Alimentando sueños
Comencé por releer todos esos textos teatrales, y en cuanto me puse con el primero, que databa de 1991, me entraron ganas de reescribirlo por completo: le veía todas las ingenuidades de un dramaturgo primerizo que aún está balbuceando. Los siguientes no me convencieron más, y pronto se me planteó la duda que asalta en... Leer más La entrada Alimentando sueños aparece primero en Zenda.

Cuando Alberto Vicente, el editor de Punto de Vista, me propuso reunir toda mi producción teatral en dos nuevos volúmenes, pensé, entre agradecido y asustado, que eso suponía el reconocimiento a una larga trayectoria, pero también el anuncio de que quizás ya tenía más pasado que futuro como dramaturgo. Mientras escogíamos las 16 obras que aparecerían en la recopilación, yo empecé a denominar a esos libros Obras completas, hasta que Alberto, con su buen ojo de editor, me corrigió: “Se titularán Teatro reunido, porque espero que sigas escribiendo otras y hagamos un volumen 3”. Le agradecí la confianza, aunque me dejó pensando: “Después de más de treinta años en el teatro, ¿me queda aún algo por decir?”. Antes de despedirnos, me hizo un encargo: debería escribir un prólogo para el volumen 1 en el que reflexionara sobre cómo había evolucionado mi dramaturgia a lo largo de esos decenios. Cuando me puse manos a la obra, me di cuenta de que echar la vista atrás puede ser paralizante, porque uno comprende lo lejos que se ha quedado de lo que pretendía cuando comenzó, pero también puede constituir un acicate para seguir intentado alcanzar ese texto perfecto que nunca ha conseguido.
Más difícil me fue encontrar el hilo conductor que unía todos esos textos. Honestamente, creo que los escritores somos los peores analistas de nuestro trabajo: estamos demasiado cercanos a él para mirarlo con distancia y poder diseccionarlo. A ello se une que, en mi caso, escribir siempre ha sido prestar atención a las voces que habitan en mi interior y tratar de plasmarlas en la página con la mayor fidelidad posible, atendiendo a sus ritmos y respiraciones. De ahí que haya imágenes que regresen obsesivamente, con ligeras variaciones, en distintas obras: el sueño del hermano muerto que no encuentra su sepultura o la pareja que baila un danzón o un foxtrot como escapada de una obra de Pina Bausch. Entiendo que responden a obsesiones ancladas en experiencias vividas, pero se me hace difícil explicar racionalmente cuándo surgen y por qué motivo. Soy uno de esos escritores que, como decía Vargas Llosa, escribe con brújula, más que con mapa: me dejo llevar por la intuición y nunca sé hacia dónde va a evolucionar lo que estoy escribiendo. Supongo entonces que la coherencia entre todas esas obras que han ido jalonando años de trabajo se ha ido configurando por la tensión constante entre la voluntad de proseguir una escritura que respondiera a lo que necesitaba contar y el pragmatismo de adaptarme a lo que demandaban compañías y teatros si quería ser representado. Esto último es algo absolutamente único de ese género híbrido que es la dramaturgia: se escribe con un pie puesto en la literatura y otro en el escenario. En efecto, la disyuntiva a la que nos enfrentamos los dramaturgos es: ¿la obra tiene sentido si no pasa del papel a las tablas? ¿Escribimos para ser puestos en escena o para ser leídos? Entre las 16 obras de Teatro reunido están todos los casos posibles: algunas fueron publicadas pero no representadas, otras se representaron pero nunca se publicaron, y unas pocas estaban inéditas como libro y como espectáculo. Simplificando muchísimo, podría decir que después de años de buscar respuesta a ese dilema, he llegado a convencerme de que una cosa es el texto destinado al montaje teatral, que tiene sus propias reglas, y otra distinta el destinado a la imprenta. En el primer caso, me adapto sin problemas a lo que demanda el escenario y no me duelen prendas si tengo que reescribir o suprimir a pedido del equipo: considero que las palabras que se pronuncian en escena son un elemento más del espectáculo; en el segundo, juzgo que soy un escritor que ha de pensar en el lector y que el teatro es una rama más de la literatura, por lo que debo sopesar cada palabra que incluyo hasta conseguir el efecto deseado.
En cambio, al terminar de revisar todas las obras de los dos volúmenes, sí que me resultó más fácil encontrar algunos elementos técnicos y formales que se han ido repitiendo y quizás constituyan el andamiaje de la voz autoral: diálogos ceñidos a lo mínimo, que evitan la palabrería costumbrista y se quieren afilados; escenas que comienzan frecuentemente in medias res y obligan al lector a deducir lo que ha pasado hasta entonces; saltos abruptos de tiempo y de lugar; personajes que carecen de nombre propio y se identifican por su edad, sexo o función (por ejemplo: joven, mujer, psicólogo); ausencia de didascalias que indiquen las acciones de los personajes o el espacio en el que ocurre la acción (con frecuencia indicado sucintamente en el título de la escena); o monólogos no realistas (corriente de conciencia del personaje, soliloquios dirigidos a un tú indeterminado).
En cuanto a la estructura de las obras, una característica común a casi todas ellas es la ruptura de la temporalidad lineal. Salvo excepciones, las escenas o actos no suelen avanzar en sentido cronológico: o bien se alternan líneas de acción pertenecientes a dos tiempos o épocas distintos o bien se muestran escenas que avanzan y retroceden en el tiempo o incluso aparecen escenas que son imposibles conforme a la lógica temporal y pertenecen al dominio de lo imaginado o lo fantaseado. Entender desde muy joven que los juegos con la cronología ofrecen múltiples posibilidades para abrir interpretaciones con respecto a las trayectorias de los personajes y complejizar las tramas me ayudó a experimentar con estructuras no lineales que, intuitivamente, me parecían responder mucho mejor a los tiempos fragmentarios y caóticos en que estamos instalados. A esa misma intuición siento que responden los prólogos o preámbulos que son también frecuentes en mis textos: constituyen como un primer fogonazo que ilumina brevemente el universo en el que vamos a sumergirnos, un “aviso para navegantes” situado antes o fuera del tiempo de lo narrado; junto con los epílogos, con los que suelen enlazarse al final de la obra, introducen una temporalidad externa al núcleo del drama y, al igual que estos, muestran habitualmente efectos causados por el tiempo en los protagonistas.
Ahora que contemplo los dos volúmenes a punto de publicarse, siento que lo que he hecho en estos treinta años de arrancar ficciones a la nebulosa de mis fantasmagorías es esperar obstinadamente que encuentren un improbable destinatario. Obviamente, han sido más las veces en que he pensado tirar la toalla que aquellas en que me he sentido satisfecho, pero cuando las fuerzas desfallecen, me digo que sin las fábulas que he visto en escenarios y he leído en libros, yo no hubiera sido capaz de concebir posibilidades bien alejadas de mi realidad cotidiana que ensancharon mis horizontes, y me aliento a perseverar, confiando en que quizás las historias que ofrezco sirvan a alguien, en algún lugar, para alimentar sus sueños de una vida otra, más plena, más libre, más auténtica. Ese es para mí el sentido último de las ficciones: espolear nuestra insatisfacción con el mundo y descubrirnos aquello que ni nosotros mismos sabíamos que deseábamos.
—————————————
Autor: Borja Ortiz de Gondra. Título: Teatro reunido, vols. 1 y 2. Editorial: Punto de Vista Editores. Venta: Todostuslibros.
La entrada Alimentando sueños aparece primero en Zenda.