Violeta Niebla, la dueña de cinco mil y un secretos
Foto de portada: Helena Alarcón. Una cuarta planta sin ascensor. Es la última, como un nivel desbloqueado si solo aceptas las condiciones de jugar. Antes de girar la última esquina de la escalera, un cartel blanco de luz fría revela algunos trozos de fiso y avisa: “A veces pienso que la calle es mía y... Leer más La entrada Violeta Niebla, la dueña de cinco mil y un secretos aparece primero en Zenda.

Foto de portada: Helena Alarcón.
En casa de Violeta Niebla hay más guiños que ojos, las paredes están hechas de libros y el pan es de hormigón. Y si entra en crisis o tiene tiempo libre, que a veces es peor, en vez de teñirse el pelo, tumba un tabique.
La barra de la cocina es su estand, y al otro lado prepara la cafetera italiana de tono rosa. El café ya ha filtrado y el género ha fluido.
En su último sueño ha aparecido su ex. Y es recurrente. Violeta suele soñar con lo que no tiene. Con gente que ya no está, o con gente que ya no le habla. Su abuela está en su libro Compro oro, en la barra de mármol de la cocina. También en el anillo de su dedo con forma de herradura dorada y un pequeño circulito verde incrustado. Venía de un maletín de una mujer de los 90 y ha acabado en el dedo anular de la artista.
El resumen anual de Spotify es la carta astral de la música y Violeta tiene el podcast Criminopatía en el solar y Sen Senra en el lunar. Pero más cerca tiene un lunar en su extremo izquierdo del labio, como un punto y final. La sobreexposición que acaba de hacer de sí misma la tiene “riendo en la cocina”, como en Recorrerte, de Sen Senra. A sus espaldas, la pared de pequeños azulejos cuadrados amarillos se asemeja a un mural de post-its desencajados, en el que parece que vas a poder anotar algo y ponerlo de vuelta.
Su libro Yo soy la fuente es íntegro de fotografía. Se trata de 342 páginas de fotogramas de personas en el momento exacto de pedir un deseo. Desde el primer cuerpo, que tiene 101 años, hasta el último, con 3. Ella es el canal, el método, la fuente. Asume con picardía que el título le parecía una provocación. Pero no es solo la fuente de los deseos, también acumula secretos. En 2013 hizo una misa poética en La Térmica y volvió a casa con 200 confesiones anónimas escritas en tiras de papel, abriéndolas como si se trataran de galletas de la mala suerte. Hoy ya tiene cerca de 5.000.
Violeta lo llevó al siguiente plano y escarbó con punzones aquellas revelaciones en paredes blancas, hasta que “vandalizaron” su obra. Los estudiantes inscribieron más secretos a mano, a rotulador y a boli. Y la obra permaneció viva durante varios días. Ella estaba harta de colgar fotos y que la gente las mirara como espectadores. Pegando su cara a la pared amarilla de la cocina y extendiendo las palmas, ilustra que todo el mundo estaba “castigado” en su propia cárcel de secretos.
La escritora funciona de confesionario, y no solo por haberse educado en un colegio de monjas. Su personalidad más bien introvertida asoma en los dedos de las manos que aprietan el puño de las mangas del jersey de algodón naranja.
Y a todos esos traumas de la infancia los acabó ahogando en forma de monja Guillermina en un juego de rol. La más mala, la que le pegaba en el cole. El destino de todos estos recuerdos solo podía ser una bañera ensangrentada imaginaria.
Los límites no encajan con ella, ni el contador de palabras de Word ni los horarios de oficina de lunes a viernes. Ella funciona en casa, junto a su perro Rómulo. En la moto, piensa la mayoría de sus versos. Su cuerpo es más vulnerable y se imagina en un caballo, en el mar o en el aire. Para ella la moto es como un género fluido, puede ser muchas cosas porque allá donde tú apuntes la imaginación, vas. Lo único que le gusta automático es el piloto, porque la palabra fingir no sale en sus poemas. Es productora y directora de un rodaje en su mente que se estrena para todos los públicos, o no, el cual se estimula encima del vehículo.
Y no solo apunta a la imaginación. Violeta tiene una pistola y está federada en tiro olímpico. Tiene el ojo fino que según ella hace falta para ver la poesía y es importante estar en segundo plano cuando todo está en escena. Y el espacio para no ser nadie lo comparte con Rómulo cuando lo pasea todos los días.
En el parque de perros es anónima, es “la de Rómulo”. Para ella, es un lugar de tránsito donde simplemente está deambulando junto a su compañero animal. El jardinero, el del aparcamiento y el de mantenimiento del cementerio de al lado de su casa lo testifican. Rómulo huele todas las esquinas, juega con otros perros, hace sus cosas, y ella también. “Es como una lavadora mental”, dicta tranquila Violeta.
—¿En qué mides el paso del tiempo?
—Guau, qué difícil. ¿Cómo lo mido? —se interroga mientras adhiere las palmas de sus manos. Un rosario imaginario le envuelve las manos como un lazo, o unos grilletes, y cada cuenta de la ristra esconde una respuesta—. Bueno, pues hay varias fórmulas de medirlo. Lo primero que se me ha venido a la mente son cosas que no tengo. Estoy reflexionando que he tenido dos perras y un perro. Creo que una buena forma de medir la vida son las perras y los perros que están pasando por mí. Son como los poemas, ¿no? Como también podría ser la poesía una forma de medir el tiempo. La poesía me tiene que salir sola y va también tan lenta como la vida de un perro, o tan rápido que el perro la multiplica por siete. Me pasa eso, que los poemas van naciendo muy solos.
Violeta teoriza sobre la época en la que ha nacido y admite pícara que una parte de ella es muy victoriana. El lustre de la perla, de Sarah Waters, eleva su cuerpo y su boca hacia arriba, uno de sus libros de referencia. Para ella, un correo de trabajo es lo más parecido a la correspondencia victoriana, y enseña curiosa los mails que se intercambia con una editora. “Querida Violeta…”, lee detrás de su flequillo de rizos amarronado. Si fuera por ella, no existirían los grupos de WhatsApp incendiarios y las espesas notas de voz. “Escribir cartas es muy lésbico”, sella la artista.
Cualquiera diría que Violeta es sensible, e irónicamente el único sitio donde no lo es es en su cabeza. Porque las terminaciones nerviosas efectivamente terminaron cuando la arrolló un coche en 2021. Sus dedos trazan la parte de atrás de su cabeza como si se tratara de una pequeña columna vertebral, revelando que se le abrió el cráneo en el accidente. Boca abajo en el asfalto, vio un gran charco de sangre bajo su cuerpo, y sus dedos parece que tocan seda pero su rostro transmite la tensión de hace tres años, en la que solo había sangre muy muy densa. Y así de tranquila admite que las palabras que burbujeaban en el plasma rojo eran: “Pues ya está, me voy a morir”.
Aun habiendo vivido, o muerto, en esta experiencia, no duda ante la pregunta de qué mancha más las manos, si la sangre, el dinero o la culpa. La última es la que más ha agujereado en ella desde pequeña, ya sea por la religión católica, que le puso sus primeros clavos, o por haber sido toda su vida una persona disidente.
Violeta se descubre egoísta al admitir en voz alta que, si todos tenemos un milagro en nuestra vida, ella no lo ha gastado. De la misma manera, el aliento la contiene a ella al cuestionarse si ama tanto al arte como para hacer lo que sea necesario. Tras la pausa, traga saliva y encierra sus puños para afirmar que ama tanto al arte como para hacer cualquier cosa para sí misma, egoístamente, otra vez. Su trabajo no lo va a regalar.
Para Violeta el trabajo de campo tiene un significado mucho más preciso, y es que su proyecto más reciente no es un libro, ni un bolo, ni una exposición de fotos. Es una casa en el campo junto a su pareja, Alessandra. Proyecta esta imagen rural desde la cocina de su piso en la ciudad, que también es bastante atípico.
La habitación de ambas aguarda una cama doble con una balda blanca en el lado derecho, que sujeta un proyector apuntando a la pared de enfrente. Las columnas del cuarto están hechas de montones de libros a ras del suelo. Violeta confiesa que son tan solo sus últimas lecturas, y la mesita de noche izquierda abarrotada de más obras chilla el nombre de su dueña.
Aunque no crea en ninguna religión, tiene fe ciega en sí misma porque el mismo suelo que está pisando lo ha trabajado sin ayuda de nadie. No tiene ascensor en su bloque, vive en un barrio humilde y el piso no es nuevo, pero es mucho. Piensa que su madre la tenía a ella y que podía relajarse porque sabía que si se caía, Violeta la recogería, pero ella siempre concibe que no la va a salvar nadie.
En la pared de la entrada hay varios vinilos falsos con fotos de cuerpos y de terrazas. En uno de ellos se lee “El borde”, el lugar donde le dieron una residencia en Lima, Perú. Su segundo perro, Charco, es el primero en saludar al entrar en la casa, en forma de un gran póster que ocupa toda la pared central del salón. Charco acompañó desde 2008 a Violeta, en la vida y en el espectro, ya que también era un ser queer. Charco era hembra pero Violeta aún entona cómo defendía el verdadero nombre de su perra, en género masculino.
A la hora de abandonar aquel cuarto piso, la puerta tampoco es normativa. Sobre el marco de madera se sitúa un letrero verde de salida, en el que pone “Exist”, un guiño al verso “Please, exist” de su primer poemario, No serás mi baby. La luz verde se ilumina como una salida de emergencias real, en el que el contador avisa del último guiño del scape room poético de Violeta.
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