Claveles perdidos en la Almudena
“Claveles rojos, incendios compactos, racimos de vino y terciopelo ardiente” Pablo Neruda Comenzaba a caer la tarde del 12 de mayo y yo paseaba Madrid como la pasea un arqueólogo que aguarda encontrar entre la tierra, el hueso primordial que todo lo explique, el ἀρχή que decían los griegos y que está en la raíz... Leer más La entrada Claveles perdidos en la Almudena aparece primero en Zenda.

“Claveles rojos, incendios compactos,
racimos de vino y terciopelo ardiente”Pablo Neruda
Dicen algunos viejos románticos que a Madrid ya no le queda nada de su antigua mística literaria, de sus rincones míticos de café y bohemia, de sus bordados de luz espesa, galdosiana; de sus charcos de agua y orín donde Valle aún sonríe con su mueca irónica y sus botines blancos de piqué. Dicen aquellos viejos románticos que el cierzo de los años borró para siempre la ceniza curva en los ceniceros de González Ruano, que cerró con doble llave las cajitas musicales de Ramón y que hasta Sabina cantó ya su último vals. Yo creo, no obstante, que las grandes ciudades literarias respiran aún con el asma de su antigua tinta, hay que saber auscultar su sibilancia.
Un amigo me indicó el camino: “Desde Sol, línea 2, dirección Las Rozas. Bajas en estación La Elipa, andando son 10 minutos… El cementerio es enorme”. Solo un par de horas le quedaban a mi estadía breve en Madrid y yo buscaba un cementerio, buscaba en verdad el lugar en el que Francisco Umbral y su hijo Pincho se hicieron silencio eterno detrás de un mármol blanco, casi desnudo como el viento que deja la muerte a su paso. En un puesto de flores compré tres claveles rojos, desconozco por qué justamente tres. Tres son las Personas de la Trinidad, tres el número fetiche de los ensayistas para sus apartados teóricos, tres porque además de Umbral, bien valía dejar algún otro clavel ante la tumba de Galdós, de Baroja o de Vicente Aleixandre, música maravillosa del 27.
La Almudena es una verdadera necrópolis, una ciudad de pájaros que se ríen de la muerte bajo el aroma ácido de las flores marchitas y el agua estancada de los floreros. En la ancha Castilla había visitado los camposantos pequeños de los pueblos silentes: Villanueva, Santa Eufemia, apenas cinco tumbas visibles en Otero de Sariegos tras los muros de la vieja iglesia o aquel “corral de muertos” —como decía Unamuno— recostado sobre el Duero en el extremo salmantino. La Almudena abruma por su extensión y yo no contaba con más referencias que mi memoria fotográfica para dar con la tumba de Umbral. La Administración del Cementerio estaba cerrada y no quedaba otra opción que desandar los caminos a contrarreloj. Alcancé a divisar los grandes paredones de nichos, pero navegaba aquellas aguas imaginarias sin brújula ni puerto. Una extensa guía telefónica de la muerte se iba sucediendo ante mis ojos: nombres, números fijando lágrimas en los almanaques del dolor, jarrones rotos como testigos del olvido. Los tres claveles rojos se iban humedeciendo entre mis manos como presintiendo la nota final y amarga de la tarde madrileña. El reloj litúrgico de aquella jornada literaria sonaba a vísperas, casi completas y yo debía volver al centro de la Ciudad. Emprendí el camino de regreso, sentía la presencia de los ángeles de piedra con sus miradas clausuradas, el óxido de los crucifijos, los brotes generosos de la primavera. Quedaba atrás la Iglesia cansada de responsos en el hueco de la última luz de la tarde, un enjambre de pasillos angostos, un mausoleo recordando a la División Azul con una bandera española estática, pétrea, como las dialécticas estériles de los odios irreconciliables. Dejé los tres claveles en una tumba abandonada, con su placa colgante sostenida por un solo tornillo. No fijé el nombre, pero alcancé a rezar una jaculatoria por quien allí dormía su sueño de siglos y otra jaculatoria por Umbral y por su hijo, por quienes me había extraviado en la Almudena con tres claves rojos en la mano.
Luego fue el paso apurado, a contramano de un tránsito de lunes por la tarde. Fue el Metro de vuelta, ahora con dirección a Cuatro Caminos. Pasaron otras postales delante de mis ojos: dos estudiantes confesándose su amor, una religiosa estrenando en su rostro la alegría de un nuevo papa, un moreno con la mirada perdida, lejos de sus padres. ¿Le quedaba un bis a la tarde para dar con el paradero de Umbral? Bajé del Metro en estación Banco de España buscando el cielo azul de Madrid y las aguas díscolas de la Cibeles. Giro leve a la izquierda en Paseo de Recoletos y sobre la misma vereda, ya ganada por la sombra, el Gijón. Ingresé al café con verdadera unción litúrgica —como dijo alguna vez Fernando Sánchez Dragó—, profana sí, pero también mistérica. En la primera mesa, recostada sobre el ventanal, pedí un vaso de leche y mientras acariciaba con mis manos ateridas el frío mármol negro pude intuir el rumor de unas voces cercanas. De pared a pared Fernán Gómez le susurraba monólogos perdidos a Paco Rabal y Alberti enjugaba la penúltima lágrima de Miguel Hernández mientras el ángel de Gerardo Diego contemplaba todo, sin palabras. Alfonso el cerillero brillaba con lumbre propia en un rincón y Camilo le guiñaba uno ojo a Umbral como pie y contraseña para un nuevo solo de Olivetti. Allí estaba Paco Umbral, con los ojos grandes tras sus gafas cuadradas, con su bufanda roja guareciéndose de un frío que le venía de adentro. Estaba allí en esa dialéctica de la presencia-ausencia que excita el alma, pero jamás la colma. Bebí mi vaso de leche umbraliana y caminé el Café que el ineluctable paso del tiempo había encogido hasta hacerlo un corralito de voces menores. Allí estaba Ginesito, buscando a los plagiadores de su obra y pidiéndome un tango argentino mientras el piano mudo nos miraba, como citándonos a su lado. “Madrid es un género literario” —decía Umbral, y acertaba—.
Tres claveles rojos morían de soledad en la Almudena, extraviados, pero susurrándome de una punta a otra de la ciudad: “¿por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo?”
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