El final de las víctimas

Las sociedades establecidas sobre el deseo mimético generan una inquietud doble: la del poseedor de algo valioso frente a los que ambicionan lo suyo y la de quienes quieren arrebatárselo. Las sociedades se vuelven inevitablemente violentas, marcadas por la rivalidad: obtener lo que el otro tiene. El deseo exaspera al poseedor (azuzado por el deseo... Leer más La entrada El final de las víctimas aparece primero en Zenda.

Jun 9, 2025 - 22:05
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El final de las víctimas

El antropólogo, historiador y filósofo René Girard (Francia, 1923-2015) plantea que las sociedades humanas están unidas por una misma estructura de deseo. El hecho de que el ser humano no se guíe por instinto de modo mecánico hace que sea la propia cultura la que le proponga los objetos que debe perseguir. El niño aprende a desear por imitación de sus mayores. Y este mecanismo —los otros me proponen deseos en la vida como yo se los propondré a los demás— configura las sociedades humanas. Todo ello ocurre en su mayor medida de manera inconsciente. La libertad del individuo respecto de ese deseo por imitación o mimético solo se alcanzaría por el reconocimiento de este hecho y la búsqueda de un deseo otro. Sin embargo, no ocurre así: el individuo se miente a sí mismo afirmando que su deseo es genuinamente suyo, negando la mediación, y lo hace por orgullo, que lo aleja de sí mismo y le provoca sufrimiento: «Nosotros confundimos nuestra libre espontaneidad con la esclavitud subterránea» (Mentira romántica y verdad novelesca, 233). «El deseo copiado sobre otro deseo tiene como consecuencias ineluctables ‘la envidia, los celos y el odio impotente’» (Íbid., 43). «¿Por qué, en el mundo moderno, los hombres no son felices? […] No somos felices, dice Stendhal, porque somos vanidosos. » (Íbid., 107).

Las sociedades establecidas sobre el deseo mimético generan una inquietud doble: la del poseedor de algo valioso frente a los que ambicionan lo suyo y la de quienes quieren arrebatárselo. Las sociedades se vuelven inevitablemente violentas, marcadas por la rivalidad: obtener lo que el otro tiene. El deseo exaspera al poseedor (azuzado por el deseo rival) y a sus rivales (que compiten con él). La tensión amenaza con llevar a un conflicto destructivo de todos contra todos y, por eso, se hace preciso descargarla de algún modo. El procedimiento para ello es el chivo expiatorio. La violencia intrínseca de la sociedad se ejerce sobre un individuo, un grupo o un ente simbólico que todo el cuerpo social rechaza, al que culpa de su propio malestar y al que elimina. En la muerte del chivo, la sociedad queda aliviada y se siente unida. Esto, claro, solo ocurre momentáneamente, pues la raíz del conflicto no ha desaparecido y, al cabo de un tiempo, será preciso sacrificar a otro chivo expiatorio.

"El reconocimiento y la salvaguarda de las víctimas sería una conquista moral que caracteriza nuestro mundo y que, en esto, es heredero de la fe cristiana"

Ha sido la Biblia en su condena de la envidia y la agresividad contra el otro («No codiciarás la casa de tu prójimo… ni nada de lo que le pertenezca», Éxodo 20, 17) y, sobre todo, el cristianismo las instancias que han revelado la perversidad de ese funcionamiento. Por un lado, el miembro de una sociedad confunde la verdad de su deseo (que desconoce) y lo suplanta por el deseo mimético; por otro, el chivo expiatorio es una víctima inocente que sufre por la conveniencia de un cuerpo social. Cuando se condena a Jesús de Nazaret se hace bajo el dictum de Caifás: «¿No os dais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo a que toda la nación sea destruida?» (Juan 11, 50). El cristianismo, dice Girard, ha puesto al descubierto la maldad de este sistema: la cruz nos muestra que la víctima propiciatoria es inocente, que su sufrimiento es injusto; revela una verdad que se había mantenido oculta y actuante desde el origen del hombre: que el deseo mimético engendra muerte. Desde entonces, las sociedades se han visto obligadas a mirar de frente al que muere víctima de la violencia del grupo y han sido forzadas a romper ese mecanismo ciego que, a cambio de un alivio pasajero, destruye a otros.

Para Girard, hoy, cuando el Cristianismo va perdiendo peso en la configuración de la cultura occidental, sin embargo, su enseñanza central ha sido asimilada por las sociedades hasta el punto de colocarla como un absoluto ético. «Hay una preocupación por las víctimas, y es esa preocupación, para lo mejor y lo peor, el elemento dominante de la monocultura planetaria en que vivimos». «Todas las grandes formas del pensamiento moderno están agotadas, desacreditadas, de ahí el surgimiento de la preocupación por las víctimas […]. Nuestro nihilismo es un falso nihilismo […]. Cuando, en realidad, [la preocupación por las víctimas] constituye una flagrante excepción a nuestro vacío de valor. A su lado, ciertamente, no hay más que desierto, pero igual ocurre con todos los universos dominados por un absoluto» (Veo a Satán caer como el relámpago, 230). El reconocimiento y la salvaguarda de las víctimas sería una conquista moral que caracteriza nuestro mundo y que, en esto, es heredero de la fe cristiana. «Para que nuestro mundo se libre realmente del cristianismo, tendría que renunciar de verdad a la preocupación por las víctimas, y así lo comprendieron Nietzsche y el nazismo» (Íbid., 232), escribe René Girard, y recoge una significativa cita del filósofo alemán: «El cristianismo ha tomado tan en serio al individuo, lo ha planteado tan bien como un absoluto, que no podía ya sacrificarlo; pero la especie sólo sobrevive mediante los sacrificios humanos […]. La verdadera filantropía es dura, se obliga al dominio de sí misma, porque necesita el sacrificio humano. ¡Y esta pseudohumanidad llamada cristianismo quiere imponernos precisamente que no se sacrifique a nadie!» (Fragmentos póstumos 1888-1889, Obras Completas, Gallimard, Paris, 1977, p. 63, citado íbid. p. 223).

"Sobre la llegada de inmigrantes a nuestro país, víctimas de la pobreza, la persecución política o la exclusión, he recabado estas manifestaciones entre otras por el estilo"

¿Podemos, por tanto, ser tan optimistas como Girard (que publica la última obra citada en 1999) y afirmar que la preocupación por la suerte de las víctimas es un logro ya definitivo de nuestras sociedades civilizadas? Quisiera ahora únicamente recoger aquí a modo de contraste la argumentación sintetizada en frases de las actitudes de algunos políticos y de muchos ciudadanos sin responsabilidades públicas acerca de dos situaciones en las que, nadie lo duda, existen víctimas. Me refiero a la inmigración ilegal que llega a Europa cruzando el Mediterráneo y a las muertes en Gaza (2024-2025).

Sobre la llegada de inmigrantes a nuestro país, víctimas de la pobreza, la persecución política o la exclusión, he recabado estas manifestaciones entre otras por el estilo:

No los queremos aquí, que se queden en sus países.

Llegan exigiendo ayudas de todo tipo, económicas, laborales y sociales.

Mejor que se mueran en el mar.

Si se arriesgan, saben lo que les puede pasar.

Que no tengan hijos.

Si fuésemos allí nos matarían.

Las fronteras hay que respetarlas.

Reciben muchas ayudas que no se dan a los españoles.

No se puede ayudar a todo el mundo.

Solo pueden venir si se los necesita.

Vienen a delinquir, violar, matar.

No respetan nuestras leyes, nos imponen las suyas.

No se adaptan a nuestras costumbres.

Que vayan a otro sitio más cerca de su país o de su tipo de gente.

Y reacciones ante las personas que se muestran solidarios con ellos:

Tú no los conoces.

Ayúdale tú con tu dinero, no con el mío.

Mételos a todos en tu casa.

No nos critiquéis por no quererlos aquí.

No decís nada de los problemas que hay en España.

Los que se llaman solidarios se creen superiores moralmente, pero son demagogos, hipócritas, quieren decidir por los demás, cuando pagamos todos.

En cuanto a las víctimas de matanzas de palestinos en Gaza (y también en Cisjordania) leo estas declaraciones:

El homicida tiene derecho a matar por razones históricas.

El homicida no ha matado a tantos como se dice.

El homicida mata para defenderse.

El homicida mata a inocentes porque los culpables no lo evitan.

El homicida mata porque lo han provocado antes.

El homicida mata sin discriminar porque todos son culpables.

El homicida avisa antes de matar.

El homicida es más inteligente y más laborioso que los muertos.

El homicida mata a gente derrochadora que vive de la caridad y de dar pena.

El homicida ha hecho cosas buenas. Eso no se quiere ver.

El homicida mata, pero a los muertos no los quieren ni en su entorno.

El homicida mata a gente perezosa, inútil, atrasada cultural y económicamente.

El homicida mata a fanáticos que te matarían si pudieran.

El homicida vive en un país que vota cada cuatro años.

Y cuando alguien se opone a ello:

Los que defienden a los muertos son unos moralistas que se creen mejores que los demás.

Hay condiciones para protestar por los muertos. Si no se cumplen, no se puede protestar.

Los que protestan por esas muertes odian al homicida.

Los que protestan no vivirían con aquellos a los que mata el homicida.

El que denuncia al homicida es porque está desinformado o es un ignorante.

No se puede decir sin más que el homicida mata. Todo es complejo.

Estos testimonios y otros que resulta fácil recabar en diversos medios muestran que ese respeto por las víctimas, caso de que alguna vez existiera, no es hoy un valor irrenunciable en la cultura occidental, sino que se relativiza según desde qué ideología se hable. Constatamos que ni siquiera se las reconoce como tal. No hay víctimas: se han convertido en enemigos a los que se puede desechar o matar sin piedad.

Otro diagnóstico más desolador sobre nuestra cultura es el que recoge Zygmunt Bauman en Modernidad y holocausto —publicado en 1989, con anterioridad a los libros citados de Girard—. Allí (p. 111) hace suyas las palabras de Leo Kuper (Genocide: Its Political Use in the Twentieth Century, 1981): «Muchas características de la “civilizada” sociedad contemporánea favorecen el recurso al holocausto genocida… El Estado territorial y soberano reclama, como inherente a su soberanía, el derecho a cometer genocidios o a practicar matanzas genocidas contra personas que estén bajo su dominio… y las Naciones Unidas, de hecho, defienden este derecho». Y también la reflexión de George M. Kren y Leon Rappoport (The Holocaust and the Crisis of the Human Behaviour, 1980): «No existe límite ético o moral que el Estado no pueda trascender si lo desea porque no hay ningún poder ni ético ni moral más elevado que el Estado… Nuestra existencia se ajusta cada vez más a los principios que regían la vida y la muerte en Auschwitz».

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