Belmonte: la Luger en la mano

Estaba a punto de terminar la época de los “naide”, de Bombita y Machaquito, para dar comienzo la edad de oro del toreo, aquella que protagonizó el propio Belmonte junto a Joselito el Gallo. Todavía no había tomado la alternativa, pero ya fascinaba a aquellos intelectuales. Romero de Torres le hizo su primer retrato, Sebastián... Leer más La entrada Belmonte: la Luger en la mano aparece primero en Zenda.

May 24, 2025 - 03:35
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Belmonte: la Luger en la mano

Un día llegó un joven novillero al café de Fornos. Era la primavera de 1913 y parecía destinado a una muerte heroica. “Juanito, solo te falta morir en la plaza”, le dijo en una ocasión Valle-Inclán, seducido por el aura trágica que acompañaba al joven sevillano que acababa de aterrizar en una tertulia de intelectuales en la que también se encontraban Julio Romero de Torres, Ramón Pérez de Ayala o Enrique de Mera. “Se hará lo que se pueda, don Ramón”, le contestó tímido aquel aprendiz de domador de la muerte: Juan Belmonte.

Estaba a punto de terminar la época de los “naide”, de Bombita y Machaquito, para dar comienzo la edad de oro del toreo, aquella que protagonizó el propio Belmonte junto a Joselito el Gallo. Todavía no había tomado la alternativa, pero ya fascinaba a aquellos intelectuales. Romero de Torres le hizo su primer retrato, Sebastián Miranda lo inmortalizó en bronce y Valle organizó un banquete homenaje cuya convocatoria declaraba que el toreo no era de más baja jerarquía estética que el resto de las Bellas Artes.

"De robar naranjas en las huertas de los alrededores de Sevilla, Belmonte pasó a sentarse en aquel cenáculo de artistas gloriosos"

El banquete fue en el Retiro, pero el dueño del local, siendo el protagonista un novillero desconocido, dispuso la mesa en un rincón. “¿Dónde nos has puesto, bellaco?”, le gritó don Ramón al responsable de aquella afrenta. “¡Colócanos en el sitio de honor, badulaque! ¿Sabes quiénes somos? ¿Sabes quién es este hombre?”. Y así se hizo.

De robar naranjas en las huertas de los alrededores de Sevilla, Belmonte pasó a sentarse en aquel cenáculo de artistas gloriosos. El torerillo, casi analfabeto, se obnubilaba ante aquellas personalidades. Los escuchaba durante horas, mientras ellos veían en él la efigie callada de un héroe clásico que rebosaba arte innato.

"Su revolución fue dejar los pies quietos, olvidando el toreo con las piernas"

Belmonte se encontraba a gusto entre aquellas gentes tan distintas a él: se vistió como ellos, renunció a la tradicional coleta de torero e hizo amistad con Zuloaga, Camba o Hemingway, que lo inmortalizó en Muerte en la tarde y Fiesta. Empezó a leer de forma enfermiza. Viajaba con maletas repletas de libros, llegando a devorar durante una temporada tantos volúmenes como toros cayeron bajo su estoque. Una tarde, cuando el mozo de espadas fue a vestirlo para torear, le dijo que necesitaba acabar antes una novela de Anatole France

Antonio Burgos lo llamó el Demóstenes de la Generación del 98, pero también impresionó a la del 27. Lorca lo veía “aislado, sin sol ni sombra, empapándose de toro como nadador en el mar y el niño de domingo, sublime y tranquilo, rodeado del aire conmovedor de las crucifixiones”. Gerardo Diego le dedicó una oda:

Yo canto al varón pleno,
al triunfador del mundo y de sí mismo
que al borde —un día y otro— del abismo
supo asomarse impávido y sereno.

Joselito el Gallo, “el rey de los toreros”, su máximo adversario, fue la cumbre del toreo clásico: dominaba todas las suertes y a todos los toros (decían que un toro solo podía pillarlo si le lanzaba un cuerno). Juan, El Pasmo de Triana, era un revolucionario. Su revolución fue dejar los pies quietos, olvidando el toreo con las piernas y llevando el toro con los brazos. Quietud y dramatismo. Parar, templar y mandar. La nueva estética engrandecía su figura en el ruedo.

"Un toro mató al Gallo en 1920 y aquella muerte planeó sobre Juan el resto de su vida"

Apunta Andrés Amorós que Belmonte cambió el toreo en 1914, coincidiendo con los movimientos estéticos de vanguardia: Stravinsky estrena en París La consagración de la primavera, Picasso investiga el cubismo sintético y Marcel Proust comienza a escribir En busca del tiempo perdido. Ese mismo año comenzaba la rivalidad entre belmontistas y gallistas que, sin embargo, no impidió la amistad y la admiración mutua. Un toro mató al Gallo en 1920 y aquella muerte planeó sobre Juan el resto de su vida.

El mito lo terminó de forjar el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales con su Belmonte, matador de toros, publicado por entregas en la revista Estampa a partir de junio de 1935. Escrita en forma de autobiografía, a través de las conversaciones entre el diestro y el periodista, es quizás la cima del género biográfico en español.

El 8 de abril de 1962, acosado por los males de la edad, Juan visitó a su último amor, recorrió a caballo su finca y acosó, derribó e intentó encerrar en la plaza de tientas a un semental. Al anochecer, se encerró en su despacho, encendió el motor que daba luz al cortijo y se pegó un tiro con la Luger que le había acompañado gran parte de su vida. Su amigo Hemingway había hecho lo propio un año antes.

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