El grimorio de Zévaco
El Quijote, contrariamente a lo que se dice, no ha acabado con las novelas de caballería, ni con los caballeros andantes, sino que ha reforzado a los numerosos antihéroes que deambulan quijotescamente por las páginas de la vida desenmascarando a los malandrines y desfaciendo entuertos. El Quijote debe leerse, contrariamente a algunas académicas opiniones, tanto en la... Leer más La entrada El grimorio de Zévaco aparece primero en Zenda.

Hay una serie de libros que conviene leer a determina edad, ya que adquieren otro relieve y espesura si se leen en la juventud o en la vejez, quizá porque en la primera edad de la vida esos libros se transforman en carne y memoria, en el sustrato oculto de nuestra conciencia. Pero esos libros tan importantes en nuestros años de formación, donde, además, se toman la mayoría de las decisiones que determinan cualquier destino, también vuelven a resultar decisivos en edades más provectas; y no solo como refuerzo de los viejos ideales, desgarrados la mayoría de las veces por las frustraciones y contiendas de la propia existencia, sino como refuerzo y relectura de nuestros pasos y de nuestra insoslayable posición ante las contingencias que nos acechan.
Los espadachines de nuestra literatura, y utilizo este posesivo para referirme a la literatura europea, especialmente la francesa, han renovado sus ideales épicos y caballerescos en los ilustrados valores de la Revolución Francesa, reforzando sus cívicos sentimientos de libertad, fraternidad e igualdad humana. Los escritores del siglo XIX han sabido renovar el venero de tradiciones épicas y caballerescas a través del marco de la novela histórica, tan exitosamente desbrozado por Walter Scott, y de los ritmos narrativos que caracterizan las novelas publicadas por series o a través de periódicas entregas, del folletín.
El elenco de novelas de este género es extraordinario, desde El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, hasta Los misterios de París o El jorobado, de Féval, sin olvidar otras grandes novelas imbuidas, por sus conexiones temáticas y estilísticas —sin espadas ni duelos—, de este género transmisor de los más nobles ideales humanos y del anhelo permanente de justicia y de defensa de los más desfavorecidos; entre las que cabe citar, nada menos, que a Los miserables de Víctor Hugo. Pero en esta somera relación un zendiano no puede olvidarse de El prisionero de Zenda, de Anthony Hope Hawkins, ni, por supuesto, de Arturo Pérez-Reverte y su galdosiana serie compendiada en Las aventuras del capitán Alatriste.
Por eso este tipo de literatura, que se reinventa en cada contexto histórico, está más blasonada que cualquier otra por el docere et delectare horaciano. Sus tramas, siempre entretenidas y apasionantes —no solo para los ojos juveniles—, suelen estar salpimentadas por todo un compendio de normas morales que se confrontan con los dilemas a los que tienen que enfrentarse sus principales personajes. En este aspecto, como sucede en su grado máximo con el Quijote, sus argumentos no dejan de ser un ejemplario, una guía de conducta humana, un breviario del buen proceder, todo un ars vivendi de la decencia.
La editorial Edhasa acaba de publicar una de las novelas de los autores más reconocidos del género, permítanme que lo llame caballeresco y no de novela histórica y de capa y espada: Los Pardaillan, de Zévaco. Esta novela que recoge las peripecias y amores del joven caballero Pardaillan, un insobornable espadachín al servicio del bien y de los más nobles ideales, tiene la vitola de estar traducida por el escritor José Manuel Fajardo, un traductor bien curtido en sus libros —Carta del fin del mundo, El converso, etc— para sortear cualquier anacronismo, y que además domina con maestría el género, como demuestran sus traducciones, entre ellas La dama de las camelias, de Alexandre Dumas hijo. José Manuel Fajardo vuelca en Los Pardaillan todos sus saberes acumulados, convirtiéndose en todo un cocreador de la obra de Zévaco; debido a ello, el lector siempre se encuentra respaldado por el traductor, a través de sus oportunas y luminosas notas, como cuando explicita el significado del reino de Argot —«El reino de Argot es como se llamaba en Francia al mundo del hampa en la Edad Media. De la jerga hablada por los delincuentes deriva la palabra “argot” para referirse al habla de un grupo social» (86)— o de las diferentes órdenes religiosas que forman parte de los versos de una canción de los frailes mendigos o limosneros: «Los frailes de Saint Jacques eran los jacobinos, mientras que los frailes menores eran los franciscanos; los frailes de la bolsa eran los de la Orden de la Penitencia de Jesucristo y los de las rayas o barras eran los carmelitas» (513-514).
No obstante, en esta edición de Edhasa se echa de menos un prólogo que contextualice no solo al enigmático y misterioso Zévaco, sino a la propia serie novelesca de la que es autor, escrita por entregas y publicada en folletines de distintos periódicos de París durante la primera década del siglo. Estos folletines, seguidos con notable interés por los lectores, no fueron publicados en formato libro, en una serie de 27 novelas, hasta los años cuarenta, es decir, muchos años después de la muerte de Michel Zévaco.
Las aventuras de Pardaillan suelen aglutinarse, por tanto, en una serie de volúmenes secuenciados según la edad de su personaje principal, donde los episodios reunidos narran las peripecias de su juventud, de su madurez y de su vejez, en torno a los respectivos acontecimientos y contextos históricos. Igualmente, también se echa de menos un índice, para que el lector pueda conocer la estructura del volumen y orientarse por sus caudalosas páginas.
En Los Pardaillan Zévaco traslada a sus personajes su disidente experiencia política, al tiempo que como escritor demuestra ser un avezado urdidor de tramas y un fino estilista, con raptos en los que su prosa alcanza cotas de alta literatura. Quizá por ello sorprende que Zévaco se haya mantenido al margen de las técnicas narrativas desarrolladas por los escritores del realismo y del naturalismo francés y se muestre en todo momento como un autor omnisciente, sin ahondar demasiado en sus personajes, con lo que pierde —dadas sus cualidades— la oportunidad de ser un verdadero renovador del género de los caballeros rondantes. Por ello, sus intervenciones directas, para matizar o recordar al lector alguna cuestión que considera necesaria, son frecuentes en el texto; como cuando su héroe emprende la tarea de remendar su desgarrado jubón:
«Es muy posible que, a ojos de alguna lectora, una ocupación tan humilde haga descender al caballero del pedestal en el que ella lo tuviera puesto. Quisiéramos simplemente hacer observar a esa lectora que nuestro propósito es mostrar con exactitud los detalles de la existencia de un caballero bajo el reinado de Charles IX» (134-135).
Pero, al margen de estas anacrónicas injerencias, dada la fecha en la que está escrita la serie, Zévaco no cesa de sorprendernos con su inagotable repertorio de sutilezas estilísticas, como cuando describe la noble belleza de una de las heroínas de su gesta, Jeanne de Piennes: «semejante, por su gracia un tanto salvaje, a un espino blanco que tiembla bajo el rocío del sol naciente» (9).
Zévaco destaca sobre todo en la descripción caracterológica de sus personajes históricos, perfectamente integrados en la trama novelesca. Memorable resulta el retrato que hace de Catherine de Médicis, una auténtica discípula de Maquiavelo, a la que presenta rodeada «de obras maravillosas» porque «a la hora de tramar planes terroríficos necesitaba una atmósfera de genios para impulsar su ingenio maligno, con el que pensaba poder asegurarse su felicidad» (313). Con apenas estas pinceladas Zévaco parodia el poder tiránico, ya que no son pocos los sátrapas que han pretendido exorcizar sus atrocidades a través el arte. Catherine de Médicis manejaba como nadie el arma temible de «la mentira» (315) porque, como ella misma declara, «la mentira está en la raíz misma de todo gobierno sólido» (315). Convicción que la lleva a proclamar sin sonrojo:
«Piensa en la suma fabulosa de mentiras que se han acumulado a lo largo de los siglos para que los pueblos lleguen a llevar en su sangre la necesidad de tener un rey, un amo, un gobernador, ¡sea cual sea1 Y deja ya de desconfiar en la mentira. ¡Proclama conmigo que la mentira es sagrada, que ella está en nuestro comienzo y en muestro final, que a ella le debemos todo lo que la humanidad entera desea! Ah René, mintamos, mintamos con fuerza, mintamos con coraje, mintamos con frenesí, ¡y seguiremos siendo los amos! (317).
Tras esta soflama, y a través de su pérfido personaje real, Zévaco se atreve a profetizar que «llegará el día en que los partidos políticos comprenderán la enorme fuerza de la mentira y la emplearán con entusiasmo» (317), para con la inestimable ayuda de «jueces, abogados, procuradores y alguaciles, formar una formidable máquina de machacar a la pobre gente» (337). Un espejo nada halagüeño en el que podemos vislumbrar los reflejos más turbios de nuestra realidad.
Quizás por ello el autor de Los Pardaillan acuda a nuestro Quijote, no solo como reducto y esperanza, sino como actitud vital que nos recuerde que ante las manipulaciones y coacciones de los sátrapas y malandrines de este mundo no existe disciplina más alta «que la disciplina de la conciencia» (206), por lo que todos tenemos una gran responsabilidad moral en nuestro obrar y quehacer.
Las referencias al Quijote no son solo subrepticias en Los Pardaillan, sino también directas:
«Unos años más tarde, Cervantes habría de publicar su inmortal Don Quijote. Ignoramos si el novelista español llegó a conocer a nuestro héroe en algún viaje que pudiera haber hecho a París. Es muy posible. Pardaillan, como don Quijote, pasó su existencia defendiendo a princesas oprimidas, corriendo tras sus opresores. No sería, pues, sorprendente que el caballero de Pardaillan hubiera servido de prototipo a Cervantes. Pero ¿por qué hacer de él un loco?» (350).
Zévaco no encuentra mejor manera de declarar su admiración por el Quijote cervantino que declararlo en la ficción deudo de su Pardaillan, así como manifestar una aparente discrepancia con Cervantes —como sucede a Unamuno— por haber creado al loco más cuerdo de nuestra literatura. Pero la admiración de Zévaco no se queda en este rendido reconocimiento, sino que también la traslada a la descripción del padre del caballero Pardaillan y de su caballo, vivo reflejo de Rocinante: «Oíd, ¡raramente he visto un caballo más eficazmente reducido a una osamenta que el vuestro! Pero vos sois todavía más perfecto que el caballo» (406).
Los Pardaillan es un clásico de rondantes paladines, desfacedores de entuertos y de intrigantes malandrines; un grimorio de la decencia, cuya lectura, en estos turbulentos tiempos donde campea la mentira como arma política, resulta no solo recomendable, sino más que necesaria. Una de las funciones más nobles de la literatura, de las obras de ficción de esta naturaleza, es la de reforzar la espesura moral de sus lectores, siempre puesta en riesgo por aquellos que tratan de hacerles olvidar que la disciplina más alta —y la única a la que nos debemos— es la disciplina de la conciencia.
Hay una serie de libros que conviene leer a determina edad, pero que también resultan decisivos en edades más provectas; debido a que, como subrepticiamente señala Zévaco en la poética de Los Pardaillan, todos podemos ser paladines contra los males que acechan.
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Autor: Michel Zévaco. Título: Los Pardaillan. Editorial: Edhasa. Venta: Todos tus libros.
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