Una película americana
[5 – 18 de mayo] Para que nada cambie, incluso desayunas cada día exactamente lo mismo. Lo único distinto es la cena. El momento en que entra un poco de realidad. Rita, la cocinera, os prepara cada tarde algo nuevo. Algo rico y sano. Estás comiendo mejor que en casa. También a ella la vas... Leer más La entrada Una película americana aparece primero en Zenda.

[5 – 18 de mayo]
Los días en Art Omi son todos iguales. Por eso el tiempo pasa lento y rápido a la vez. Te despiertas a las seis, te haces un café cargado, escribes hasta las once, das un pequeño paseo, desayunas/almuerzas en Ledig House, regresas a la habitación, continúas escribiendo, estiras la espalda, tomas un tentempié, escribes un poco más, lees un rato, te tumbas veinte minutos, te duchas, cenas a las siete con el resto de las residentes, vuelves a la habitación a las nueve, lees un poco y te acuestas antes de las once. Así prácticamente todos los días. Sin estrés, sin preocupaciones, más allá de las propias de la novela que estás escribiendo. Podrías vivir en ese bucle toda la vida.
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Te gustaría hacer una inmersión total en el inglés. Te trajiste varias novelas y pódcast en inglés. Es lo que deberías hacer, te dices. Mejorar el idioma. Pero no has venido aquí a aprender una lengua. Para escribir, tu cabeza necesita el español. El ritmo del lenguaje. La voz, las palabras, la cadencia. Por eso estás dividido. Entre el inglés que tratas de hablar con los demás y el español que lees, escribes y piensas cuando estás solo.
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El martes te quedas unos minutos hipnotizado por un pequeño ciervo que pasta cerca del jardín. Te acercas y, al oír tus pasos, gira la cabeza y te mira fijamente. Os sostenéis la mirada durante varios segundos. Hay algo inquietante en sus ojos oscuros, como si te reconociera, como si leyera los pensamientos que el resto no puede leer. Eres tú quien, intimidado, al final gira la cabeza. Y al volver a mirar, ha desaparecido. Lo buscas, pero se ha perdido entre los árboles. Te quedas todo el día dándole vueltas a esa mirada oscura y profunda.
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El jueves, fumata blanca en el Vaticano. Nuevo papa. Un norteamericano, comentas a las residentes que te encuentras mientras preparas el almuerzo. Le dan la importancia justa. Prácticamente la misma que ahora le das tú. No puedes evitar compararlo con la cobertura de la noticia en España. Momento histórico, dicen en todos los canales. Aquí, en este lugar retirado del mundo, no parece haber hitos. Todo continúa en el mismo lugar. Nada altera la rutina.
Por la noche, alguien propone salir a un karaoke. En otro momento habrías dicho que sí sin pensarlo. Pero necesitas mantener la inercia. Has conseguido una velocidad de crucero en la escritura y no quieres arruinarla por una resaca. Te acuestas algo apesadumbrado, con la sensación de haberte perdido algo curioso —un karaoke de pueblo americano—. Pero a las seis te despiertas, te sientas al ordenador y, en unas horas, logras cerrar otro capítulo de la novela. Agradeces entonces no haber ido. La rutina ha ganado la partida.
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Terminas de leer Victoria, de James Lasdun. Es lo primero que lees de este escritor inglés afincado en Estados Unidos. Dos novelas cortas, Gloria emplumada y La siesta del fauno, reunidas en un mismo volumen. Te interesa especialmente la segunda, una vuelta de tuerca al #MeToo y a la cuestión de las diversas versiones e interpretaciones de una agresión sexual. Los diálogos son brillantes y tomas nota para la novela que estás escribiendo. Algunas escenas tienen mucho que ver con lo que Lasdun describe, especialmente el problema de la memoria: cómo los recuerdos no son fiables y el pasado, lejos de estar fijado para siempre en la historia, se encuentra en movimiento constante y siempre es alterado por el presente.
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Te levantas parte de los días con un dolor agudo que se extiende por toda la espalda. La cama no es incómoda, pero no es la tuya. Te está costando también acostumbrarte a la almohada. Ocurre lo mismo con la silla en la que te sientas para escribir. Es cómoda, pero no acabas de encontrar la postura. O quizá simplemente sea que pasas la mayor parte del día sentado, frente al cuaderno y al ordenador.
Después de algunos estiramientos y un paseo de una hora por el parque de esculturas, algo se calma. Pero echas de menos a tu fisio. Una sesión no te vendría mal.
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El sábado es día de la Public Reading. Los residentes leéis un fragmento de vuestra obra en un evento abierto al público. Art Omi está en mitad de ninguna parte, y pensabas que un sábado por la tarde no iba a acudir nadie. Pero la sala se llena de gente que ha venido en coche desde los pueblos vecinos e incluso desde Nueva York. Al ver la sala repleta, te entran los nervios. Has pasado parte de la semana ensayando, pero tu inglés sigue siendo un desastre. Lees un fragmento de Anoxia. Unos párrafos en un inglés terrible y, por fin, otros en español.
Mientras lees en tu idioma, saboreas cada palabra, disfrutas de cada frase, cada giro, como si el lenguaje fuera un cuerpo y allí se hiciera presente. Eres tú de nuevo. Y por un instante, estás en casa. Entonces llega el orgullo. Como si quisieras decir al público: “Ahora sí, escuchad bien. Este soy yo. Esto es lo que sé hacer.”
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Llamas a la Julia prácticamente todos los días. La engañas diciéndole que estás en Barcelona, trabajando unas semanas, y que ahora no puedes ir a visitarla. “¿Barcelona? Te podías haber ido más lejos”, dice, “a Alemania por lo menos”. Y añade que no puede aguantarlo. Que te vuelvas ya. Que así no puede vivir. Que se va a morir y no te va a ver más.
Y tú no puedes evitar la culpa. Esta semana, además, cumple 96 años. Cuando ves el vídeo que te envía la chica que la cuida, algo se remueve por dentro. La tarta, los sobrinos, los vecinos. Faltas tú. Es lo que te dice también cuando la llamas ese día: “Faltas tú, hijico. Creía que ibas a venir esta tarde”. Y tú no sabes si es peor mentirle o no estar.
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La novela sigue avanzando. Escribes bien temprano, a mano, un capítulo entero en el cuaderno. Aunque siempre tienes un plan aproximado, conforme escribes vas descubriendo también la historia que querías contar. Después, estiras un poco las piernas, descansas la espalda, tomas algo y pasas lo escrito al ordenador, tratando de modificar lo justo, para no perderte más de lo necesario.
Cada día, un capítulo. 1500 o 2000 palabras por sesión. No son definitivas, ni mucho menos. Pero en este primer borrador lo único importante es eso: continuar la historia. Seguir avanzando.
A finales de la semana compruebas lo que has escrito aquí: 25.000 palabras. En dos semanas has avanzado más que en los últimos seis meses. A ese ritmo, tal vez acabes el primer borrador antes de regresar a casa.
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El viernes os visita una agente de Nueva York. Es el primer día que la sobremesa de la cena se alarga prácticamente hasta medianoche. Esa noche, por primera vez, te desenvuelves bien en inglés. Cuentas una historia y todos se ríen. Por un momento, habitas el lenguaje. Incluso te atreves con un chiste.
Un hombre entra a un bar y pide un café con leche y una gamba. El camarero se lo sirve. El hombre moja la gamba en el café con leche y se la come. El camarero, intrigado, le dice: “Perdone, es la primera vez que veo algo así”. “La primera y la última”, responde el hombre. “Porque esto está asqueroso”.
Es uno de tus chistes favoritos de Eugenio. Pero allí nadie se ríe. Y tú no sabes si es que el humor de Eugenio es excesivamente absurdo, o si te has venido demasiado arriba y tu inglés todavía no estaba a la altura para un desafío así.
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Al día siguiente estás cansado. Escribes temprano. Y aunque estás somnoliento, antes de las doce ya has cerrado otro capítulo.
A medio día os acercáis en la furgoneta a la inauguración de una exposición en la galería Jack Shainman, en Kinderhook. Pensabas que iba a ser un evento modesto, pero hay varios cientos de personas y las tres plantas de la galería están a rebosar. El jardín parece una boda. Una gran carpa, sillas, barras con bebida y comida… una fiesta.
Más que en las obras de arte, no puedes evitar fijarte en los asistentes. Modernos, pero desenfadados. El ambiente chic neoyorkino, pero con un toque rural. Hípster casual. En un momento, te quedas mirando tu reflejo frente a una obra hecha de vidrio. Gorra, gafas de pasta, barba, camisa estampada, zapatillas con suela blanca. Podrías pasar por uno de ellos. Un moderno rural cualquiera. Mientras te mueves por las salas y sacas fotos de algunas piezas, llevas contigo esa sensación. Estás dentro de la imagen. Formas parte de esa película. Sigues dentro de ella cuando, de camino a casa, paráis en un Stewart’s y os compráis unos batidos helados. Ahora mismo te apetece más una cerveza que un batido. Pero donde fueres…
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Esa misma tarde os visita en la residencia uno de los editores de New Directions, una editorial de culto en Estados Unidos, quizá la más parecida a Anagrama. Os presentáis y habláis de lo que estáis haciendo allí. Después, él cuenta la historia de la editorial, os muestra algunos de sus últimos libros y explica los criterios que sigue para elegir autores y obras a traducir.
Se parecen mucho a lo que comentó la agente que vino de Nueva York el día anterior: voces nuevas, jóvenes, singulares, que hablen desde lugares distintos, que traten problemas actuales y no lo de siempre. Voces absolutamente diferentes. Aunque también puede funcionar la relación con figuras de referencia: el nuevo Bolaño —como Zambra o Labatut—, el nuevo Knausgård, la nueva Annie Ernaux… “¿Y los españoles?”, le preguntas, “¿cuál sería nuestra figura?”. “Eso está difícil”, responde el editor. “No hay referencias de éxito. Si acaso, el nuevo Marías. Pero tampoco os sirve de mucho”.
Aunque no lo dices, te quedas con la sensación de que lo que tú escribes no es precisamente lo que están buscando. Ni el editor ni la agente. Se parece demasiado a autores que ya están aquí. Para qué traducir a alguien que pretende ser como Ben Lerner, Teju Cole o Siri Hustvedt si tienen aquí a los originales.
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De improviso, esa noche vienen también unos coleccionistas de arte a cenar. De repente sois quince en la mesa. Estás cansado y dejas la chaqueta en una silla para sentarte en una esquina y evitar acabar junto a ellos. Pero alguien la mueve, y te toca justo al lado del hombre mayor. Intentas ser simpático, darle conversación, pero entre su sordera, el barullo y tu inglés, apenas podéis comunicaros. De todos modos, él solo quiere mostrarte sus artistas. Y te enseña en el móvil toda su colección. Obra por obra.
Para aguantarlo, rellenas una y otra vez tu copa de vino. Conforme avanza la noche, los ojos se te empiezan a cerrar. Agradeces que ese día te toque quitar la mesa y fregar los platos. Te escondes en la cocina y no sales de allí hasta que todos se van y el ruido cesa. El silencio y la calma de estos días previos parecen haberse instalado dentro de ti. Cualquier cosa que altere ese equilibrio, también te sacude a ti.
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Duermes regular y te despiertas agotado. Crees que eres tú, pero te cruzas con la escritora sueca y te dice que también lleva todo el día cansada. El resto está igual. Los coleccionistas han drenado toda vuestra energía.
Quisieras escribir, pero ya has llegado al final de la cuarta parte del libro —has planteado cinco— y quieres tomar fuerzas para la parte final. Así que hoy lees, dormitas, paseas y apenas haces nada productivo.
Mientras tratas de echar una pequeña siesta, oyes a lo lejos unos golpes secos. Si esto fuera Murcia, pensarías que son cohetes. Alguna celebración, una romería. Pero estás en Estados Unidos, y la lógica dicta otra cosa. Son disparos, sin duda. No cesan, y cada vez se oyen con más claridad. Disparos de pistola, pero también ráfagas repetitivas, como de ametralladora.
Recuerdas el papel con las instrucciones de emergencia que os dieron el primer día. Vuelves a leerlo: qué hacer en caso de incendio, de tornado, de huracán, de terremoto… y también en caso de que aparezca un tirador activo —an active shooter / armed individual—. Las indicaciones son claras: run, hide, fight. Corre, escóndete y, si no hay más remedio, lucha y trata de inutilizar al tirador.
Mientras lees las instrucciones, no puedes quitarte de encima la sensación de estar dentro de una película americana. Y aún no tienes claro si eres el protagonista o un personaje secundario. Si eres tan solo la comparsa y llega el tirador, caerás seguro entre los primeros. El murciano grande, un blanco perfecto.
Poco después te enteras de que, en la propiedad de al lado, están celebrando un cumpleaños y han montado una pista de tiro para entretenerse. Ese es el origen de los disparos. Tenías pensado salir a dar un paseo, pero, por si acaso, te quedas en casa y te mantienes lejos de las ventanas. Decides regresar a la siesta. Hoy es tu refugio. Allí nada malo puede pasarte.
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