Wes Anderson, un cuentista singular

No creo que fuera al buen tuntún la elección del telón de fondo de aquella instantánea: son varias las analogías que se registran entre el realizador estadounidense y el brabanzón —el más destacado de los artistas holandeses del siglo XVI—, junto con El Bosco, Rubens y Van Eyck uno de los grandes maestros de la... Leer más La entrada Wes Anderson, un cuentista singular aparece primero en Zenda.

May 25, 2025 - 14:35
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Wes Anderson, un cuentista singular

El material gráfico sobre Wes Anderson es copioso; si cabe, más que el del resto de los cineastas estelares y excéntricos de nuestro tiempo. Basta con teclear su nombre y cualquier buscador nos presenta varias pantallas de imágenes que nos lo enseñan. De entre esas ingentes cantidades, me quedaré con una fotografía que nos lo muestra junto a su esposa, la ilustradora Juman Malouf, en el Kunsthistorisches de Viena. El matrimonio posa ante una de las obras más conocidas de esta pinacoteca austríaca, cuyo tesoro —dicho sea de paso— constituye una de las mejores colecciones de arte europeo del mundo. Ésta no es otra que La Torre de Babel, un óleo sobre tabla de Pieter Brueghel el Viejo, fechado en 1563.

No creo que fuera al buen tuntún la elección del telón de fondo de aquella instantánea: son varias las analogías que se registran entre el realizador estadounidense y el brabanzón —el más destacado de los artistas holandeses del siglo XVI—, junto con El Bosco, Rubens y Van Eyck uno de los grandes maestros de la pintura flamenca. Brueghel es conocido por su estilo detallista —tanto como El Bosco—, repleto de personajes y escenas que a menudo nos trasmiten cierta sátira social. Recuérdese El combate entre don Carnal y doña Cuaresma —otro óleo sobre tabla, éste datado en 1559—, otra de sus obras más sobresalientes, en la que, más allá de la lucha entre el disfrute de los placeres terrenales y la restricción espiritual, ese simbolismo entre la indulgencia y la abstinencia al que aluden de forma inequívoca los protagonistas de la escena que nos muestra la pintura, quien quiera puede entrever todo un sarcasmo sobre las tensiones religiosas de la época: la Reforma y la Contrarreforma (Siglo XVI-Siglo XVII), ¡ahí es nada!

"En Asteroid City, Wes Anderson tiene un enfoque visual sofisticado y colorido, con una atención al detalle que recuerda a la minuciosidad de Brueghel"

Ya en nuestro 2025, ante el inminente estreno de La trama fenicia, la nueva cinta de Wes Anderson, el momento parece que ni pintado para intentar desvelar algunas de las claves de la filmografía de un cineasta que también entraña no pocos simbolismos bajo un discurso que se diría próximo a lo naíf, aunque sus paletas de colores vibrantes y simétricas tienen una impronta propia, genuina, de sus películas. Sus escenarios de cuento —aún tenemos muy presentes sus espléndidas adaptaciones de los de Roald Dahl, de 2023, para Netflix: El cisne, El desratizador, Veneno y La maravillosa historia de Henry Sugar— no han de llamar a engaño: sus personajes se ven sumidos en temas tan profundos como las tensiones en las que se debatió la Europa de la Reforma y la Contrarreforma. Así, en La trama fenicia, se nos habla de una monja, tan benévola como suelen serlo todas, hasta que el legado paterno hace que el buen rollo de la hermanita resulte tan dudoso como el pacifismo a ultranza de los que hasta antes de ayer —como aquel que dice— querían exterminar a toda la burguesía y todavía es ahora cuando no tiene fisuras su complicidad con los torturadores bolivarianos.

En Asteroid City, Wes Anderson tiene un enfoque visual sofisticado y colorido, con una atención al detalle que recuerda a la minuciosidad de Brueghel. Y ambos, cada uno a su manera, cuentan historias complejas a través de sus imágenes. Ambientada en un pueblo ficticio de los desiertos del suroeste de Estados Unidos —Mojave, Sonora, Chihuahua—, ese pueblo mítico, por imaginario, podría estar en cualquiera de estos lugares. Lo cierto es que estaba en la comunidad de Madrid —lo mejor del mundo, también sea dicho de paso—, en Chinchón, para ser más exactos. Sí señor, esta típica localidad de Las Vegas madrileñas es famosa por su anís —especialmente el dulce, mi favorito para los sol y sombras cuando bebía— y por el magnetismo que ejerce entre los grandes cineastas. También fue en la plaza de toros de Chinchón, que es desmontable, donde Michael Anderson rodó la secuencia española de La vuelta al mundo en 80 días. Lo de Anderson, por el contrario, se asemeja más a lo de aquellos realizadores del western mediterráneo que hacían pasar el desierto almeriense de Tabernas por el de Sonora, un artificio que entronca con otra de las grandes bondades del cine: su cosmopolitismo, que bien podría darnos otra de las claves del cine de Wes Anderson, esa feliz mixtura de culturas, estilos y épocas en escenarios que se sienten familiares, pero también únicos. Esto le da un toque universal a sus películas, donde cualquier espectador puede conectar con la historia.

Aunque empieza a imitación de esas introducciones, con las que el gran Rod Serling presentaba cada una de las entregas de La dimensión desconocida —una de las pocas series de televisión que tengo en la más alta estima—, lo que se parodia en Asteroid City es el cine de ciencia ficción de los años cincuenta, la década prodigiosa del género. Pero también la de la histeria anticomunista. De hecho, fue aquella una pantalla en la que los alienígenas siempre eran marcianos que simbolizaban a los comunistas. Aunque la Guerra Fría no pasó a ser la Guerra de las Galaxias hasta el mandato de Reagan —cuando el potencial conflicto entre las potencias se trasladó al espacio exterior—, el estadounidense medio agotaba los contadores Geiger en los puntos de venta. Su objeto era poder medir la radiación ionizante tras el holocausto nuclear, con el que contaban, una vez salieran del refugio antiatómico que todos se construían en la parte de atrás del jardín trasero de su casa. En Asteroid City no faltan las pruebas atómicas entre sus bromas.

"En cualquier caso, El gran hotel Budapest fue toda una comunión con los mitos de la hostelería centroeuropea, amén del mejor ejemplo de la polifonía del cine de Anderson"

Desde la dirección de arte hasta la música, todos y cada uno de los detalles contribuye a crear esa atmósfera exclusiva de los filmes de Anderson. Pero ninguno tanto como el reparto. Ya desde su segundo largometraje, Academia Rushmore (1998), protagonizado por Bill Murray, Brian Cox y Connie Nielsen, entre alguna que otra estrella, este realizador ha tenido una facilidad infrecuente en alguien proveniente del cine independiente —Anderson es uno de los más felices descubrimientos del festival de Sundance— para incorporar en sus repartos a algunas de las estrellas más destacadas del Hollywood contemporáneo. Así, en Los Tenenbaum: Una familia de genios (2001) —donde se da cuenta de la decadencia de una familia de gente brillante— consiguió reunir a Gene Hackman, Anjelica Huston, Ben Stiller, Gwyneth Paltrow y Clive Owen, su amigo, este último, desde que ambos cursaban estudios de Filosofía en la Universidad de Austin (Tejas) y colaboraban en los primeros proyectos cinematográficos.

El gran público le descubrió en Gran Hotel Budapest (2014), basada en varios relatos de Stefan Zweig —aunque a mí, particularmente, siempre me ha resultado más evocadora del hotel de Yo que serví al rey de Inglaterra (1971), del checo Bohumil Hrabal, todo un experto en el pacifismo de los comunistas. En cualquier caso, El gran hotel Budapest fue toda una comunión con los mitos de la hostelería centroeuropea, amén del mejor ejemplo de la polifonía del cine de Anderson, así como una de sus más celebradas colaboraciones con el actor Ralph Fiennes, quien ya había puesto la voz al zorro antropomorfizado que protagoniza Fantástico Sr. Fox (2009). Aquella primera adaptación de Dahl, un primer acercamiento al stop motion, fue una prueba incontestable de la plástica de Anderson, su estilo visual único. Era la ideal para poner en imágenes las palabras de uno de los más celebrados cuentistas en la lengua de Shakespeare de todos los tiempos.

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