Vida triste del conferenciante de provincias
He conocido a concejales y técnicos de cultura de pueblos pequeños que se desviven por divulgar las conferencias con carteles y entrevistas en la radio comarcal. Otros que asignan la pasta y se echan a dormir. Literal. Llegué a un pueblecito de trescientos habitantes en lo alto de una montaña guipuzcoana, me encontré con la... Leer más La entrada Vida triste del conferenciante de provincias aparece primero en Zenda.

Dos factores suelen arruinar mis charlas y presentaciones de libros: el sol (“con el día tan bueno que hace, claro, no ha venido nadie”) y la lluvia (“con el día tan malo que hace, claro, no ha venido nadie”). Hace veinte años, en un sábado de nubes en su punto justo, viajé hasta un pueblo escondido en los pliegues más remotos del Pirineo navarro y, nada más llegar, dos mujeres me revelaron un tercer factor: “Ay, mi chico, no sé si va a venir mucha gente: es que dan el Osasuna-Real Madrid por la tele”. Asistieron ellas dos y tres mujeres más. Ningún hombre. En cualquier caso, representaban el 4,5% de la población. Bueno, si yo alguna vez consiguiera atraer a esa proporción en Donostia, serían 8.235 personas y necesitaría alquilar la plaza de toros.
He conocido a concejales y técnicos de cultura de pueblos pequeños que se desviven por divulgar las conferencias con carteles y entrevistas en la radio comarcal. Otros que asignan la pasta y se echan a dormir. Literal. Llegué a un pueblecito de trescientos habitantes en lo alto de una montaña guipuzcoana, me encontré con la casa de cultura cerrada, pregunté en el bar, el camarero me dio las llaves para que abriera la casa yo mismo y me indicó la casa del concejal: “Tú toca el timbre, que está echando la siesta, pero toca fuerte, que ese no se despierta ni con un terremoto”. Pulsé el timbre dos veces con timidez, luego otras tres con audacia creciente, espoleado por la alta misión que me habían encomendado como difusor de la cultura, hasta que el concejal abrió bostezando con los pantalones desabrochados. “Ah, perdona, tú eres el de la charla del surf en Indonesia, ¿no?”. Entró al bar, arrancó a cuatro paisanos de su partida de mus, los arrastró a la casa de cultura y allí me puse a hablarles de los caravaneros de la sal en el Cuerno de África.
El camino del conferenciante de provincias está jalonado de modestos desastres. En una pequeña ciudad de la costa guipuzcoana, solo tres señoras vinieron a escucharme; nada más empezar, dos de ellas cuchichearon entre sí, se levantaron y se marcharon porque se habían equivocado de conferencia. La librería de una capital me pagó por ir a dar una charla a la que no asistió nadie; como a esa hora jugaba el acaparador equipo de fútbol local, me ofrecí a volver otro día y por supuesto nunca me llamaron. En otro pueblo, tras una emotiva conferencia sobre las familias mineras de Bolivia, un señor me hizo el único comentario: “Para ser un viajero, tienes los pelos mejor de lo que esperaba”.
Ninguno de estos fracasos desalentará jamás a los responsables de comunicación de casas de cultura, editoriales y librerías, porque siempre encontrarán la manera de mostrar el acto en las redes sociales como un éxito de convocatoria: sacarán la foto justo detrás de las cinco o siete cabezas de los únicos asistentes, recortando la desolación sahariana de las sillas vacías; o escribirán una versión maravillosamente editada de la realidad. Pocas tan habilidosas como la de aquella institución cultural que organizó una mesa redonda en Donostia sobre literatura de viajes. Acudieron cuatro ponentes (cuatro), tres miembros de la organización (tres) y dos oyentes (solo dos): el difunto Txillardegi y yo. La institución publicó una nota que glosaba la mesa redonda y terminaba con esta verdad impecable: “Entre los oyentes había escritores como Txillardegi y Ander Izagirre”.
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