Clark Ashton Smith en los infiernos (y Melody tenía que haber ganado Eurovisión)

La influencia de Sterling llevó a la poesía de Smith un universo de joyas y cielos boreales que dejó de interesar a la crítica especializada (signifique esto lo que signifique), mucho antes de que la Depresión irradiase sus colores plúmbeos sobre el mundo en general y América en particular. Smith enfermó y abandonó cualquier pretensión... Leer más La entrada Clark Ashton Smith en los infiernos (y Melody tenía que haber ganado Eurovisión) aparece primero en Zenda.

Jun 3, 2025 - 08:35
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Clark Ashton Smith en los infiernos (y Melody tenía que haber ganado Eurovisión)

Clark Ashton Smith (1893-1961) vivió casi toda su vida en una cabaña construida por sus padres, sin luz ni agua corriente. Empezó a escribir a los once años, y con apenas veinte era una de las figuras destacadas del romanticismo californiano y un nombre —y especialmente una promesa— que los críticos asociaban fácilmente al de Jack London. Sus relatos aparecían con regularidad en las revistas literarias de la costa oeste americana, pero él se consideraba poeta de nacimiento, cuya constelación dominante se encontraba en el París de los simbolistas y los decadentes, aunque Smith había llegado a ellos tras la lectura de “A Wine of Wizardry”, una maravilla rutilante de colores y pedrería escrita en tres días (correcciones aparte) por esa estrella desperdigada del romanticismo inglés que fue George Sterling. Smith, que más adelante sería el mejor traductor al inglés de Gustavo Adolfo Bécquer y escribió un encantador primer libro de poemas, The Star-Treader and Other Poems, pasó a ser el protegido de Sterling como Sterling lo había sido de Ambrose Bierce. Geometrías del templo de los poetas, triángulos o círculos, lo que prefieran.

La influencia de Sterling llevó a la poesía de Smith un universo de joyas y cielos boreales que dejó de interesar a la crítica especializada (signifique esto lo que signifique), mucho antes de que la Depresión irradiase sus colores plúmbeos sobre el mundo en general y América en particular. Smith enfermó y abandonó cualquier pretensión de seducir a los lectores serios con su poesía cromática, más tarde fueron sus padres los que vieron que su salud se resentía, y aquel hijo único ardiente de mundos que nacían y explotaban en su cabeza empezó a escribir relatos de ficción en parte para llevar la poesía al único territorio en el que había lectores cualificados para entenderla y, más tarde, con el único fin de poder cuidar de sus padres. No es preciso aquí idealizar nada: las montañas de California seguían estando ubicadas en California y la cabaña no era ningún castillo. La singularidad de Smith es la misma que la de cualquier gran poeta: él había encontrado en una poesía de ritmos embrujados la joya biselada sobre la que tenía que mirar para proyectar todos esos mundos que giraban un momento (siglos y milenios en nuestra existencia terrenal) para ser eternamente iluminados por su rugiente sol interior.

"Pero Smith también liberó a sus trovadores, y la música que tocaban revistió aquellas historias de una poesía iluminada por los soles y las flores de otros mundos"

Autor ya fijo de las revistas pulp de la época, Clark Ashton Smith deslumbró a Lovecraft tanto como el imaginario de Lovecraft —esa brecha por la que no se atrevieron a pasar los decadentes a los que Smith nunca dejaría de adorar— lo deslumbró a él. Un panteón de dioses primigenios fue permeando aquel extraño mundo de magia y brujería que una luz de parafina iluminaba tenebrosamente, primero en unos ojos hechizados, después en un papel que llenaría los dormitorios de América de terribles deidades y palacios encantados. No sé hasta qué punto es posible decir que Clark Ashton Smith es el punto de intersección en el que se cruza el universo hiborio de Robert E. Howard con ese mundo académico tan taciturno de Lovecraft en el que casi escuchamos a sus personajes arrastrar los pies, el ágil color de un continente poblado por mujeres piratas, bárbaros y hechiceros y ese crepuscular blanco y negro que inunda Innsmouth y sus alrededores, pero lo he dicho y no me ha caído ningún rayo, así que a lo mejor hasta es verdad. En cualquier caso, y por lo menos en las tierras de Zothique y de Hiperbórea, que nadie espere encontrar los escenarios que Lovecraft construyó tan cuidadosamente en sus relatos y sus novelas cortas. La semejanza es de otro tipo, una cuestión de genealogías y resonancias familiares: los mundos creados por Clark Ashton Smith existieron mucho antes que nosotros —o quizá después, quién sabe— y en ellos los primordiales ya campaban a sus anchas.

Los reinos por los que esos dioses pasearon abarcan milenios, pero Clark Ashton Smith recogió sus momentos estelares en medio centenar de relatos que nacen con la prehistoria de Hiperbórea y las criptas y los templos extraterrestres de Aihai y Xiccarph, prosperan en el espléndido renacimiento de la gran Averoigne y culminan en la monumental caída de Zothique, mientras resplandece en el fondo del océano la aúrea y olvidada Poseidonis. Pero Smith también liberó a sus trovadores, y la música que tocaban revistió aquellas historias de una poesía iluminada por los soles y las flores de otros mundos. Poemas en prosa, versos a la manera de Sterling —que no le deben menos que a Poe o a Keats—, resonaron en la cabeza del habitante de una cabaña solitaria en California y se derramaron entre sus relatos como si todavía en nuestro mundo doblaran las campanas que Mallory escuchaba en Camelot.

"¿Cómo el lector podría llegar a ver lo que de insólito hay en una realidad extraterrestre si no se apuntala el sustantivo con un andamiaje que pueda dibujarnos su extrañeza?"

Una belleza moribunda recorre todos estos cuentos, desde Hiperbórea hasta Zothique. Pero sabemos qué vientos trajeron esa atmósfera malsana. Beckford la respiró hasta emborracharse en las torres del infierno, y Keats la sirvió en ese cáliz enfermo del que bebían sus lamias y sus caballeros embrujados, y llegó a las manos de unos pálidos poetas que vivieron y murieron en angustiosas buhardillas, con los ojos arremolinados por la fiebre de un heno extraterrestre. Hay algo que enseguida reconocemos como una de las principales características de Smith: su prosa, como los versos de esos mismos poetas muertos en los altillos, o como cualquier página de Dunsany, necesitaba arroparse de adjetivos. El reproche tantas veces escuchado de que Smith era un escritor asfixiante de tan recargado es particularmente injusto (Lovecraft, por cierto, sufrió y sigue sufriendo la misma acusación): ¿cómo un escritor dotado de una sensibilidad tan extraordinaria iba a renunciar a describir lo que ve tal y como lo ve? Y no menos trascendente que eso: ¿cómo el lector podría llegar a ver lo que de insólito hay en una realidad —una vez más— extraterrestre si no se apuntala el sustantivo con un andamiaje que pueda dibujarnos su extrañeza?

Pongamos un ejemplo tomado al azar. En el relato “Vulthoom”, repleto de abismos y planetas a la deriva, leemos lo siguiente:

Aquella enorme cosa era, en algunos aspectos, como una planta gigantesca, con innumerables raíces pálidas e hinchadas que brotaban de un tronco bulboso. Aquel tronco, medio oculto a la vista, estaba coronado con una copa bermellón como una flor monstruosa; y sobre esa copa brotaba una figura menuda y delicada, de tonos nacarados, y modelada con exquisita belleza y simetría; la figura giró su rostro liliputiense hacia Haines y habló con la resonante voz de Vulthoom: “Has venido de momento, pero no te guardo ningún rencor. Culpo a mi propia dejadez.”

Ahora hagamos el experimento de retirar todas las gamas de color en pos de esa simplicidad que piden los detractores de la adjetivación imaginativa (y diría que de la adjetivación en general):

Aquella cosa era, en algunos aspectos, como una planta, con raíces que brotaban de un tronco. Aquel tronco, medio oculto a la vista, estaba coronado con una copa como una flor; y sobre esa copa brotaba una figura que giró su rostro hacia Haines y habló con la voz de Vulthoom.

Apasionante, ¿verdad? Es como una especie de lifting sintáctico que deja la prosa aplanada y sin salientes, perfecta para lectores de cementerio. Hay algo que digo a menudo, y que este tipo de experimentos demuestra mejor que nada: el adjetivo es lo más íntimo que posee un escritor, el espacio donde se localiza no solamente su punto de vista sino también —ahí es nada— su alma. Cada siglo tiene su zeitgeist y el tiempo de los románticos procuró numerosos adjetivos que pasaron de mano en mano, algunos de ellos heredados de la generación inmediatamente anterior: “lúgubre”, “siniestro”, “espantoso”, “sublime”, son sólo unos pocos de los más utilizados. Echemos un vistazo a Musset o Hugo y no tardaremos mucho en comprobarlo. De hecho, Musset y Hugo se contaban entre aquellos que entendieron que los adjetivos comunes se les quedaban cortos, y para ensalzar sus propios poemas en las lecturas que llevaban a cabo durante los primeros días del estallido romántico en París —en el 90 de la rue de Vaugirard, y en el 11 de la rue de Notre-Dame-des-Champs— decidieron abandonar las convenciones y utilizar nominales como “ojiva”, “catedral” o “pirámide” para expresar toda la grandeza que a un adjetivo ya gastado por el uso se le había vuelto inexpresable. Pero profundicemos un poco más en sus obras y veremos cómo asoma el alma de Hugo y de Musset más allá de los adjetivos zeitgeist, de ese arsenal de colores cliché que el gótico dejó en sus manos y que, sin embargo, seguía siendo necesario para pintar la página en blanco con las gamas cromáticas de un siglo lúgubre, siniestro, espantoso y sublime como fue el XIX. Y, dicho sea de paso, si el adjetivo es el alma de un autor, es en ese complejo lugar donde podemos encontrar su inmortalidad, y no en ningún Parnaso erigido a la medida de los criterios estéticos —y menos los académicos— de una época, con énfasis en la nuestra.

"Quienes desconozcan esos reinos no se arrepentirán si un día deciden seguirme los pasos; y quienes los conozcan, que no dejen de aceptar la invitación que cursan los libros negros de Valdemar"

Basta leer una página suya para darnos cuenta de que Clark Ashton Smith nos presenta las diferentes irisaciones de su alma sin guardarse nada. Los botes de pintura que trajo de la Inglaterra gótica, de la Alemania romántica, de la Francia de los decadentes y los simbolistas, pueden ser, en parte, meras herramientas de trabajo; pero como siempre ha sucedido con cualquier buen heredero de una vieja tradición, esos colores más o menos familiares trascienden la idea generalizada de que una obra es hija de su tiempo para demostrarnos otra cosa: que lo que, entre nosotros, llamamos literatura —nada que ver con lo que podemos encontrar a la venta en nuestro supermercado favorito—, ocupa su propio espacio y su propio tiempo, y que si un buen lector puede encontrar destellos de Byron en Homero (“camina en la belleza, como la noche”) es porque en Homero ya estaba inserta la variante Byron… como, por otro lado, esa variante Byron —todos los naufragios de Don Juan— reinventa algunas de las obsesiones de la variante Homero.

¿Nos alejamos? Nada de eso: Byron, Homero, la belleza de la noche. Todo esto no hace más que acercarnos a Smith, que saca a pasear intrincados barcos griegos por las ensenadas del oscuro cielo, que arrebata a los poetas que se precipitaron con las alas bien abiertas hacia esa rugiente negrura los adjetivos que todavía producen en nosotros un rapto de maravilla, un estado de encandilado abandono y un brillo en los ojos cuyo punto focal se encuentra en la eternidad. De vez en cuando algo me pide deambular como un sonámbulo por esos reinos en los que se dispersan los colores de un universo extraterrestre y un alma abigarrada, habitado por hechiceros que visten como Merlín y princesas enjoyadas como Melody la grande en el escenario no menos extraterrestre de Eurovisión. Quienes desconozcan esos reinos no se arrepentirán si un día deciden seguirme los pasos; y quienes los conozcan, que no dejen de aceptar la invitación que cursan los libros negros de Valdemar: las introducciones de Jesús Palacios habrían hecho que los románticos de la rue de Vaugirard se levantaran de sus sillas pronunciando con gritos encendidos su apellido.

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Autor: Clark Ashton Smith. Títulos: Hiperbórea y otros mundos perdidos y Zothique, el último continente. Traducción: Marta Lila Murillo. Editorial: Valdemar.

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