Unos se han convertido en atracciones turísticas: decorados fotogénicos por los que pasear y picar algo, casi siempre cocinado con productos que no se han comprado en las tiendas vecinas. Otros ofrecen una estampa desangelada, con tres o cuatro puestos resistiendo a duras penas entre un panorama de persianas bajadas. Algunos, directamente, se han convertido en la sucursal más o menos pintoresca de una gran cadena de supermercados.
Sobre el camino hacia el que se dirigen las plazas de abastos se reflexionaba hace unos días en
Conversaciones Heladas, un atípico encuentro gastronómico organizado en
Logroño por los no menos atípicos heladeros
Fernando Sáenz y Angelines González, responsables de Grate y Della Sera. «Si la red de mercados se apagara de un día para otro, probablemente no pasaría nada», lamentaba Jordi Menéndez, de la organización Justicia Alimentaria.
Hace un par de décadas, la proliferación de hipermercados pareció herirlos de muerte –junto a buena parte del pequeño comercio–, pero lo que está dándoles la puntilla son esas delegaciones de los gigantes del sector que hoy encontramos en cada esquina bajo letreros apremiantes, como ‘express’ o ‘rapid’. También es cierto que, si en la mayoría de las plazas que sobreviven encontramos prácticamente lo mismo que en cualquier gran distribuidor, probablemente a un precio unos céntimos más caro, ¿qué sentido tienen?
Donde es fácil ver un futuro desolador, todavía hay quien es capaz de intuir un espacio de oportunidad. Cerca de 1000 mercados en todo el país, con más de 40.000 puestos –muchos de ellos vacíos– no tienen por que ser un erial urbanístico en barbecho o un reclamo turístico de cartón piedra. La clave, según Justicia Alimentaria, es devolverles la función para la que nacieron: servir de centros de distribución para los productores locales.
Las administraciones tienen un arduo trabajo por delante pero, mientras tanto, podemos contribuir eligiendo bien dónde hacemos la compra. Los mercados son un valioso enlace entre el campo y la ciudad, pero también uno de los escasos espacios donde aún es posible cruzarse, hablarse y reconocerse como vecinos.
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