Una despedida con lágrimas de mármol
Durante los compases iniciales el recuerdo a Javier Krahe se hizo presente entre el público, cuando apareció (tal vez el único acierto de la Inteligencia Artificial) reformulado en forma de holograma para brindar al final del videoclip de “Un último vals”. También lo hizo en mi cabeza, esta vez de carne y hueso y en... Leer más La entrada Una despedida con lágrimas de mármol aparece primero en Zenda.

«He llorado en Venecia, me he perdido en Manhattan. He crecido en La Habana, he sido un paria en París. México me atormenta, Buenos Aires me mata. Pero siempre hay un tren que desemboca en Madrid». Eran poco más de las ocho y media de la tarde cuando los primeros versos de Joaquín Sabina resonaban entre las paredes del Madrid Arena y las lágrimas de mármol comenzaban a escaparse por los resquicios de los recuerdos de varias generaciones. Miles de vidas diferentes, antagónicas, pero que han compartido una misma banda sonora.
Después de esta gira, Hola y adiós, que comenzó en primavera y se despedirá a la vuelta del otoño, momento más que oportuno para la melancolía, no tendremos más remedio que asumir el abatimiento que vendrá. Pues toda pérdida es una derrota. Deberemos volcarnos en la transmutación de presente a pasado, esa que nos empuja sin remedio a colocar los discos de Sabina junto al de esos artistas que nunca más podremos volver a disfrutar en directo: los del propio Krahe, Cerati, Spinetta, La Mandrágora (seguimos sin saber quién rompió el vaso en el mítico directo), o los de Joan Manuel Serrat, quien, ya despedido hace unos años, se dejó ver en las pantallas del escenario, recibiendo el primer aplauso generalizado del público, para sentarse junto al de Úbeda en la barra del bar de ese vídeo musical que sirvió para entretener al personal, sumergiéndolos en sus recuerdos y divagaciones, mientras la banda tomaba posiciones.
Ese “Un último vals” nos avisaba de que el viaje llegaba a su fin y que ahora sí, o al menos eso parece, el autor de las letras que mejor han sabido narrar la vida de sus coetáneos está a punto de abandonar el tren que anuncia próxima parada en Atocha. La estación más representativa de una ciudad que ha sido hilo conductor de la obra de un Joaquín Sabina que la definía, nada más presentarse con “Yo me bajo en Atocha”, de la siguiente manera: «Madrid no es la ciudad en la que nací, pero sí en la que decidí vivir y a la que le debo todo lo que soy. Incluidas mis canciones».
En unos meses la voz rota y tabernaria del poeta desaparecerá de los escenarios, como antes lo hicieron sus sonetos de las primeras páginas del Interviú, entre las tetas de saldo de la famosa de turno y los artículos de investigación que sacaron a la luz algunos de los momentos más oscuros de la historia reciente de España. También otros de los más casposos, pues para el infausto recuerdo quedan las fotografías del prófugo Roldán en calzoncillos jugando, a quién sabe qué, con unas prostitutas pagadas con los fondos reservados que más tarde, por arte de birlibirloque, desaparecieron al mismo tiempo que lo hacía el espía de las mil caras. Otra historia patria que Sabina supo moldear a base de rima, ironía y buen hacer en algunos de sus versos más satíricos, que nos dejó en herencia enmarcados entre sus dibujos e impresos en papel cuché.
El ictus de 2001 lo arrastró a la depresión profunda, mientras los más agoreros lo daban por muerto. Memoria turbada que sacó a flote, mientras él agarraba su guitarra para seguir con el repertorio, siempre sentado, una escena protagonizada por las palabras de una vecina de mi pueblo el mismo día que se supo de su ingreso. Su figura decrépita fue pasto de una de esas personas que sientan cátedra sobre todo lo que desconocen, para jactancia propia y escarnio ajeno, y que no dudó en gritar a los cuatro vientos en la piscina municipal, para que todos pudieran escucharla: «¡Sí, se ha muerto Joaquín Sabina!». El vuelco que sufrió nuestro corazón, el de un amigo sabinero y el mío, al escuchar aquella afirmación tan equivocada como, cada vez tengo más claro, malintencionada, fue una mella entre nuestro ánimo al asumir, aunque tan solo fuera por unos segundos, que nuestro músico preferido se había escapado por el sumidero de la historia. Por aquel entonces no existían las redes sociales, ni los profesionales de la divulgación de bulos, pero en todos los pueblos había un prototipo en fase de pruebas. Por suerte, como tantas otras veces, esta sembradora de mentiras nada piadosas y sopladora de malas noticias se equivocaba. Hubo un bache, fue verdad, uno gordo, pero Sabina volvió un año después con Dímelo en la calle, un puñetazo sobre la mesa para despertar de la ensoñación a los agoreros y darnos un atisbo de esperanza a los fieles. Tres años después llegaría Alivio de luto, y con él se esfumaron los fantasmas y volvieron los conciertos y las canciones. Letras que nos han ayudado tantas veces a comprender la vida, a digerirla, que son patrimonio nacional.
Aunque la resignación sea una virtud cristiana de otros tiempos pasados, que dudo que ni él ni yo compartamos, pues evocan momentos duros en blanco y negro, donde la abnegación y el sentido crítico quedaban desterrados del devenir humano, no nos queda otra que asimilar con una pudorosa emoción que pocos finales de fiesta nos hicieron más felices que ese “Princesa” con la banda arropándolo, mientras la emoción y los brazos en alto del público lo llevaban en volandas hasta la despedida final.
Al salir del recinto reverberaban en las gargantas de los presentes las estrofas más significativas de “Lágrimas de mármol”, tal vez el último clásico del genio adoptado por sus incondicionales. Unos versos entonados con la rabia del que se sabe vencedor de su propia batalla vital: «Superviviente, sí, ¡maldita sea! Nunca me cansaré de celebrarlo. Antes de que destruya la marea, las huellas de mis lágrimas de mármol. Si me tocó bailar con la más fea. Viví para cantarlo».
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