. Mayorga está perdido, solo, en una época donde los mapas ya no señalan y lo que parecían asideros son abismos. Y es, quizá, esa impudicia del creador que se atreve a desnudarse, la gran virtud la obra.

La trama sitúa al espectador en una propuesta costumbrista. Javier Gutiérrez es un camarero de un bar cualquiera en una ciudad española cualquiera. Primer aspecto a tener en cuenta. El abuelo de Juan Mayorga fue camarero durante toda su vida. Mayorga mira su pasado, a sus mayores, para así entenderse. Ahí, en ese bar, entrará la sorpresa que dará lugar a lo inesperado, lo excepcional. Martín, el camarero, pide a un cliente que lo ayude con su mujer, que hace meses que ha dejado de hablar. Gerardo, un hombre seguro de sí mismo, que tiene el don de la palabra, poco a poco entrará en el juego.

La trama se irá complicando y cogerá, como tantas veces en el teatro de este autor, tintes de thriller, de novela de misterio. De un misterio que, por otro lado, nunca se resolverá. Pero el juego no está en la trama, sino en un complicado juego de espejos que convergen hacia una introspectiva mirada del autor.

Luis Bermejo y Javier Gutiérrez, en una escena de 'Los yugoslavos', de Juan Mayorga

El camarero, ese hombre que vive en un universo pequeño, su bar, donde todo lo observa, donde conoce a todo el mundo, es una metáfora del propio autor. De ese autor que observa su alrededor y va recogiendo frases al vuelo para construir su mundo de ficción. Pero no se trata de la identificación del autor con un personaje. El espacio se convierte en el propio cerebro del autor, donde Mayorga también es la mujer deprimida del camarero e incluso el propio Gerardo, esa persona capaz de cambiar la realidad con la palabra y que, además, es padre de una hija a la que sin mucho éxito intenta comprender.

La ambientación realista, los diálogos, el transcurrir cotidiano de la escena son un trampantojo. Algo que al mismo tiempo que oculta deja ver, como Las Meninas de Velázquez. Se crea una sensación de realidad cuando realmente estamos en un espacio imaginario. No hay trama, no hay bar y, como en el cuadro del pintor, no hay meninas. Estamos en el mismo centro del universo del escritor, un universo sofisticado donde ficción, personaje y pensamiento se entrecruzan y confunden a cada paso.

Por eso, si uno se ciñe al plano realista, el espectador puede perderse. Los personajes persiguen una quimera extraña, críptica. No sabemos qué les ha pasado, qué piensan, qué persiguen. Todo se vuelve un tanto irreal, distante. Pero, en ese trampantojo, Mayorga va dejando pistas para que el espectador le acompañe, migas que nos alertan de que el plano de realidad ha basculado.

Por ejemplo, durante la pieza se harán referencias a obras anteriores del autor. Incluso algunas muy explícitas. Se hace referencia a La colección (2024), María Luisa (2023), La gran cacería (2023), El Golem (2022), Intensamente azules (2018), Reikiavik (2015), El cartógrafo (2009) y El gordo y el flaco (2001). Pero la función de la autorreferencia no es el artificio, sino delimitar el imaginario del universo que habita el personaje. El bar está habitado por fantasmas que son las propias ficciones que Mayorga ha ido creando en estos últimos 25 años. Es interesante que este texto que acaba de estrenar Mayorga, si bien ha ido rescribiéndolo, fue escrito en 2010. Está en el centro de todo su teatro del siglo XXI.

Natalia Hernández y Javier Gutiérrez, en una escena de 'Los yugoslavos'

Otra clave es el personaje de la mujer, Ángela, que es un trasunto del personaje de Blanca de El cartógrafo, aquella mujer que buscaba el viejo mapa del gueto de Varsovia que un cartógrafo diseñó para preservar la memoria de su pueblo. En Los Yugoslavos, Ángela persigue a través de un mapa algo que también está relacionado con la historia, pero de manera mucho más tangencial. No es la historia vivida, sino aquella de un país que fue pero ya no existe, de un país que, de pronto, se sumergió en un baño de sangre hasta su propia destrucción. Ángela persigue un bar de unos yugoslavos que no le pertenece, que tampoco se sabe si realmente existe pero que, cuando supo de él, cayó en un abismo de depresión y desconexión con su realidad circundante.

Es definitorio que el personaje femenino de la historia esté atravesado también por una de las constantes del pensamiento de este autor: su preocupación por cómo la historia incide sobre el ser humano. Cómo las cámaras de gas, la bomba atómica o la guerra civil, aunque no vividas por los hombres del presente, nos determinan y conforman. Esta obra no trata sobre la soledad actual de las mujeres perdidas en paisajes urbanos, que también, sino sobre este autor que lleva desde su primera obra escrita a finales de los ochenta intentando entender quién es en este mundo, un mundo con dos polos irresolubles, irreconciliables: el de la sangrienta historia del ser humano frente a las epopeyas individuales llenas de esperanza, lucha y dignidad.

Al final, el epicentro de la función recae sobre el personaje de Javier Gutiérrez, que es como ese fantasma que hace de nosotros cuando soñamos, que es el propio Mayorga soñado por él mismo. Gutiérrez, Martín el camarero, ve todo su universo zozobrar y acaba sentado, casi derrotado, en la silla, como aquel grabado de Goya en que los sueños producían monstruos. Ahí está el momento revelador de la obra, donde vemos a un Mayorga agotado ante un mundo que se desintegra a su alrededor. Cansado de perseguir quimeras, de caer en abismos lejanos que, aun así, lo afectan sobremanera, impotente al no poder hacer felices a quienes tiene cerca, obsesionado por cuidar al otro y abrumado por un mundo de ficciones y fantasmas que lo gobiernan.

Decir también que Javier Gutiérrez lo borda y sabe dar al personaje el arco emocional necesario para encarnar ese derrumbamiento. Cómo le queda el pantalón es toda una lección de actuación, por ejemplo. Y es que el montaje, que Mayorga también dirige, destaca por un elenco privilegiado. Es un placer ver a Luis Bermejo interpretando a Gerardo, ese señor recio e indagador, de manera tan contenida, algo que contrasta con sus últimos trabajos en los que el actor ha explorado registros más cercanos al exceso.

El reparto de 'Los yugoslavos', de Juan Mayorga

Natalia Hernández, que tiene el reto de actuar la mayoría del tiempo muda, da una lección de presencia. Es increíble ver cómo va pasando el tiempo por esta actriz. Desde esa joven actriz llena de fuerza y capacidad, musa de Alfredo Sanzol, que quien esto escribe vio por primera vez en una estupenda Como los griegos a comienzos de siglo, hasta este personaje de mujer madura a cada paso y cada gesto. Y Alba Planas que, en un papel menor, la hija de ese Gerardo interpretado por Bermejo, es capaz de estar precisa, algo que el sintético texto de Mayorga pide y que no es nada sencillo.

El texto de Mayorga es sencillo y profundo, poético y milimétrico. Un texto que además está lleno de simbologías precisas. El número 7, asociado a la perfección y la espiritualidad, se convierte aquí en oscuridad. La fuerza simbólica del objeto que en esta ocasión recae sobre los zapatos. El final del viaje como retorno al hogar. El espectador afín a ese juego de alegorías y signos podrá divertirse en este montaje. Pero este texto destaca por una poesía que surge de los seres solitarios, fuera del tiempo, una poética que recuerda en ciertos momentos a la otra gran cartógrafa de la dramaturgia ibérica, Lluïsa Cunillé.

Mayorga lleva años dirigiendo sus propias obras. Unas veces acierta más, otras menos. En este caso, aunque hay temple, la dirección en ocasiones va en contra de la sencillez del texto. Está demasiado llena de ideas y propuestas. Algunas funcionan, como el uso del segundo plano (no siempre) o la ruptura de los espacios y los tiempos. Otras, como el deambular por el fondo del escenario de los personajes, son erráticas y acumulativas.

También es cierto que Mayorga nunca encontró la horma de su zapato en la dirección. El teatro de la autora catalana antes citada, Lluïsa Cunillé, encontró su poética en escena gracias a la complicidad de directores como Xavier Albertí o Paco Zarzoso. Cabe imaginar, del mismo modo, cómo se podría disparar el teatro de este madrileño en manos de directores como el suizo Milo Rau, por ejemplo.

Destacar también la música envolvente y bella de Jaume Manresa en esta obra con tan buenos mimbres y grandes actores. Una propuesta nada fácil que pide la implicación del espectador en un juego complicado de espejos y metonimias. Una propuesta que, si bien no ha encontrado la resolución escénica perfecta —eso en teatro es muy difícil—, es quizá su obra más valiente, por íntima y descarnada, que ha estrenado en los últimos años. 

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