Bielas y foudres: Trenes de vino como exaltación liberal española
Así las cosas, nos subimos al tren con el protagonista de esta crónica, que no es otro que don José Díez Imbrechts, un liberal tan convencido de sus ideas como de la necesidad de estimular sus inversiones sorteando coyunturas que bailaban al son de políticas absolutistas, como las de Fernando VII, y de soplos más favorables... Leer más La entrada Bielas y foudres: Trenes de vino como exaltación liberal española aparece primero en Zenda.

Al tren, en España, se le espera bien tomando café, bien tomando un vino. Diría, de hecho, que más lo segundo, porque si escudriñamos en su historia recorriendo raíles y paisajes hacia el pasado, llegaríamos nada menos que a la campiña gaditana, una vega de pardos y esmeraldas regados por una actividad humana que, como diría el geógrafo Antonio Miguel Bernal, siempre fue “intrínsecamente hidráulica y marcadamente viajera”. Allí, en el Puerto de Santa María, yema metropolitana de las bodegas andaluzas, se gestó nuestro ferrocarril. Dicho con otras palabras y mayor literatura: las circunstancias y el carácter emprendedor de la zona dieron forma al proyecto, aun a pesar de que, como bien es sabido, el “caballo de hierro” comenzó a circular resueltamente en ultramar, alegremente en Mataró y cortesanamente en Aranjuez.

Jerez: exterior de la iglesia de Santiago, por David Roberts
Nos encontramos en el siglo XIX. La que fuera, otrora, cuna de la Ilustración, Cádiz, se encontraba en esos días sacudida por las independencias americanas. Sin embargo, andando los meses, durante la década de los veinte, la ciudad había obtenido una ventajosa contraparte sobrevenida de aquellas guerras civiles, al integrar en las comarcas del campo de Jerez y su bahía a un gran número de burgueses exiliados. De tal modo, llegaron a Sanlúcar de Barrameda, el Puerto de Santa María, Chipiona, Rota o Trebujena múltiples comunidades de novohispanos que contribuyeron a crear un robusto entorno mercantil, maya empresarial cuyo grueso, además de una robusta industria textil, se compuso de abundantes bodegas que mediando los años treinta habían visto su demanda ampliamente superada. Causa de ello fue, igualmente, el hecho de que la Tacita de Plata hubiera logrado el título de puerto franco en 1829, una consideración legislativa que dinamizó, con mucho, la exportación de vino procedente de Jerez con rumbo a Inglaterra. Y hete aquí la cuestión: ¿cómo salvar la distancia desde los almacenes hasta los muelles de embarque? Lo habitual entonces era que cada bodega cubriera la ruta en carros de bueyes hasta la ribera del río Guadalete para, desde allí, descender en pataches o pequeños vapores hasta El Puerto de Santa María. El trecho tenía un coste de 48 reales, a los que se sumaban 35 chelines por cada bota de 30 arrobas que tuviera como destino Londres; el 85% de la producción vendida en aquel momento entre vinos de crianza y el famoso cheap sherry. Estos datos, traducidos a cristiano, vienen a significar que el asunto era bastante oneroso. Pero ante la adversidad llega el remedio. Bueno, eso parecía. Por esas fechas el Estado lanzó una concesión de privilegios por invención, mejora o introducción de maquinarias en España que Imbrechts solicitó y le fue concedida. ¿La idea? Construir y gestionar una línea de ferrocarril cuya extensión pudiera paliar el tiempo y el gravamen que asumían las bodegas. Y como el negocio imprime vértigo, el ya promotor Imbrechts grabó cientos de copias de la concesión para dar cobertura mediática al proyecto con el claro objetivo de suscribir accionistas. Los folletos tenían una marcada identidad visual. En ellos se veía a la sugerente locomotora británica John Blenkinshop —cuya primera serie se llamó, curiosamente, “Salamanca”— rodeada por una cita que remarcaba la ineludible necesidad de apostar por el futuro. El caso es que la publicidad salió a pedir de boca, porque nuestro entusiasta visionario logró la adhesión de un nutrido grupo de financieros, miembros todos ellos de la Real Sociedad Económica Gaditana. El capital aportado por este ateneo fue seguido de un informe concluyente que generó un goteo de accionistas entre los que llegó a encontrarse, alucinad, ¡el propio Fernando VII! En efecto: el rey, que tan absoluto no fue en sus años finales, participó del proyecto, haciéndose con 25 acciones. Nada mal, desde luego, porque la implicación regia atrajo otras entidades, entre las cuales estuvo el propio Ayuntamiento de Cádiz, que se sumó a la empresa cuando los pareceres del prestigioso ingeniero Agustín de Larramendi ratificaron la viabilidad del enfoque. Cuando todo parecía tomar cuerpo y casi se podía escuchar el silbato del tren tuvo que venir el consistorio jerezano a aguar la fiesta, dando el revés más improbable de todos los que cabría encajar. La concesión caducó, y con ello la prometedora sociedad mercantil se quedó en vía muerta.

Panorámica de Cádiz, por Rubén de Luis
Marcelino Calero y Portocarrero, otro liberal de libro —nunca mejor dicho, pues había sido dueño de una imprenta en Goswell Road, Londres—, fue quien cogió el testigo de esta aventura tras obtener en 1830 el privilegio exclusivo para el establecimiento a 25 años vista del trazado con el que soñó antes Imbrechts. La línea se llamaría esta vez Camino de Hierro de la Reina María Cristina y sería algo más ambiciosa, en atención a que fue el propio Calero quien, poco antes, estudió la implantación del ferrocarril en Cuba. Seguro de su éxito, Marcelino incluso llegó a importar una locomotora desde Inglaterra para exponerla en el espacio más señero de Cádiz. Pero ni con esas. Y en esta ocasión no fueron los números —cuatro millones de reales de inversión compensados por un beneficio líquido anual de 600.000—, sino el hecho de que el nuevo promotor buscara a toda costa que la línea llegase a Rota mientras la junta administrativa defendía con uñas y dientes que la estación término continuara siendo el Puerto de Santa María. Con estos mimbres, algo de desesperanza y mucho de especulación al serle transferido el consorcio a Francisco María Fassio, llegamos a Luis Gonzaga Díez y Fernández de la Somera quien, caprichos del destino, resulta ser el hijo de Imbrechts. Con él llegó, ¡por fin!, el ferrocarril a Cádiz. Habían pasado más de 20 años —qué lidia, señores—, pero ahí estaba: dando cadencia al vapor, con el trueno y el hierro empujando, ya no cubas de roble viejo, sino pasajeros a bordo. Eso sí, las diferentes peripecias que hemos recorrido despojaron al trazado andaluz de ser el pionero en la tracción española, aunque con toda seguridad —añado— nunca habrá otro tren, tan liberal y tan absoluto, que esté a la altura de brindar con buenos vinos, el uno fino y el otro amontillado. De uva palomino, por descontado.
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