Campana sobre campana, un cuento de León Garzón

Imagen de portada: ‘Cena familiar’, de Ángeles Santos (1930). Qué complicadas son las relaciones humanas y qué complicadas nuestras propias mentes. A veces, la vida nos lo pone difícil y tenemos que enfrentarnos al trauma, a la pérdida, y no sabemos cómo hacerlo. A veces, la literatura nos prepara, nos sirve para proyectar escenarios que... Leer más La entrada Campana sobre campana, un cuento de León Garzón aparece primero en Zenda.

May 20, 2025 - 12:05
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Campana sobre campana, un cuento de León Garzón

Imagen de portada: ‘Cena familiar’, de Ángeles Santos (1930).

Qué complicadas son las relaciones humanas y qué complicadas nuestras propias mentes. A veces, la vida nos lo pone difícil y tenemos que enfrentarnos al trauma, a la pérdida, y no sabemos cómo hacerlo. A veces, la literatura nos prepara, nos sirve para proyectar escenarios que podrían estarnos reservados. De todo esto va el cuento del mes de la Escuela de Imaginadores para Zenda.

El imaginador León Garzón (Fort Bragg, California, 1985) tiene la mitad de la sangre asturiana y la otra mitad india, de los indios de Trinidad y Tobago, quizá por eso es mitad ingeniero y mitad autor de novelas como La memoria de las cicatrices (Caligrama, 2022). En su relato «Campana sobre campana» se adentra en lo más espinoso de las relaciones familiares, y lo hace con un texto preciso, inquietante por momentos, donde todo está medido y los giros siempre nos llevan más allá.

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Campana sobre campana

Papá ya tiene la nariz como Rudolph y los ojos tan achinados que no puedo decir si está despierto o no. Pero sí que está despierto, porque asiente a lo que Güelita le está diciendo al Tito Alfonso: que si tienes que dejarte de excusas y salir y llamar a las puertas, que las oportunidades no vienen a buscarte a casa por tu cara bonita. Que si ya no es como antes, mamá, dice el Tito, que ahora nadie quiere verle la cara a nadie, y Güelita arruga la nariz como si oliera a pedo y dice «pamplinas», y yo me río, porque no puedo evitarlo, porque esa palabra siempre me mata de la risa cuando la dice Güelita, y el Tito resopla y se le hinchan los mofletes, y a Papá le bailan los hombros cuando se ríe a la vez que yo.

Me gusta mucho cuando Papá se ríe. Ahora se está riendo flojito, pero ojalá lo consigas ver algún día reír de verdad, echando la cabeza hacia atrás, sujetándose los costados y abriendo mucho los ojos y la boca. Tiene la risa más contagiosa del mundo, no te exagero. Cuando Mamá cuenta la historia de cómo se conocieron en el bar de Güelito, siempre dice que, cuando lo vio reír, supo que se casaría con él. Dice que solo alguien muy valiente se atreve a reír así. También dice que risa fuerte, llanto huracanado.

Y tiene razón. Lo he visto.

Papá deja de reír, así, de golpe, mirando hacia el sillón donde estoy, junto al tocadiscos, y no sé por qué me parece que ha escuchado mis pensamientos. Sé que es imposible, lo sé, pero lo parece. El tocadiscos canta que te asomes a la ventana, que verás al niño en la cuna, y Papá se aprieta los ojos con los dedos y murmura algo. Güelita y el Tito lo observan en silencio, no se mueven, mientras Güelito, que preside la mesa, cuenta anécdotas del bar como si fuera la primera vez que las contara. La Tita Juana y mi primo Pelayo escuchan muy atentos cómo Güelito le salvó la vida al alcalde, aquella vez que casi se ahoga con una aceituna en el bar. Mi prima Bea ni escucha ni finge escuchar. Papá sacude la cabeza, coge su copa, intenta beber y tarda demasiado en notar que está vacía, así que busca la botella de sidra achampanada por entre las montañas de cáscaras de langostinos, las bandejas masacradas de embutidos y los platos pintados de salsas. Cuando la localiza —está junto al Tito—, estira el brazo, sin lograr alcanzarla.

—¿No te apetece un poco de agua, cariño? —dice Güelita.

—Pásamela, Fon —dice Papá, sin mirar ni al Tito ni a Güelita. Sigue con el brazo estirado, pero ahora agita la mano y, sin querer, golpea una de las velas alargadas, que cae y se incrusta en el pastel de cabracho. El Tito mira a Papá, luego a Güelita y otra vez a Papá—. Coño, Fon, tío, la botella.

—Igual es mejor si… —balbucea el Tito.

—Dame la puta botella.

Papá ha levantado la voz y la mesa se queda muda, nadie dice nada, ni siquiera Güelito, que no calla nunca.

—Venga, un poco de agua —insiste Güelita, y le pone una mano en el hombro a Papá.

Pero Papá le aparta la mano, se levanta y rodea la mesa hasta llegar junto al Tito, que está encogido, como si intentara muy fuerte desaparecer. Pero el Tito no es mago, que lo sé yo, y encima es un inútil, que lo dice Güelito todo el rato, así que no desaparece, y Papá se queda de pie, junto a él, tambaleándose un poco, y el Tito ni respira, solo le mantiene la mirada a una de las cabezas de langostino de su plato. La aguja del tocadiscos se queja arañando el borde del vinilo, sin saber muy bien qué hacer.

Miro a Papá y me da mucha pena verlo así de triste, porque a mí no me engaña cuando intenta hacerse el enfadado. Quiero que vuelva a reír fuerte, como antes, así que pienso algo gracioso, un chiste o algo parecido, tal vez ese que le contó Mamá cuando se conocieron, pero no me da tiempo. Papá coge la botella del cuello, la arranca de la mesa y se la lleva a la boca sin dejar de mirar a Güelita. Echa la cabeza hacia atrás, como cuando se ríe de verdad, y bebe tres sorbos gigantes, glup, glup, glup. Algo de sidra le moja la barba, se la seca con la manga. Luego, se agacha y le eructa con todas sus fuerzas al Tito en el oído, que se encoge un poquito más, y Güelita mira a Papá con la misma cara de cuando solía hacer una travesura y me castigaba aunque no quisiera hacerlo. Papá mira a todos y sale del salón. El Tito vuelve a respirar. Güelita rescata la vela del pastel de cabracho y la coloca en su base. El tocadiscos sigue rascando.

Güelito se levanta y camina hacia el tocadiscos, en la esquina contraria del salón. Cuando pasa junto a mí, suelta un gruñido y se acaricia la espalda.

—Esto parece un funeral —dice, separando la aguja del disco, que sigue girando como si nada.

—Ramón, por favor —dice Güelita.

Güelito chasquea la lengua.

—Ya estamos con las censuras. —Está tan agachado que la nariz casi le roza el vinilo. Vuelve a colocar la aguja y los peces vuelven a beber en el río por ver a Dios nacer—. Mucho mejor —dice, y avanza hacia la mesa dando saltitos, con los brazos en alto, haciendo como si tocara unas castañuelas.

La Tita se ríe y levanta también los brazos, imitando a Güelito, mientras Pelayo lo graba todo. Bea manda un mensaje con el móvil escondido bajo la mesa. El Tito lo ve.

—Hija, nada de mensajes en la mesa.

—Jo, papá, solo uno, que están diciendo dónde quedar luego.

—Ya te digo yo dónde vas a quedar como tenga que repetirlo.

Bea resopla, pero guarda el móvil. Le ha dado a enviar antes de guardarlo, que lo he visto yo. No digo nada, para qué.

Pringao —murmura Bea, rastrillando restos de comida con el tenedor.

El Tito la fulmina con la mirada.

—¿Qué has dicho?

—¿Qué sabes de Julia? —dice Güelita.

El Tito no deja de mirar a Bea, que ahora parece muy interesada en los bailes de Güelito en el móvil de Pelayo. Güelito se ríe viéndose en la pantalla, y se señala, y el vídeo se para cada vez que lo hace, y Pelayo le manotea el dedo y vuelve a ponerlo, y los cuatro vuelven a reír. El Tito se da por vencido y mira a Güelita.

—Poca cosa. No soy su persona favorita, mamá. —Vuelve a mirar a Bea y le sale un suspiro de esos que le nacen en el centro de la panza. Bebe un sorbo de burbujas de sidra—. Es igualita que su madre.

—Lo dices como si fuera algo malo —dice Güelita.

—No es malo, mamá, claro que no lo es. Qué sé yo… —Bebe otra vez—. Es solo que me está costando la virgen todo esto.

—¡Otra vez! —dice Güelito y se seca los lagrimones con su pañuelo de tela.

La Tita se parte de risa y le pide el móvil a Pelayo para ver el vídeo más de cerca. Güelito se sujeta la barriga. Bea se ríe también, pero se ve que es sin ganas; tiene la mano en el bolsillo y la pierna se le mueve sin control.

—Yo creo que lo podéis arreglar —dice Güelita.

—No, no podemos.

—Claro que sí, no hay nada que no se pueda arreglar, hijo. Un poco de fe, por favor.

El Tito se remueve. Su silla cruje. La pierna de Bea se mueve más rápido.

—¿Ah, sí, mamá? ¿No hay nada que no se pueda arreglar? —dice y señala hacia la puerta del salón—. ¿Y por qué no vas y se lo dices a tu otro hijo? ¿Eh? —Güelita agacha la cabeza—. Ya me parecía a mí.

—No es lo mismo. Julia no está…

—Como si lo estuviera.

—Pero no lo está.

—Pues ojalá lo estuviera.

Güelita se santigua varias veces. Bea fuerza una risotada.

—Retira eso ahora mismo. Pobrecita Julia.

—Eso, pobrecita Julia, y a mí que me den.

—No es eso, cariño.

—¿Y qué es?

Güelita se encoge de hombros, levanta las manos. Se ha puesto todos sus anillos y pulseras, como cada año.

—Solo digo que creo que podéis arreglarlo.

El Tito apoya los codos en la mesa y empieza a enumerar con los dedos:

—Tengo cuarenta y dos años, estoy en el paro, el divorcio me está arruinando, mi hija me odia… Sí, me encantaría verte arreglar todo esto, mamá. Pero no, no puedes. Ni tú ni nadie.

Güelita se estira sobre la mesa y le alcanza una mano al Tito. Se la acaricia. Le busca la mirada, pero no la encuentra.

—Claro que puedes, Fon, pero tienes que pasar tu penitencia. Ese ha sido siempre tu problema, que vas de avestruz por la vida, no como…

El Tito quita la mano y ahora sí que se encuentran sus miradas.

—Dilo.

—No iba a decir nada.

—Dilo.

—Cariño, basta, por favor.

El Tito golpea la mesa y se levanta. Las copas vibran, algunos cubiertos saltan de sus platos. Todos miramos al Tito.

—Dilo. Di que no soy como Javi. Venga, dilo, cojones. Qué valiente Javi, ¿eh, mamá?, que sigue yendo a la oficina y al gimnasio, que viene a cenar cada año, a pesar de todo. Uy, ¿he dicho a cenar? Quería decir a ponerse como una puta cuba. Vaya mérito, esa penitencia también la sé pasar yo.

—Papá…

—Mira, Bea, haz lo que te salga del coño, cariño, vete con tus amigos, no vuelvas a casa hasta dentro de tres días, me la suda.

—Alfonso, cállate, que eres un bocazas —dice Güelito.

—Claro, papá, porque callarse es tu solución para todo, ¿eh? Muere tu nieto, luego tu nuera, y aquí seguimos, brindando y riendo, como si nada. ¿Eso fue lo que le dijiste a Nora? ¿Que se callara? No me extraña que se suicidara.

Güelito se ha levantado.

—Vete. No pienso repetirlo.

El Tito responde cerrando de un portazo.

Quiero consolar a Güelita, pero Güelito ya la está abrazando y le besa las manos y las lágrimas. La Tita y mis primos se miran sin saber muy bien qué decir. Supongo que hay momentos en los que es mejor no decir nada y, tal vez, este sea uno de ellos.

No quiero parecer insensible, de verdad que no, pero esto pasa todos los años desde el accidente. Y van siete ya. No siempre es igual. A veces, es uno de mis primos el que pierde los nervios, o la Tita no logra contener las lágrimas, pero Papá siempre bebe de más y el Tito siempre acaba saliendo con un portazo. No es que no me afecte, no es eso, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Güelita siempre dice que tenemos que pasar nuestra penitencia, y supongo que esta es la mía.

Salgo del salón, avanzo por el pasillo en el que solía estrenar mis juguetes con mis primos, rebozándonos en el suelo, rodeados de papel de regalo, hasta las cejas de ilusión. Llego al despacho de Güelito; la puerta está entreabierta. Oigo a Papá llorar desde dentro, y es tan escandaloso que no me puedo creer que no lo escucháramos desde el salón. Risa fuerte, llanto huracanado, qué razón tienes, Mamá.

Me cuelo por la rendija de la puerta. Papá está acurrucado al otro lado del despacho, debajo de la ventana, donde solían aparecer los regalos. Donde ocurrió todo. Me acerco, muy lento. Las paredes del despacho de Güelito son estanterías a rebosar de libros. Paso junto al escritorio, que ocupa casi todo el centro, con el ordenador que le instaló el Tito y que casi nunca enciende. La silla sigue siendo la misma, la marrón, con el respaldo ancho reclinable y las cinco ruedas en estrella. Güelita la odia, pero Güelito se niega a deshacerse de ella, y yo lo entiendo, que menudas siestas se echa en esa silla.

Me siento junto a Papá, que está temblando. Digo Papá, no llores. Estoy aquí, no me voy a ningún sitio. Estoy aquí, Papá.

—Por qué… —dice entre hipidos, y lo repite—: Por qué…

Digo lo siento, Papá. Fue un accidente, solo quería verlo llegar, solo eso.

Papá se restriega la nariz con la manga y se la llena de mocos, y recuerdo el reguero que dejan las babosas y los caracoles en el huerto del pueblo de Güelita. Caracol, col, col, esa me la enseñó Mamá. Solíamos cantarla juntos.

—Por qué… —repite Papá.

Cada año la misma pregunta, en bucle, y yo le digo otra vez que lo siento mucho. Hago memoria, le repito lo que recuerdo: que me escabullí de la cena y vine al despacho. Que solo quería verlo llegar volando, con el trineo y los regalos y todo eso. Que no llegaba a la ventana. Que empujé la silla de Güelito, me subí al respaldo y me asomé. Que escuché un ruido en el tejado y me asomé un poquito más. Que el respaldo cedió y la silla rodó. Que no pude agarrarme a nada.

Da igual lo que le cuente o cuánto le pida perdón, no sirve de nada. Nunca sirve. Papá sigue repitiendo su pregunta una y otra vez, y me recuerda a cuando Güelita le reza a la Santina.

—Por qué —murmura Papá.

Miro arriba, a la ventana: el candado que puso Güelito está lleno de polvo. Las campanadas de la catedral abofetean el cristal doce veces.

Papá se tumba en el suelo, se abraza las piernas. Me tumbo con él.

Estoy aquí, Papá, estoy aquí. Intento que me escuche, se lo digo normal, susurrando, a gritos, pero nada, no me oye. Nunca me oye. Me da igual, es mi penitencia, lo sé, así que se lo repito una y otra y otra vez. Se lo repito hasta que se queda dormido.

—¿Estás bien, cariño?

Mamá nos mira desde la puerta del despacho. Viene hasta la ventana, se acurruca junto a nosotros. Me abraza y me besa la mejilla.

—Quizás el año que viene —dice Mamá.

Me saca una sonrisa, siempre lo consigue. Mamá también sonríe.

Nos quedamos ahí, juntos, abrazados, contemplando cómo duerme Papá.

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