Marimonda, de Mario Escobar Velásquez
En el centro de esta novela se encuentra el efecto que la colonización humana de la selva tiene sobre el espacio natural y, muy especialmente, sobre una manada de marimondas o monos araña. Y el narrador, además, es precisamente un mono. En Zenda reproducimos las primeras páginas de Marimonda (Muñeca Infinita), de Mario Escobar Velásquez.... Leer más La entrada Marimonda, de Mario Escobar Velásquez aparece primero en Zenda.

En el centro de esta novela se encuentra el efecto que la colonización humana de la selva tiene sobre el espacio natural y, muy especialmente, sobre una manada de marimondas o monos araña. Y el narrador, además, es precisamente un mono.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Marimonda (Muñeca Infinita), de Mario Escobar Velásquez.
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El Colombiano, 7 de enero de 1985
MONAS PARA INVÁLIDOS
Jerusalén (EFE). El Ministerio de Defensa de Israel está reclutando monas sudamericanas para que colaboren en una labor humanitaria.
Carmela Burg, psicóloga de ese departamento, ha declarado que las monas requieren un mínimo de dos años de «socialización» en el hogar para cumplir sus funciones. En Estados Unidos, agrega la psicóloga, ya hay doce monas de este tipo, trabajando.
Con el entrenamiento adecuado, las capuchinas pueden servir bebidas y emparedados, colocar una cinta en la graba dora, encender y apagar luces, radios y televisores, abrir y cerrar puertas y ventanas.
Pero para ello, dice Carmela Burg, tiene que generarse un vínculo de amor entre la sirviente y el servido, que suele con seguirse estimulando su celo laboral con dulces.
El inválido también puede castigar a su mona, con la que convivirá, con un «leve estímulo eléctrico», dice la psicóloga.
*
El cedro güino era lo más alto que fuera dable hallar en la región. Su copa enorme, en la mata de monte que habían respetado a su alrededor, sobresalía treinta metros sobre las copas de los otros gigantes de más abajo. Y su tronco, en la base, superaba en dos metros el diámetro de los más gruesos.
Era, casi que seguramente, también lo más viejo. Centenares de años atrás, tal vez unos 1200, un incendio sin igual había arrasado la selva en kilómetros a la redonda luego de una sequía muy prolongada, y el cedro güino fue lo único que escapó de las llamas, debido a que estaba un poco aislado del monte espeso y en un terreno ligeramente cenagoso. Con todo, las llamas lo lamieron y le quemaron una parte importante de su corteza, que tardó años en reponer. El fuego marca hondamente. La enorme cicatriz fue cubriéndose de a pocos de nuevas cáscaras, más claras. Todavía es distinto su color allí.
No escapó solamente por estar un poco aislado. También, y en mayor parte, porque sus maderas son de una combustión difícil. No es un árbol del cual las gentes de ese lugar hagan leña, porque —aun seco completamente— no arde con facilidad. Lo hace con lentitud, a trechos. Por eso sus troncos permanecen acostados después de que los talan, y tardan tiempos mayores que la vida de un hombre en descomponerse.
O, cuando los matan los incendios que les queman la corteza, siguen parados, secos como esqueletos que tuvieran muchos brazos y los alzaran todos al cielo, por tiempos y tiempos. Su silueta, contra los soles de amanecida o contra los amarillos de la última hora de la tarde, persiste en la memoria, inconfundible: como si rezaran después de muertos, tantos brazos alzados.
Tanto tiempo que, en esa mata de monte en donde estaba el cedro, había tocones de los árboles que el incendio destruyó cuando él era joven. Uno de ellos casi duplicaba su enverga dura. Ni siquiera viéndolo uno le creía a sus propios ojos, y entonces consultaba con sus piernas esa verdad. Las piernas caminaban dando vueltas y vueltas y terminaban aseverando. Los ancianos de la región, esos cuyos ojos, por viejos, debieron haberlo visto casi todo, esos de cuyo conocimiento, por enriquecido de haber vivido se esperaba que lo supieran todo, decían cuando contemplaban el enorme tocón:
—Ese árbol debió vivir cuatro o cinco mil años, cuando el mundo era todavía muchacho. Su copa debió llegar hasta los caminos de las nubes, que por acá caminan alto. Es una tristeza que hubiera muerto. Nos hubiera gustado haberlo conocido.
Y añadían, luego de encender un rollo de tabaco, de olor que raspaba las narices de los que no fumaban:
—Cuando un árbol ha crecido tanto como este creció, nada de lo que camina sobre la tierra puede con él. Ni con nuestras hachas mejores hubiéramos podido derribarlo. Tampoco hubiéramos querido hacerlo —aclaraban—. Solamente el fuego lo hubiera podido, al quemarle la corteza. Pero tampoco cualquier fuego, sino uno enorme, de esos que acaban con bosques enteros.
Meditaban un ratico, y agregaban:
—El mismo infierno debió andar suelto por acá…
Reflexionaban más, consultando con los conocimientos adquiridos en toda su vida. Los conocimientos conversaban, y juntos respondían:
—También el rayo, claro está. Pero no un rayo cualquiera: uno enorme como él.
Y seguían diciendo con su voz viejosa, esa voz que raspaba también como el humo del tabaco de tanto haber sido usada, así untada de tantas chupadas a tantísimos tabacos:
—Pero ningún terremoto podría tumbarlo. Ni ninguna inundación. Un árbol que alcanzó la altura de este debió haber mandado sus raíces hasta los mismos infiernos, si es que los infiernos están allá abajo, como dicen. Esas raíces tienen que llegar hasta el mismo punto en donde Satanás tiene el taburete para descansar.
Y se reían de sus dichos, a trechos, con una risa antigua como ellos. Una risa que no era como la risa de los chicos, que tintinea como monedas finas sobre una piedra, sino con una risa con pliegues de tanto estar guardada. Porque los viejos ríen poco.
Después del incendio, el bosque volvió a crecer por entre los montones de ceniza, empecinado en permanecer. Creció de todas las semillas enterradas. Creció de las raíces sepultadas abajo de la tierra y contra las cuales las llamas no pudieron. Pero el cedro güino sobreviviente les llevaba muchos metros de estatura. Y cuando, pasados los siglos, con la lentitud de un día tras de otro día, el bosque se restauró a sí mismo y su verdor cubrió en otra vez toda la extensión y fue casi como si no hubiera habido incendio, nuestro árbol descollaba sobre el bosque como descuella en un pueblo la torre de la iglesia sobre los techos de las casas.
Y cuando sobre la región cayó algo peor que todos los incendios, el hombre, dotado con el interminable ciclón de las hachas, las gentes tenían al cedro güino como punto de referencia. Decían: «Es ahí cerca», o «Algo más lejos», o «Antes que el árbol ese que es el abuelo de todos los demás».
Porque sobresalía.
Las gentes venían a establecerse, y desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la tarde las hachas canta ban su canto de muerte contra los troncos, y por todas partes se sucedía a cada nada el estruendo de un gigante que se sepa raba de sus raíces y caía como un cañonazo y hacía que todo su alrededor temblara. A kilómetros se notaba subiendo por la planta de los pies el estremecimiento, como un pequeño temblor de tierra.
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Autor: Mario Escobar Velásquez. Título: Marimonda. Editorial: Muñeca infinita. Venta: Todos tus libros.
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