La vacuna contra la insensatez, de José Antonio Marina
Si somos tan inteligentes, ¿por qué caemos en tantas estupideces y atrocidades? ¿Por qué nos dejamos manipular por falsas creencias, teorías conspirativas y prejuicios? José Antonio Marina nos alerta de un peligro invisible pero real: los virus mentales, ideas que infectan y corrompen nuestra inteligencia, distorsionan nuestra memoria, sesgan nuestro juicio y nos vuelven vulnerables... Leer más La entrada La vacuna contra la insensatez, de José Antonio Marina aparece primero en Zenda.

Si somos tan inteligentes, ¿por qué caemos en tantas estupideces y atrocidades? ¿Por qué nos dejamos manipular por falsas creencias, teorías conspirativas y prejuicios? José Antonio Marina nos alerta de un peligro invisible pero real: los virus mentales, ideas que infectan y corrompen nuestra inteligencia, distorsionan nuestra memoria, sesgan nuestro juicio y nos vuelven vulnerables a la manipulación política, económica e ideológica.
A continuación, ofrecemos un fragmento de La vacuna contra la insensatez (Ariel), de José Antonio Marina.
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Prólogo de urgencia
Hay una frase legendaria en el imaginario periodístico: «¡Que paren las rotativas!». Era señal de que había sucedido algo tan importante que exigía detener la impresión en curso. Lo mismo acaba de ocurrirme. Cuando este libro ya estaba a punto de imprimirse, he sentido la necesidad de detener el proceso para incluir este prólogo de urgencia. ¿Qué suceso me ha incitado a hacerlo? El triunfo de Donald Trump, sus dos primeros meses de gobierno y su movilización de la ultraderecha mundial. Sin pretenderlo —y, desde luego, sin desearlo—, tengo frente a mí un colosal ejemplo de todo lo que he estudiado en este libro: el éxito de una gigantesca campaña de persuasión utilizando trucos elementales y tecnología sofisticada. Trump ha vencido abrumadoramente en el combate de las ideas y de la comunicación política, y seguirá haciéndolo mientras nadie sea capaz de enfrentarse a él en ese nivel. Las críticas que se reducen a un insulto —es un loco, un payaso, un ignorante, solo pretende enriquecerse— son insolventes. No se han percatado de la envergadura del fenómeno político que estamos viviendo. Trump se ve a sí mismo como un hombre implacable. Fight, fight, fight! es su lema. Me recuerda la nostalgia por la dureza que tenía el frágil Nietzsche y que expresa la queja que el carbón dirige al diamante: «¿Por qué eres tan duro y yo tan blando, si somos hermanos?». Me recuerda también a Hitler, que alardeaba de su dureza: «Soy un hombre duro, tal vez el más duro que haya conocido la historia».
Esta lectura, sin embargo, no es fácil. En 1940, Goebbels hacía balance burlón de las dos últimas décadas de diplomacia europea:
En 1933 debería haber habido un presidente francés que dijera (yo mismo lo habría dicho de haberme encontrado en su situación): «El nuevo canciller del Reich es el autor de Mi lucha, donde se dice esto y aquello. La vecindad de un hombre así es intolerable: ¡o desaparece o lucharemos!». Pero nadie pronunció ese ultimátum. Nos dejaron deslizarnos solos hasta la zona de mayor riesgo, y nosotros logramos navegar por ella sin encallar en ninguno de sus temibles arrecifes. Y cuando hubimos terminado, cuando estuvimos bien armados, mejor que ellos, entonces ¡empezaron la guerra!
Cuando Shawn McCreesh, prestigioso periodista del New York Times, preguntó a votantes republicanos cómo podían votar a Trump después de oírle propuestas disparatadas, le respondieron que sabían que toda esa palabrería desaparecería después de las elecciones. El paralelismo me inquieta.
Como he explicado en este libro, el genio político puede ser irracional y eso hace que haya razones convincentes para desconfiar de él. Trump es un genio político, pero de lo que denomino «política ancestral» (o también Realpoltik o Machtpolitik), la que se basa en el enfrentamiento amigo/ enemigo, busca juegos de suma cero, utiliza todas las técnicas a su alcance para conseguir o mantener el poder, es capaz de movilizar emocionalmente a mucha gente, utiliza la «razón de Estado» como legitimación de cualquier mentira, siente inclinación por el pensamiento conspiranoico y no se siente comprometido con lo que dice porque el Trump de ayer no es el Trump de hoy. A la política ancestral debería oponerse la «gran política», que no busca la victoria, sino la resolución de problemas, y tiene la convicción de que el derecho, en su búsqueda de la justicia, es la solución de mayor nivel. Opone la fuerza del derecho al derecho de la fuerza. El genio político arcaico puede triunfar y terminar un conflicto sin resolverlo. El genio político nuevo, el gran político, se empeña en solucionar problemas que a veces parecen intratables. ¿Será Trump un genio político moderno? No lo creo, pero la partida aún no ha terminado.
La política de fuerza defendida por Trump no es una novedad, por eso es el paradigma de la vieja política. Cuando en el año 2003 apareció el libro Poder y debilidad de Robert Kagan, un prestigioso politólogo miembro de la Fundación Carnegie para la Paz, produjo cierta conmoción porque planteaba con claridad un asunto con frecuencia oculto: Estados Unidos y Europa tienen una concepción distinta del poder y del uso de la fuerza. Kagan parte de un principio que cree corroborado por la historia: cuando una nación es débil, apela al derecho; cuando es fuerte, apela a la fuerza.
[…] La relativa debilidad de los europeos ha suscitado entre ellos un vivo interés por edificar un mundo en el que el poderío militar y las políticas de mano dura cuenten menos que un poder blando asentado en la pujanza económica; un orden mundial donde las instituciones y el derecho internacionales importen más que la voluntad de un solo país; donde ningún Estado, por poderoso que sea, esté autorizado a emprender acciones unilaterales; donde todas las naciones, independientemente de su poder, gocen de los mismos derechos y la misma protección en virtud de unas reglas de juego consensuadas internacionalmente. Puesto que parten de una posición relativamente débil, los europeos tienen un marcado interés por devaluar y eventualmente derogar la brutal ley de un mundo anárquico y hobbesiano, donde la seguridad y la prosperidad de un país vengan a la postre determinadas por la mera exhibición de la fuerza (p. 59).
Concluye despectivamente:
[…] Los europeos pretenden controlar al monstruo apelando a su conciencia (p. 65).
Esta idea del poder explica el desprecio de Trump por Europa y muchos comportamientos americanos en política exterior. El presidente Clinton, instigado por el secretario de defensa William Cohen, fue el primero en exigir que las tropas estadounidenses gozaran de inmunidad ante cualquier eventual causa que pudiera instruir contra ellas el incipiente Tribunal Penal Internacional, que se había convertido en la quintaesencia de las aspiraciones europeas a un mundo en el que todas las naciones fueran iguales bajo la ley. Durante la intervención en Serbia y Kosovo, el general Clark se quejaba de los continuos «legalismos europeos» que impedían una acción eficaz.
Frente a la «política arcaica», basada como siempre en la fuerza, la Unión Europea es un intento de implantar la nueva política, por eso me parece tan grave el auge de los movimientos antieuropeos. Europa es un proyecto para resolver los conflictos internacionales «sometiendo los Estados a la autoridad de las leyes». Como dijo Romano Prodi cuando era presidente de la Comisión Europea: «Europa tiene un papel que desempeñar en la gobernanza del mundo, un papel basado en la reproducción de la experiencia europea a escala global». Esa me parece la quintaesencia de la «política moderna». Ahora está claramente en recesión, y no me parece una buena noticia porque pone de manifiesto la dificultad que tienen las sociedades de aprender.
Como he intentado justificar en las páginas que siguen, la «política ancestral» crea un «marco de insensatez» que produce inevitablemente errores cognitivos y afectivos, equivocaciones y atrocidades. Debemos aplicar el «principio de Hanlon»: «Nunca atribuyas a la maldad lo que se explica adecuadamente por la estupidez». Llamar la atención sobre este asunto me parece urgente. Lo malo es que ese «marco de insensatez» ha contaminado el pensamiento humano porque engancha con fallos de diseño de nuestra inteligencia. Somos una especie muy inteligente, pero muy vulnerable. Los sesgos cognitivos y afectivos, lo que he denominado «chapuzas evolutivas», la dificultad de coordinar «tecnologías neuronales arcaicas» con «tecnologías neuronales modernas», nos hacen cometer «errores previsibles» que producen incomprensibles desdichas. Trump ha vuelto a demostrar el poder que tiene el pensamiento tribal. Contra estos fallos pretende actuar la vacuna que presento.
Lo llamativo es que las técnicas de persuasión utilizadas por Trump son también ancestrales, conocemos su funcionamiento; sin embargo, continúan siendo eficaces. Sabe que el sesgo de anclaje hace que el envite hecho al principio de una negociación, aunque sea disparatado y luego se retire, influye en el proceso. Los sistemáticos fact-chekings a los que han sido sometidas sus palabras no han funcionado porque previamente ha desacreditado a todas las instituciones que le podían criticar. Ha comprobado que repetir muchas veces la misma cosa acaba produciendo un espejismo de verdad. Ha conseguido, mediante un uso masivo de la comunicación personalizada, hacer normal lo que era inaudito. Ha ido incluso más lejos. Los obsesos del poder siempre han mentido, pero la situación actual es nueva. No es que se acepten las mentiras: es que se ha extendido la idea de que nada puede ser mentira porque nada puede ser verdad. Si lo que digo no concuerda con la realidad, la culpa es de la realidad, no mía. No es una broma, aunque lo parezca. Esta lógica fue precisamente la que empleó Kellyanne Conway, consejera presidencial de Trump, para justificar una mentira: «Son hechos alternativos». La famosa frase de Groucho Marx —«Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros»— ha sido aplicada ahora a los hechos: «Si no me gustan, tengo otros».
Esto también forma parte de la tradición política ancestral. En 2004, Karl Rove, asesor principal del presidente George W. Bush, despachó a los críticos de su gobierno acusándolos de «formar parte de una comunidad basada en la realidad» (!). La razón que dio resulta apabullante: «Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad». La realidad depende de mi poder. No hay ninguna otra fuente distinta de legitimación. Por eso, la ciencia no es más la superstición del poderoso.
Todo esto parece un truco de prestidigitador mental que la filosofía debería desmontar, pero en uno de los episodios más sorprendentes de la historia del pensamiento, la filosofía posmoderna se ha aliado con el ilusionista. Su influencia ha penetrado en la política estadounidense, como ha estudiado Lee McIntyre en Posverdad y en Sobre la desinformación. La filosofía posmoderna, duramente criticada por el pensamiento conservador en sus inicios, afirma precisamente eso, que la realidad no interesa, todo es discurso, y que quien se adueña del discurso, se adueña de la realidad. Desde esa perspectiva, todo, incluida la ciencia, son relatos, meras construcciones sociales. Esa propuesta aparentemente tan revolucionaria encantó a todos los autócratas. Para un dictador resulta estupendo que un filósofo le diga que puede determinar lo que es verdad. Es decir, que la filosofía posmoderna legitima las mentiras de Trump. En una entrevista en The Guardian del 12 de febrero de 2017, el más actual de los filósofos estadounidenses, Daniel Dennett, comentaba:
La filosofía no se ha cubierto precisamente de gloria con la forma en que ha manejado esta cuestión [la cuestión de los hechos y la verdad]. Quizás algunos comiencen ahora a darse cuenta de que los filósofos no son tan inocuos después de todo. A veces, las opiniones pueden tener consecuencias terribles que puede que lleguen a convertirse en realidad. Creo que lo que hizo el posmodernismo fue verdaderamente malvado. Son responsables de la moda intelectual que hizo que practicar el cinismo sobre la verdad y los hechos fuese algo respetable. Tienes a gente que anda diciendo por ahí: «Bueno, tú eres parte de esa gente que aún cree en los hechos».
Yo también creo en los hechos y en la posibilidad —sin duda esforzada— de conocerlos. En este momento, la filosofía debe recuperar su potente vocación científica y su necesaria misión de servicio público. La filosofía no es esa mezcolanza de aforismos, libros de autoayuda y centón de opiniones con que se la confunde: es el cultivo del pensamiento crítico, desarbolado ahora por la acción del virus mental que niega la posibilidad de un conocimiento verdadero y universalmente válido. Un virus que fomenta nuestra credulidad y nos hace vulnerables ante cualquier manipulador experimentado. Con una dolorosa experiencia a sus espaldas, Hannah Arendt ya advirtió: «El sujeto ideal para el gobierno totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino la gente para quien la distinción entre hechos y ficción, entre verdadero y falso, ya no existe». Trump ha entendido perfectamente el aire de los tiempos.
Los movimientos políticos actuales coinciden con una interesante novedad en Psicología: el aumento de investigaciones sobre la llamada «Psicología oscura». El año 2002, Delroy L. Paulhus y Kevin M. William, de la Universidad de British Columbia, publicaron un artículo hablando de la Triada Oscura de la Personalidad (Dark Triad): narcisismo, maquiavelismo, y psicopatía. Los tres rasgos de carácter provocan disfunciones sociales, a nivel subclínico. Se caracterizan por establecer relaciones de dominación, dependencia, explotación y manipulación.
Algunos autores hablan de una tétrada oscura porque incluyen el sadismo o la crueldad. Como ocurre casi siempre en Psicología, son conceptos borrosos, que más que definir con precisión un rasgo se limitan a subrayarlo dentro de un conjunto más amplio.
Está emergiendo una «Psicología oscura», encargada de estudiar esas relaciones, a las cuales habría que añadir las generadas por la «pasión del poder». Son rasgos de carácter que producen conductas destructivas para otras personas, porque limitan su libertad, anulan su ánimo, abocan a conductas insensatas o provocan desdicha. Por debajo de múltiples variantes parece dibujarse un «núcleo oscuro» común a todas ellas: el afán manipulador y la insensibilidad.
La filosofía, que debería ser la vacuna contra la insensatez, también debería enfrentarse con la Psicología oscura, pero ha sido víctima de eficientes virus mentales. No me resigno ante esta situación, por eso me parece importante elaborar una vacuna protectora. Reivindico los objetivos de la Ilustración: liberarnos de la credulidad y del poder absoluto. Hemos visto que ambas sumisiones van juntas. Tengo confianza en la capacidad de la inteligencia para alcanzar esos objetivos. Como muestra de coherencia y convicción, quiero terminar este prólogo con las mismas palabras con que acabé el prólogo de Historia universal de las soluciones:
Hegel dijo que la filosofía, como el búho de Minerva, levanta el vuelo al anochecer y siempre llega tarde. Tal vez tuviera razón. Pero si ese es el caso, necesitamos una filosofía madrugadora, que llegue a tiempo. El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece.
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Autor: José Antonio Marina. Título: La vacuna contra la insensatez. Editorial: Ariel. Venta: Todostuslibros.
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