Nostalgia de la ingenuidad

—Tú lo que tienes que hacer es mover los labios, pero no cantar. Décadas después de esta sentencia condenatoria, el nieto de don José, en su primer año en el instituto, había logrado una proeza que ningún estudiante ha sido capaz de emular en la historia reciente de España: sacar matrícula de honor en todas... Leer más La entrada Nostalgia de la ingenuidad aparece primero en Zenda.

May 16, 2025 - 04:28
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Nostalgia de la ingenuidad

Entre las destrezas que me legaron mis familiares, no tuve la fortuna de heredar el talento melódico de mi abuela paterna, Isabel, sino que me cayó en suerte la escasa pericia de mi abuelo materno, José, un hombre de grandes virtudes, pero entre las cuales nunca estuvo la de entonar la voz (en esta materia nunca logró pasar del carraspeo). Tan mal lo hacía que el director del coro de la escuela, viendo que no tenía remedio, acabó por decirle:

—Tú lo que tienes que hacer es mover los labios, pero no cantar.

Décadas después de esta sentencia condenatoria, el nieto de don José, en su primer año en el instituto, había logrado una proeza que ningún estudiante ha sido capaz de emular en la historia reciente de España: sacar matrícula de honor en todas las asignaturas y suspender las tres marías (Ética, Música y Gimnasia).

"Para poder aprobar Música, no se me ocurrió nada mejor que congraciarme con el profesor de la forma más rastrera posible: apuntándome al coro"

Para poder aprobar Música, no se me ocurrió nada mejor que congraciarme con el profesor de la forma más rastrera posible: apuntándome al coro. El profesor —a quien en la pila bautismal dieron el noble nombre de Francisco, pero al que todos conocíamos como Paquito— penaba porque nadie se alistaba en su pequeño orfeón estudiantil, y trataba sin éxito de hacer proselitismo coral entre sus alumnos. Todos los esfuerzos de Paquito (qué jodido es que te suspenda alguien llamado Paquito) estaban abocados a la melancolía por una razón de fuerza mayor: nadie quería apuntarse al coro porque suponía perderse varios recreos a la semana para asistir a los ensayos. ¿Qué clase de idiota cambiaría el recreo por un maldito coro? ¿Celso Varela? ¡PRESENTE!

Me presenté, pues, ante Paquito el profesor (no confundir con Paquito el chocolatero), y le dije que quería ingresar en el coro. Pensé que Paquito me recibiría con los brazos abiertos como al hijo pródigo que nunca tuvo. En ningún momento se me ocurrió que podría rechazarme.

En vez de deshacerse en parabienes, Paquito me miró con suspicacia y se sentó al piano. A continuación, tocó un do (supe que era un do porque él me lo dijo) y me pidió que repitiera el sonido con mi voz. No me pareció muy difícil la cosa, así que tomé aire y entoné:

—¡Doooooooooo!

La cara de Paquito al oír mi do fue una mezcla de estupefacción y repugnancia, como si se le acabara de aparecer el Anticristo con un matasuegras. No le hizo falta comprobar cómo cantaba el resto de notas, sino que me despachó con un “Vuelve la semana que viene”, que fue una forma elegante de decirme “¡Ni se te ocurra volver a aparecer por aquí, desgraciado!”.

A día de hoy, sigo sin saber entonar el do, y soy incapaz de distinguirlo de un re, de un mi o de su puta madre (lo único que sé es que do es trato de varón, y re selvático animal). Tampoco tengo la menor idea de lo que es un acorde, una escala, un arpegio, ni de por qué hay una clave de sol y una clave de fa. Mi ineptitud para la música es absoluta.

"Si bien me frustra no saber tocar ningún instrumento, con el tiempo he aprendido a valorar mi incompetencia melódica"

Si bien me frustra no saber tocar ningún instrumento, con el tiempo he aprendido a valorar mi incompetencia melódica. Gracias a ella, puedo enfrentarme a la música con el mismo maravillamiento con el que de niños asistimos a un truco de magia, cuando pensamos que es verdaderamente magia y no apenas un truco. “La rosa es sin porqué —decía Angelus Silesius—. Florece porque florece”. Para mí, la música también es sin porqué, un enigma insondable, un hermético arcano. Y me place que lo sea.

Sin duda, quienes estén versados en este arte hallarán en él innumerables matices que yo jamás lograré descifrar, pero en último término no estoy seguro de que su goce sea superior al mío, pues quien contempla o escucha una obra sin saber cómo demonios se ha podido producir puede experimentar un arrebato mayor que quien es capaz de discernir cada uno de sus mimbres.

Esta ingenuidad, que me brinda un acercamiento a la música más sobrenatural que racional, es en definitiva un tesoro, y la echo de menos en otros ámbitos en los que la he perdido.

"En los últimos tiempos, se ha sumado a la literatura otra esfera en la lista de las ingenuidades perdidas: se trata de la elegancia indumentaria"

Uno de ellos es el de la literatura, donde mi prurito de escritor me lleva a analizar en todo lo que leo no solo qué es lo que me cuentan, sino cómo me lo están contando. Para la mayoría de lectores, una novela es un agradable pasatiempo. Para mí es un objeto de estudio en el que trato de desentrañar las claves del oficio. Por eso, el entusiasmo que siento ante una obra excepcional se ve mitigado por la fría conciencia de todos los trucos que ha empleado el autor para dar sus golpes de efecto, y siento nostalgia de mi época de lector ingenuo, en que me dejaba arrastrar por el vendaval de la historia sin saber cómo se origina un huracán.

Hace unos años, una alumna a la que le había recomendado Cien años de soledad me dijo al acabarla:

—Es el mejor libro que he leído en mi vida, pero no sé por qué.

Me pareció un veredicto maravilloso, ese enamoramiento que desconoce la causa del amor. Era una forma de querer más límpida e incondicional que la mía, porque yo sí sé por qué Cien años de soledad es uno de los mejores libros que he leído, y así —aun a riesgo de quebrar su inocencia— se lo dije:

—Es por la música.

Porque el nieto de don José no sabrá lo que es una escala, ni un acorde, ni un arpegio, pero sí que hay un arte melódico para el que está especialmente dotado: la música de las palabras.

En los últimos tiempos, se ha sumado a la literatura otra esfera en la lista de las ingenuidades perdidas: se trata de la elegancia indumentaria. Antes, los hombres estilosamente ataviados estaban envueltos en un halo embriagador que ejercía sobre mí todo el poder de su embrujo. Eran rutilantes, portentosos, olímpicos. Poseían un talento divino vedado al común de los mortales. Eran alquimistas de la distinción, taumaturgos de la elegancia. Hoy, en cambio, los observo de un modo distinto porque ya conozco las fórmulas de sus grimorios. Sigo sintiendo admiración por el hombre elegante, pero ahora sé exactamente por qué lo admiro, lo cual es una forma de admirarlo con menos intensidad.

"Pienso en cómo me habría embelesado ese abrigo en otro tiempo, antes de que la magia cediese terreno a la ciencia"

La fascinación ingenua de entonces se ha transmutado en un desapasionado ejercicio de disección, y escudriño cada detalle del hombre que tengo enfrente para poder fundamentar mi veredicto de culpable o inocente (es decir, de vulgar o elegante): el nudo y el ancho de la corbata, el cuello de la camisa, la forma de las solapas, la disposición del pañuelo de bolsillo, el corte de las prendas, el largo del pantalón, el modelo de zapatos, la combinación de colores y texturas, o la calidad de los tejidos. Este último punto en particular ha devenido en obsesión, y no solo trato de inquirir si los materiales son naturales o sintéticos (lo cual resulta evidente a simple vista), sino que he llegado al extremo de calcular porcentajes en los tejidos de mezcla.

Hace unos meses, en una tienda de ropa, quise confirmar mi capacidad pericial con un abrigo cruzado, pero, por mucho que la buscaba, la etiqueta no aparecía por ningún sitio. El que sí apareció fue el dependiente, quien, con un tono altivo, me preguntó:

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Solo quería saber la composición del tejido —le dije—, aunque supongo que será un 90% de lana y un 10% de cachemir.

—No, no es esa composición —me espetó, con tanta seguridad que me hizo dudar. De lo que no dudé fue de lo mal que me caía el tipo.

Finalmente, apareció la dichosa etiqueta y se la enseñé al dependiente: 90% de lana y 10% de cachemir. Y ahí se quedó con el abrigo, por imbécil.

Estas pequeñas victorias conllevan, sin embargo, el progresivo desvanecimiento de los misterios, los cuales nos vuelven la vida menos comprensible, pero mucho más palpitante. Pienso en cómo me habría embelesado ese abrigo en otro tiempo, antes de que la magia cediese terreno a la ciencia, y añoro la época en que elegancia significaba tan solo belleza.

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