Juan José Millás: «Querer demasiado casi es una condición inevitable para fracasar»
Juan José Millás (Valencia, 1946) es puro rock and roll. Lleva una chupa y gafas de rock, como cantaban Burning en Esto es un atraco («chupa de cuero y gafas de rock... ¡Guau! Me siento mejor»). En las entrevistas, Millás es espontáneo, hay quien diría «impredecible», como Lou Reed promocionando Rock n Roll Animal. La entrada Juan José Millás: «Querer demasiado casi es una condición inevitable para fracasar» aparece primero en Zenda.

Juan José Millás (Valencia, 1946) es puro rock and roll. Lleva una chupa y gafas de rock, como cantaban Burning en “Esto es un atraco” («chupa de cuero y gafas de rock… ¡Guau! Me siento mejor»). En las entrevistas, Millás es espontáneo, hay quien diría «impredecible», como Lou Reed promocionando Rock n Roll Animal. En el caso del escritor español, se encuentra departiendo sobre su nuevo título, Ese imbécil va a escribir una novela (Alfaguara, 2025), en la suite de un hotel del centro de Madrid.
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—¿Por qué dice ser un gilipollas?
—Era un modo un poco humorístico de determinar una cosa que parecía muy grave. Creo recordar que estaba hablando de alguna inhabilidad del ser humano. Si tienes poca tolerancia al dolor, eres más vulnerable todavía, más fácil de herir. Vulnerable viene del latín vulnus, que significa herida. Es una palabra muy bonita. Por lo tanto, vulnerable es tener capacidad para sufrir. Total, todo eso estaba dando como resultado una cosa de una gravedad excesiva, que resolví diciendo que era un gilipollas.
—¿Qué pensará su redactora jefa de usted?
—¿Mi redactora jefa? Pues se lo tendrías que preguntar a ella. No tengo ni idea de lo que piensa de mí. Yo he sido un colaborador bueno, obediente, porque sé lo antipáticos que resultan los colaboradores problemáticos en los periódicos, y sé lo que se piensa de ellos en las redacciones. Entonces, yo siempre he sido un colaborador muy obediente. Incluso cuando no estaba de acuerdo con el enfoque de algo que estábamos haciendo, siempre he negociado. Espero que mi redactora jefa piense que soy una persona muy tratable.
—¿Qué se piensa en las redacciones de los colaboradores que protestan?
—Que son unos gilipollas. Generalmente en las redacciones se está trabajando a velocidades de vértigo, y que de repente llegue un exquisito pidiendo cosas imposibles, haciéndose el mejor de todos, pues se piensa que es un gilipollas.
—En su libro, cuando aparece la figura de Alberto, su hermano alternativo, se sitúa el ensayo por encima de la novela. Teniendo en cuenta que la historia comienza por un encargo periodístico, ¿en qué lugar sitúa usted el reportaje?
—El ensayo está ahí para alguna gente que, por suerte y por desgracia, suelen ser los que marcan el gusto por encima de la novela. Pero el reportaje no juega en esa liga. Desde mi punto de vista, el reportaje es un género maravilloso, porque reúne lo mejor del cuento y lo mejor del periodismo. Tú en un reportaje no puedes inventar nada, no puedes decir de alguien que llevaba bigote si no ha llevado bigote. Todo lo que cuentas tienes que haberlo visto o escuchado. Y en eso se diferencia del cuento, porque tú en el cuento puedes inventar. Ahora bien, el modo en el que seleccionas y articulas los materiales es idéntico al modo en que seleccionas y articulas los materiales en un cuento. La única diferencia es que tú no te puedes inventar nada.
—Dice que hay veces en las que se emociona con un tema y a las dos horas ve que es una tontería que no vale para nada. ¿Le pasa mucho?
—No diría que pasa mucho, pero sí de vez en cuando. Pillas una idea, un tema, y dices: «¡Esto es maravilloso!» Pero al día siguiente despiertas y piensas que es una tontería. Esto es lo que los guionistas de los programas de entretenimiento llaman «el chiste del guionista». Es decir, el chiste que solamente hace gracia al guionista. Pues con algunos reportajes puede pasar algo parecido, como cuando a lo mejor un día estás muy creativo, igual que la gente que escribe fumando un canuto, bajo los efectos del hachís o del alcohol. Yo he sido fumador de hachís muchos años, y me pasaba: pensaba que algo que había escrito era buenísimo y al día siguiente por la mañana, bien fresco, decía: «¡Dios mío!». Pasan tantas cosas por tu cabeza que muchas de ellas son tonterías. Pero a veces en una tontería hay un buen reportaje. Esto que estamos hablando tiene una ambigüedad enorme. Esta mañana comentaba con un compañero tuyo que cuando hablamos de hacer un gran reportaje, muchas veces pensamos que consiste en irse a la Patagonia y hablar con no sé quién, cuando a veces un reportaje grande sale de una cosa muy cotidiana, mínima, de todos los días. La cuestión es que tengas mirada, elegir el punto de vista adecuado, porque el punto de vista es el lugar que elegimos para mirar algo. ¿Te has dado cuenta de que nada más sentarnos te he dicho que me cambiaras el sitio? Porque yo he elegido este punto de vista esta mañana y es en el que me encuentro a gusto. El punto de vista físico si no es una metáfora de un punto de vista moral no vale para nada. Esto en la escritura es fundamental. No hay tema pequeño si sabes colocarte en el punto de vista adecuado.
—¿Qué punto de vista tuvo cuando se metió dentro del confesionario, como sucede en su obra?
—Evidentemente, el que está en el confesionario está en el lugar del poder. Hace poco hubo una noticia que era muy graciosa, pero algo muy dramático. Creo que debía ser verdad, porque recuerdo que era en el periódico. El juez Juan Carlos Peinado fue a entrevistar a Moncloa al ministro de Justicia, Félix Bolaños, y pidió una tarima. Esto es cojonudo. ¿Por qué? Porque él no sabe interrogar a nadie si no es desde una tarima. Es decir, si no está medio metro más alto que el interrogado. Es acojonante, pero ejemplifica muy bien lo que está ocurriendo. O sea, que un juez llegue a interrogar a un testigo, a un sitio, y pida una tarima, porque si no, no sabe cómo interrogar… es un punto de vista esclerotizado; para él, esa mirada que va de arriba a abajo es la mirada del poder. Y él, para interrogar a un testigo, tiene que sentir que es más poderoso.
—¿Hay un Juan José Millás alternativo en Ese imbécil va a escribir una novela?
—En este caso hay un alter ego, que está representado precisamente por Alberto. Y Alberto es un personaje de la novela que en cierto modo representa el alter ego de otro, que es Juan José Millás, del mismo modo que Juan José Millás representa el alter ego de Alberto.
—¿Y Serafín?
—Serafín es otro personaje que anda por ahí. No sabría decirte exactamente qué papel representa de un modo tan claro como estos alter egos, porque yo no soy un teórico de mi novela. No tengo nada teorizado todavía.
—¿Teoriza sus novelas?
—No. He empezado la promoción hoy y todavía no tengo discurso sobre esta novela.
—¿Pero sí sobre las anteriores?
—Sobre las anteriores lo construí en su momento. Cuando tú terminas una novela sabes poco de ella, porque has escrito desde el subconsciente fundamentalmente. Ahí hay una combinación muy curiosa entre el subconsciente y luego un elemento de raciocinio que te ayuda a organizar los materiales que te proporciona el subconsciente, porque eso tiene que estar bien articulado. Pero no sabes mucho de la novela. Entonces empiezas a hacer entrevistas, y a medida que vas haciendo entrevistas vas averiguando cosas de la novela. En parte porque te las explica el que te entrevista. Y en parte porque tú al hablar vas descubriendo cosas.
—¿En qué punto se encuentra ahora?
—A medio discurso. El drama de esto es que cuando tienes hechos los discursos sobre la novela es cuando se acaba la promoción.
—¿Por qué ocurre lo del calabacín en la novela?
—Pues ocurre. No lo sé. Surgió y punto. No lo sé todavía, a lo mejor mañana sí. Me quedan tres entrevistas.
—Subyace en el libro el asunto de las puertas: las del banco de su barrio, las de la casa de Alberto… Y al final hace una reflexión, diciendo que su puerta es la de atrás, la de servicio. ¿Por qué?
—Porque los pobres y las puertas de servicio estamos hermanados. Si tú has sido pobre, instintivamente irás a la puerta de servicio, incluso aunque llegues a ser rico.
—¿Llama a la puerta antes de entrar?
—Depende. En algunas sí y en algunas no.
—¿En cuáles sí?
—En todas aquellas en las que —entiendo— no son habitaciones mías, en las que por una cuestión de respeto debo llamar. La puerta tiene una carga simbólica muy grande, es uno de los grandes inventos de la humanidad, y las hay de todas las clases. La puerta aquí cumple un papel simbólico muy importante, entre otras cosas, porque la abundancia de puertas en el mundo es incalculable, y no creo que haya nadie que sea capaz de calcular cuántas hay en el mundo, porque serán miles de millones. Muchas veces tengo la impresión de que de todas ellas ninguna es la buena, ninguna es aquella que me conduciría al sitio que busco, porque cada vez que abrimos una puerta buscamos un sitio. Pero ninguna de las puertas que yo he abierto en mi vida ha dado al sitio que busco.
—¿Ninguna?
—Ninguna. Ha habido muchas que han dado a un sitio estupendo, pero que dé al sitio que busco ninguna. Me ha pasado toda la vida. He abierto muchas puertas, como todo el mundo, pero ninguna me ha llevado al sitio deseado.
—De niño, a usted le llamaba la atención que el banco tuviera dos puertas.
—Es que de pequeño las puertas llaman mucho más la atención. La puerta del dormitorio de los padres, por ejemplo, detrás de la cual se escuchan ruidos, gemidos… Ya de mayores nos acostumbramos a las puertas, pero yo no me acostumbraba a ellas. A mí me sorprende que ésta sea corredera (dice señalando en dirección al dormitorio).
—¿Por qué?
—Porque no hay tantas puertas correderas. Imagínate las puertas giratorias.
—¿Por qué le parece curiosa la gente normal?
—Porque es rara. Porque ser normal es muy raro. Yo he propuesto a veces de broma un reality que consistiera en encontrar a la persona más normal de España. Se haría un casting, primero, por autonomías. Y luego, las personas más normales de esas autonomías competirían por ver quién es la más normal de España.
—¿Cree que ha decepcionado a «ese hombre» del banco que le dijo de niño que usted tenía cara de escritor?
—Creo que uno siempre tiene en la cabeza, implícita o específicamente, a alguien a quien no quiere decepcionar. Yo no sé si he satisfecho a esa persona que tenía en mi cabeza, pero ahora no me importa mucho. Me importa más por lo que significa literariamente y por lo que significa este juego curioso de los seres humanos, que nos instalamos en el mundo como si hubiera que hacer algo, como si tuviéramos un propósito. Y no hay propósito. Eso hay que sobrellevarlo, porque a veces incluso siendo consciente de que no hay propósito, no cejamos en el empeño.
—Como dice Don Draper en Mad Men, ¿somos defectuosos porque queremos demasiado?
—Es una buena frase. Querer demasiado casi es una condición inevitable para fracasar. Esta mañana recordaba con no sé quién una frase de Don Draper también que es buenísima. Está escribiendo una especie de diario y lo primero que dice es: «Cuando un hombre entra en una habitación, toda su vida entra en ella». Buenísima.
—¿Qué quiere ahora usted?
—Que no me caiga una teja en la cabeza cuando salgamos del hotel.
—¿Está cerrando un círculo?
—Yo creo que ese personaje que me representa en la novela cierra varios. Sí, estoy en una etapa de la vida en la que se deben cerrar círculos, ajustar cuentas, pero no en el sentido malo de la palabra, sino como de examen de conciencia.
—Cuando usted se examina, ¿se aprueba?
—Eso es muy privado.
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