La pintura de Historia, ¿un género español?: De los italianos al servicio de España a Ferrer-Dalmau

Portada: ‘Episodio de Trafalgar’, de Francisco Sans Cabot. Sin embargo, la pintura de Historia, aun teniendo su esplendor en los movimientos que nutren el ideario liberal político, hunde su raíz en centurias mucho más tempranas. Concretamente en plena Edad Moderna. Y es que si en el siglo XIX surgen los nacionalismos, en los albores del... Leer más La entrada La pintura de Historia, ¿un género español?: De los italianos al servicio de España a Ferrer-Dalmau aparece primero en Zenda.

May 25, 2025 - 14:35
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La pintura de Historia, ¿un género español?: De los italianos al servicio de España a Ferrer-Dalmau

Portada: ‘Episodio de Trafalgar’, de Francisco Sans Cabot.

Hoy, con medios audiovisuales tan desarrollados como el cine, es relativamente fácil asomamos a la Historia, ya sea esta tan antigua como el Egipto arcaico o tan relativamente reciente como la Guerra de los Balcanes. En cambio, hasta no hace mucho, la mejor —y prácticamente única— ventana para difundir algunos de los hechos más significativos de cada país era el arte. Y más concretamente, la pintura de Historia, un género que nació al albur del romanticismo formando parte de un paradigma que consolidó las bases de los estados liberales. Con ellos se inauguraba, a lo largo y ancho de Occidente, un profundo cambio de mentalidad, donde la burguesía funcionaba como adhesivo de una sensibilidad artística conectada a la exaltación de las ideas políticas. En pocas palabras: la pintura de Historia surgió como “arte oficial”, reafirmando así un fuerte vínculo con el poder. Algo que, como luego veremos, no era estrictamente nuevo, aunque sí tenía entonces una aspiración socializadora y, lo que es aún más importante, funcionaba como elemento catalizador en el que situar la nación en términos cercanos al mito de la virtud, en sustitución del cristianismo a modo de dignidad. De la mezcla resultante salieron infinidad de obras en las que los líderes de cada país buscaron la proyección atemporal de una identidad colectiva. De tal manera, encontramos grandes lienzos que nos muestran batallas, conquistas, ajusticiamientos, capitulaciones, marchas, manifiestos y un largo etcétera de episodios que interpelan a los espectadores acerca de su filiación con las raíces de la patria para legitimar el presente. Naturalmente y dado que, como hemos comentado, hablamos de un “arte oficial”, no resulta extraño que, ligado a este género de gran formato, se explique la aparición en paralelo de las academias de Bellas Artes. Hablamos de centros directamente promocionados por el poder público, con el fin de proporcionar —y orientar— el relato que interesa mostrar. Un caso análogo se daba en las, también famosas, Exposiciones Universales. En ambos casos, el objetivo era el mismo: impulsar una narrativa que había de servir como músculo y guía a la sociedad del momento, estableciendo un puente iconográfico moralizante y una escenografía sublimada. Una apuesta ambiciosa que, a la postre, en el caso que nos ocupa con la pintura de Historia, desembocaría en otro género: el social, que se mantuvo hasta que muchos artistas encontraron, ya encauzando el  final de siglo, un nuevo marco conceptual con el comienzo de las vanguardias.

Muerte de Viriato, de José de Madrazo.

Sin embargo, la pintura de Historia, aun teniendo su esplendor en los movimientos que nutren el ideario liberal político, hunde su raíz en centurias mucho más tempranas. Concretamente en plena Edad Moderna. Y es que si en el siglo XIX surgen los nacionalismos, en los albores del Renacimiento eclosiona un gran imperio como el español y, con él, una fuerte expresión de dominio cuyo alcance se extendió a los cinco continentes. No decimos con esto que la pintura de Historia nazca ligada a nuestro país, pero sí ponemos de manifiesto el hecho de que, sin lugar a dudas, guarda una íntima relación con nuestra memoria. Para muestra, la archiconocida obra del Cinquecento que trasciende tanto en la historia del arte como en la política: Carlos V en Mühlberg. Dicho cuadro es mucho más que un retrato cortesano —y ecuestre—, puesto que lo que Tiziano pone de manifiesto, por petición expresa del emperador, es una amplia difusión de los valores imperiales, o lo que es igual: un reclamo propagandístico de la Casa de Austria y su defensa del catolicismo. El mensaje estaba claro, y sería después Felipe II quién, como hijo de Carlos, siga dando continuidad a este tipo de pintura con el pretexto de grabar la hegemonía de la casa de Habsburgo en los campos de Europa. Felipe, sin embargo, optará por hacerlo a través de un programa plástico estimulante, al más puro estilo clásico y trabajado, además, al fresco. Hablamos, como no puede ser de otra manera, de la sala de batallas de El Escorial. Allí, en esas doce escenas, se constata la pujanza del Imperio entre triunfos internacionales y domésticos —anteriores al reinado de los Austrias— de los que emana el matiz universalista de lucha contra el islam y el protestantismo. De nuevo, una publicidad afinada y enfocada, que nos da una clara idea del valor divulgativo, comercial e idiosincrático del género que nos ocupa.

"El desarrollo de la acción respondía por primera vez a un esfuerzo por plasmar verosimilitud en todos los elementos que conforman la misma, es decir: el vestuario, las banderas, el mobiliario y el paisaje"

El siglo XVII no se quedó atrás en un momento en el que la hegemonía española comenzaba a ser contestada. Precisamente por ello, la Monarquía redobló esfuerzos en crear un imaginario abrumador en el cual vender los más apabullantes éxitos de la Corona. Así las cosas, conocida es la petición que el “rey planeta”, Felipe IV, expidió a algunos de los más grandes artistas de su tiempo —y de la historia del arte— para el embellecimiento del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. El resultado de la petición terminó por concitar a Carducho, Maíno, Velázquez, Zurbarán, Cajés o Castelo, entre otros. La publicidad, como bien puede observarse, siempre tuvo a los mejores, y sostener un reñidero exterior por medio mundo nunca fue barato. Allanando el terreno para lo que sería la consideración oficial de este género pictórico —faltaban aún algo más de cien años—, es destacable señalar que fue Velázquez quien comenzó a pintar atendiendo a una visión objetiva del hecho a representar. El desarrollo de la acción respondía por primera vez a un esfuerzo por plasmar verosimilitud en todos los elementos que conforman la misma, es decir: el vestuario, las banderas, el mobiliario y el paisaje.

Numancia, de Alejo Vera y Estaca.

En el XVIII, la Ilustración abrirá la pintura al elogio del placer y la materialización de la cotidianidad en torno a la más grande de las pulsiones humanas: el amor. El marco profano cobraba protagonismo, y la dinámica de la pintura de Historia, entendida como el protogénero que hemos recorrido en época de los Austrias, no volverá a aparecer hasta el último tercio del siglo, precisamente cuando las guerras sacuden nuevamente Europa y la necesidad apologética se hace ineludible para los Estados. En ese escenario hace aparición Francisco de Goya. Su visión, al trote de diferentes estilos y en un momento resbaladizo para buscar una definición estética, insufló un espíritu irredento en la lucha de España contra Napoleón siendo, de hecho, sus obras del 2 y 3 de Mayo —tema que rescataría décadas después Joaquín Sorolla— encargadas por el Consejo de Regencia. Ahora bien, del mismo modo, su pintura mostró al mundo la experiencia devastadora de la guerra como nunca antes se había visto. Apenas sin descanso, tras la guerra, llegaron las revoluciones y, con ellas, nuestro punto de partida: el siglo XIX.

"El desarrollo de la acción respondía por primera vez a un esfuerzo por plasmar verosimilitud en todos los elementos que conforman la misma, es decir: el vestuario, las banderas, el mobiliario y el paisaje"

Entramos en la codificación del género y en los principios de su argumentario clásico. Los primeros artistas contemporáneos volvieron su mirada a las mieles del Imperio y tiempos más remotos, como la Reconquista o el periodo visigodo. Imbuidos por esa esencia, estos pintores recuperarán, en cierto modo, el protagonismo de la Iglesia, respaldados por las facciones conservadoras del Estado, testimoniando así su valor en la construcción histórica de la Nación. Cosa que, no pocas veces, cobraba tintes míticos que también fueron plasmados al óleo.

Vicente López Portaña, José Aparicio y Juan Antonio Ribera fueron los pintores que primero se adhirieron a los cánones implementados por la Real Academia de San Fernando. En sus obras todavía se aprecia una suave influencia tardobarroca que no tardó en mutar hacia la pulcritud técnica, exigida por el género. A propósito: la monumentalidad del mismo llegó poco después, con José Madrazo y su cuadro Muerte de Viriato, jefe de los lusitanos. A partir de entonces, el gran formato brilló con luz propia durante la mayor parte del reinado isabelino, con obras sobresalientes de Antonio Gisbert, Valentín Carderera, Eduardo Cano, Isidoro Lozano y Rafael Tejero, pintor de cámara de la reina. Las pinturas más tardías de muchos de ellos se fueron incardinado en el realismo, del que su máximo representante fue Francisco Pradilla, aunque, en un arco intermedio, encontramos las obras de Eduardo Rosales, Eugenio Álvarez Dumont —inolvidable su óleo sobre la Muerte de Churruca en Trafalgar—, del polifacético Ulpiano Checa o de Francisco Sans Cabot, quien, entre otras grandes obras, retrató a Prim en las guerras de África. Esta temática, en nuestros días, la ha recogido con gran aceptación —introduciéndola en un repertorio mucho más extenso— otro pintor catalán: Augusto Ferrer-Dalmau. Un artista esforzado en mostrar la honra del soldado lejos de idealismos exacerbados, evocando la retratística ecuestre de José Cusach y con un vistoso dominio de la técnica figurativa. A él le debemos el resurgir de un género que estuvo obviado a lo largo del siglo XX.

En palabras de Arturo Pérez-Reverte: «Augusto ha aportado con su trabajo un rigor ponderado a la pintura histórica».

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