Trabajo de campo
Austerlitz Este texto responde a una reacción inesperada a una película, un impacto personal debido a la fascinación de unas imágenes relativamente sencillas de las que resulta difícil despegar la mirada durante su emisión. Se trata de una película documental, en blanco y negro, titulada Austerlitz y dirigida en 2015 por el director ucraniano Sergei... Leer más La entrada Trabajo de campo aparece primero en Zenda.

Austerlitz
Comienzo este texto con dos citas de Baruch Spinoza, que fijan la intención de este escrito, que versa sobre la llamada “ética de la aliedad”, es decir, de la que intenta ser practicada considerando a los demás, al otro o al álter no conocido, el que nos es extraño, el “alien”. Dice el filósofo judío: “Me he preocupado de no ridiculizar las acciones humanas, de no deplorarlas o maldecirlas, sino de comprenderlas”. Y añade: “Hombres diversos pueden ser afectados de diversos modos por el mismo objeto, y uno sólo puede ser afectado por el mismo objeto de diversos modos en épocas diferentes”.
Las imágenes de Austerlitz recogen a los turistas que visitan un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial, Sachsenhausen, a 90 kilómetros de Berlín, un lugar donde se estima que murieron 100.000 personas. Sachsenhausen no está considerado como campo de exterminio, pero dispuso de cuatro crematorios y una cámara de gas. Los turistas recorren las diferentes áreas y estancias que se encuentran en el campo, desde la puerta con el conocido lema de bienvenida, «Arbeit macht frei», al monumento a las víctimas y a las estancias reconstruidas. Son días de mucho calor veraniego, los turistas pertenecen a grupos organizados, y siguen a guías jóvenes que, en diferentes idiomas, explican las situaciones particulares del campo, su organización, la vida de los prisioneros y el trato recibido, así como la historia del Holocausto. Las explicaciones no se escuchan bien desde los micrófonos que utiliza la película, como si fueran parte de un paisaje sonoro. La película no tiene una línea narrativa especialmente definida: el campo se abre, los turistas lo visitan, al final del día basta con cerrarlo.
Entre los miles de imágenes que recibimos cada día, ¿por qué este impacto de una película más?
Bueno, porque no es una película más, lógicamente.
Los turistas que visitan el campo de concentración en la película son grupos de personas que reflejan cierto hastío durante su estancia. Hacen un seguimiento un tanto robótico de su grupo, se fotografían en selfies banales para los que buscan un buen encuadre delante de lugares de fuerte poder simbólico, a veces realizan gestos simpáticos delante de sus cámaras. El calor no ayuda, pues los sudores y la necesidad de agua requieren cierto esfuerzo físico. El control de los niños que juguetean también está presente. La cámara del director, por su lado, registra todos estos movimientos, dejando una lectura de aburrimiento, cuando no de desdén, ante el lugar histórico que visitan. Es inevitable pensar en cierta vulgarización mercantilista de la Historia, y en que probablemente a estas personas les sería lo mismo estar en Sachsenhausen que en un templo oriental de simbolismo igualmente incomprensible salvo por la explicación de un guía. La mayoría de los visitantes parecen europeos o norteamericanos. Entre las guías se escucha italiano y español, además de inglés. El triunfo crítico de la película está servido, porque permite una fácil demonización de la sociedad actual (un deporte extendido en la élite cultural), que, desinteresada por todo y secuestrada por las pantallas, no comprende su historia y está, siguiendo la sentencia de Santayana, probablemente condenada a repetirla. La pregunta principal es si todo es tan fácil y directo, o si el impacto que supone esta visión merece algo de reflexión. Se amontonan temas a reflexionar sobre preguntas relacionadas con la ética del turismo de campos de concentración, pero también sobre la representación de dicho turismo.
La justicia del totalitarismo
Uno de esos temas cobra relevancia en una entrevista realizada al director tras el estreno de la película, donde afirmaba que “uno de los fundamentos más importantes de mi trabajo es dejarle al espectador espacio para sus propios pensamientos. No quiero imponer mi opinión. Para mí, cine es lo que ocurre en la mente del público”. No es el espectador individual sino el público general, por tanto, el interpelado para pensar, pero, qué duda cabe, también para juzgar la actitud de estos turistas. ¿Es tan sencillo, o incluso honesto, convertir al público en jurado? Parece un dilema de interés si hablamos de la Segunda Guerra Mundial, su recuerdo, interpretación y representación.
En cierto modo, la Segunda Guerra Mundial es el verdadero final del Antiguo Régimen. No porque los regímenes totalitaristas funcionaran con una línea conceptual cercana al viejo absolutismo prerrevolucionario. Esto no es realmente cierto, pues no es lo mismo un rey sin prácticamente estructura estatal ni cultura nacional, y con su poder fundado en un poder religioso esencial y un poder militar de carácter feudal, que un estado de la primera mitad del siglo XX, donde es visible la existencia de otro poder que lo estructura y articula: la burocracia instalada en el territorio. La Segunda Guerra Mundial es el final definitivo del Antiguo Régimen porque se trata del estertor de la oposición al liberalismo clásico. Desde el primer paso decisivo dado en esta dirección, probablemente la Revolución Francesa, gran parte de la historia europea se podría resumir en revoluciones, conflictos bélicos y guerras civiles en que la adquisición o la pérdida de derechos por parte del individuo, con frecuencia en relación también con sus pueblos de origen, está presente como asunto político. Desde el empirismo liberal inglés al yo romántico decimonónico existe un subyacente alrededor de una emancipación decisiva en forma de libertad individual y de la estructura estatal que deba manejar este individualismo. Por supuesto, el poder existente y sus formas se resisten frente a este liberalismo en principio burgués que tampoco saben manejar. La Segunda Guerra Mundial libera finalmente al individuo europeo occidental, sin compensación, aunque si miramos a Europa Oriental, tal vez el fenómeno histórico final sea la caída del muro de Berlín. La Segunda Guerra Mundial es una guerra de masas, fenómeno nacido de la corrupción de la necesidad de vivir y desarrollarse en sociedad a pesar de que el individuo nacido tras la Revolución Francesa sea por primera vez un sujeto reconocido de derechos y poseedor de dignidad legal y cultural. A su vez, la misma guerra terminó con las masas como las conocimos, al menos por varias décadas, al menos ideologizadas políticamente.
El desastre dejó espacio por fin a un ordenamiento jurídico razonable de los estados sociales de derecho de las democracias, en principio sólo occidentales. Si bien ese ordenamiento se alineaba con los principios de la separación de poderes que formulara la Ilustración a través especialmente de Montesquieu, es obvio que los estados europeos del siglo XIX, bien absolutistas, bien liberales, no habían implementado una separación efectiva y real de poderes, salvo probablemente y de manera pionera y precaria, en Estados Unidos.
El llamado «Reichsgericht», o Tribunal del Imperio, es un ejemplo. El Reich del nombre de este Tribunal no es el nazi, sino el de Bismarck, pues se trata del Tribunal Supremo que fue fundado en 1879 por el Imperio Alemán recién creado. Siempre fue un tribunal conservador, incluso durante su periodo de la República de Weimar, pero, tras la toma del poder de Hitler ya en abril de 1933, los jueces judíos y socialdemócratas se vieron obligados a presentar su renuncia y fueron separados de la carrera judicial. Desde ese momento, los abogados judíos tuvieron prohibido el acceso al Tribunal por sí o en representación de sus clientes. El Tribunal nunca adoptó una postura contraria al poder establecido. Cuando condenó a muerte al comunista holandés Marinus van der Lubbe como autor del incendio del Reichstag legitimó el régimen nacionalsocialista quebrando el principio de irretroactividad, pero enfureció a Hitler ya que los otros cuatro acusados fueron puestos en libertad por falta de pruebas. Hitler decidió entonces la creación del «Volksgerichtshof», el Alto Tribunal del Pueblo, un tribunal especial con una de estas denominaciones sin pudor que tanto gustaban al nazismo, y que funcionó como órgano represor de la disidencia política y que llegó a imponer más de 5.000 penas de muerte entre 1934 y 1945. Trabajaba con frecuencia mediante procesos cortos donde se sabía la sentencia de antemano, se practicaba la exigencia de pruebas imposibles, no se respetaba la presunción de inocencia y en algunos juicios destacados, como los realizados contra los acusados de atentar contra Hitler, a los procesados se les obligaba a llevar la ropa sin cinturones y se filmaban los procesos para el archivo del Führer.
Estos ejemplos máximos de insoportable abuso judicial son los empleados por los regímenes totalitarios en su completa expresión. En realidad, son una corrupción nacida del inestable ejercicio de la separación de poderes proclamada en las naciones que avanzaban renqueantes durante el siglo XIX camino de una democracia más representativa y con un mejor equilibrio de poderes. Cuando Locke o Montesquieu o incluso Hamilton realizan sus propuestas, el enemigo es aún el Antiguo Régimen, el antiguo señor feudal convertido en rey o emperador absoluto. Las bases teóricas del sistema propuesto, no obstante, sobrevivieron a este convulso siglo XIX, a dos Revoluciones que cambiaron el mundo y a las dos grandes guerras europeas del siglo XX, culminando con una implantación efectiva en Europa occidental tras la Guerra, si bien en diferentes modelos.
Hacia la mayoría selecta
Volvamos a Austerlitz, la película, a esa petición del autor de que el colectivo de la audiencia se convierta en jurado de unos turistas convertidos en tristes testigos de lugares donde la justicia alcanzó unos niveles enormes de indignidad.
Es tarea del arte el cuestionamiento, pero éste puede también realizarse críticamente sobre las motivaciones del artista, por si ese cuestionamiento pudiera ser una impostura no justificable (o sí) por el valor supremo que en ocasiones se da a la realización artística. Así, si extendemos la pregunta dentro del objeto de estudio… ¿organizar tours turísticos masivos en los antiguos campos de concentración, contratar esos tours y visitar los campos, trabajar en esta actividad, etc… son actividades aceptables de acuerdo a la moral? ¿Rodar películas en un campo de concentración, tal vez sólo si no son documentales, haber rodado Austerlitz, incluso verla, son acciones aceptables? ¿Es moral el acto de ver películas de campos de concentración? Y, finalmente, ¿es moral criticar todo esto desde la posición de las víctimas? ¿Pueden erigirse, no ya las víctimas, sino el público, en juez o jurado del turismo de campos, como reclama el director? No. Es más bien la propia propuesta la que hace deudor al propio director.
Recordemos un par de hechos del arte cinematográfico. Hasta la aparición del video, una película proyectada en una pantalla era un producto cultural pensado para su visión en un modo lineal, continuado, sin interrupciones decididas por el espectador. Éste, obligado a permanecer en la sala, se convierte en cierto modo en un juguete en manos del director. Alfred Hitchcock solía decir esto como uno de los fundamentos del suspense del que fue nombrado maestro. Por otro lado, no es extraña la comparación del director de cine con un demiurgo creador, devenido en un gestor absolutista que dirige con mano de hierro una empresa específica, de carácter temporal, cuyo éxito se debe a esa supuesta disciplina, y cuya aplicación de las leyes laborales parece laxa con frecuencia. Dicho éxito no siempre se produce, por lo que el utilitarismo implícito a dicha disciplina es dudoso.
Volviendo también a Spinoza y a sus sentencias de ética hacia los extraños, a las acciones humanas que no quiere ridiculizar: es fácil caer en la tentación de condenar la actitud de los turistas de Austerlitz, sobre todo ahora que, como dice la autora Agnes Collard, «turismo es como llamamos a viajar cuando lo están haciendo los demás». Desde luego, un alejamiento de nuestra propia actividad, incluso identidad, turista se debe producir cuando vemos aisladas las imágenes de personas en actitudes inadecuadas o poco aceptables en sus vacaciones, y además documentándolo. No, nosotros “no debemos”, “no podemos”, ser iguales, nos decimos interiormente. Para, al modo de Spinoza, juzgarles con comprensión y no sentenciarles de antemano, y tal vez por egoísmo, puesto que probablemente somos muy parecidos a ellos, podemos intentar estudiar sus condicionantes en la vida moderna, su capacidad de decisión a la hora de visitar los campos de concentración, y, más allá, el verdadero ejercicio del libre albedrío en un mundo donde corrientes culturales diversas y estudios de neurociencia se afanan en contradecirlo.
Pero este planteamiento prende la sospechosa llama de la exculpación. La insoportable ausencia de libre albedrío diluye la ética, pues los usos y costumbres serían un simple hábito inevitable. Un mundo así nos resulta insoportable en la tradición filosófica y política, y llevado al máximo desharía la causa verdaderamente profunda de este texto: la insoportable aberración ética que supone la existencia de campos de exterminio en la Segunda Guerra Mundial. Tras Hannah Arendt y sus estudios diversos sobre el judaísmo y la banalidad del mal, es aceptable intentar entender lo sucedido y comprender sus causas inmediatas y profundas, pero es inaceptable proponer un comportamiento predeterminado, y por ello abrir la puerta a que no esté sometido a análisis ético, por parte de quienes idearon, materializaron y gestionaron los campos.
Dejando a un lado a cada sujeto ejecutante de actos y pensando en los objetivos de dichos actos, tanto los objetivos del turista como los del director de la película se antojan como los más ambiguos en la película bajo estudio.
Lo que un turista persigue al realizar su viaje suele ser el descanso o la diversión, que puede tener un aspecto puramente hedonista y otro de carácter cultural, vinculado al aprendizaje o la fascinación estética. Cómo vincular estos fines a las imágenes de Austerlitz se antoja complicado e incluso contradictorio. Podría haber otros fines, como el homenaje o respeto por las víctimas del campo, por cualquier razón, aunque se antoja poco plausible un viaje masivo para rendir homenaje al menos a un familiar concreto. Esta es la contradicción principal que alimenta este trabajo: Sachsenhausen advierte a los visitantes del carácter respetuoso que merece visitar y pisar el suelo del lugar de memoria que supone el campo. A la vez, permite un régimen de visitas muy numerosas donde, salvo que se mantenga una disciplina férrea, es difícil mantener continuadamente un respeto global.
Aparentemente, las visitas de un turismo masivo a un antiguo campo de concentración parecen coherentes con determinados usos y costumbres actuales. Los visitantes cumplen con el rito occidental moderno y ya democratizado de las vacaciones, y lo hacen en una actividad aparentemente diferente a lo habitual, lo cual supone también cumplimiento de las reglas sociales de distinción de experiencia que rigen en algunas clases. Austerlitz en principio denunciaría (ante el tribunal popular del público) una situación ofensiva gracias a la película, relacionada con la profanación del lugar de memoria debido a la masificación. Pero tal vez también el equipo está profanando de nuevo el espacio, mediante un nuevo caso de aprovechamiento manipulador de un hecho inmensamente luctuoso en favor de un prestigio espurio. Desde este punto de vista, el problema no está en esos indiferentes turistas ensimismados y a sus cosas que visitan Sachsenhausen, con los que probablemente el director ha jugado sus cartas durante el montaje, editando momentos de mayor o menor interés para su objetivo. El problema está en el aprovechamiento cierto de la mirada provocadora del director mientras esconde la mano bajo una falacia de realidad, al confesar que prefiere que otros juzguen, suponiendo una severidad algo cruel considerando el origen de los hechos que le permiten hacer su retrato.
No es necesario decir que la película es fascinante en sí.
Concluye este texto siguiendo los términos de la pragmática de Javier Gomá en su libro Universal concreto, que interpretaría este turismo un tanto perturbador como hecho coincidente con la vulgaridad cultural de la segunda postmodernidad que vivimos actualmente, a la que reconoce como valor necesario y consecuencia de los logros de la libertad y la igualdad: el turista tiene libertad para hacer el viaje y visita que desee, y en la que pueda expresarse espontáneamente, y lo hace en un régimen igualitario acompañado de todo tipo de visitante interesado. Para Gomá la vulgaridad no es censurable en sí; señalarla debería ser en todo caso el camino hacia una mayoría selecta en términos de ejemplaridad. Esta contradicción en términos de superación moral sólo es aparente, pero con seguridad desborda lo que un público determinado, aún no educado al respecto, pueda decir al ser nombrado espontáneamente como jurado de los hechos observados en esta película documental sobre los campos de concentración y su peso en nuestra historia y comportamiento.
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Bibliografía:
La película Austerlitz, dirigida por Sergei Loznitsa, es de producción alemana (2016)
Arendt, Hannah, “The Origins of Totalitarianism”, Penguin, 2017.
Collard, Agnes, “El caso contra los viajes”, The New Yorker, junio 2023
Gomá, Javier, “Universal concreto”, Taurus, 2023
Gruchmann, Lothar (2001). “La Justicia en el Tercer Reich: 1933-1940. Adaptación y sumisión en la era Gürtner”, Múnich, 2002.
Hetebrügg, Jörn, “La indiferencia es imposible de ocultar” (Entrevista a Sergei Loznitsa), Goethe-Institut, marzo de 2017.
Larrauri, Maite, “La felicidad según Spinoza”, Tándem, 2003
Rodríguez Palomino, Ángeles, “La seducción del Dark Tourism”, Universidad de Málaga, 2014.
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