Salpicón de yo
Hablaba en ese párrafo de la necesidad de visitar la biblioteca, incluso si no tengo que devolver ningún préstamo. Porque es todo beneficio. Si bien esta semana tenía que devolver dos títulos de Mayorga, del que solo he podido leer uno, El chico de la última fila, el viernes la visité, previa carga de mi... Leer más La entrada Salpicón de yo aparece primero en Zenda.

Una de las razones por las que he empezado a escribir la mayoría de mis textos en papel y de forma manuscrita —o con máquina de escribir— ha sido porque, sin darme mucha cuenta, entraba en un bucle corrector y censor cuando escribía con ordenador. Con la denominación “bucle corrector”, ya saben, me refiero a ese momento en el que, después de escribir un párrafo, lo lees de cabo a rabo y, si bien comienzas con una coma, terminas retocándolo entero, hasta casi agotar las posibilidades de expresión que tuviera. Y de tiempo disponible, claro. Me ha pasado ahora, antes de escribir lo que ahora estoy escribiendo en el cuaderno, y que versaba sobre mis visitas a la biblioteca pública que hago los viernes por la tarde. Esta costumbre, de hecho, es el punto y final de mi semana. Me deleito con ellas. En ocasiones me acompaña mi hijo, en todas, mi sombra.
Remitiéndome a lo que contaba en el párrafo borrado, escribía que, incluso si no tengo nada que leer, la visito la mayoría de los viernes. Instalado en alguna de sus mesas, saco el cuaderno y me pongo a escribir si no tengo nada que leer. Para nutrir la escritura en mi cuaderno, que es una escritura sin dirección, cien por cien creativa y al albur, suelo recurrir a algunas de las notas que registro durante la semana. Por ejemplo, como hago ahora. Durante esta semana, por ejemplo, anoté algunas ideas que encontré en el número de marzo de 2025 de la Revista Mercurio. Descubrí una magnífica reseña de Rebeca García Nieto sobre El último día de la vida anterior, de Andrés Barba. Me gustó bastante, he de reconocerlo, porque, además de alabar el buen quehacer del autor, señalaba que Barba había escrito una historia libre de autoficciones y autobiografías, que es, en definitiva, escribir sin salpicón de yo.
La reseña que menciono lleva por título “El terror en los tiempos del selfie” y en ella podemos leer al final: “Sus libros o esta novela de Barba son un soplo de aire fresco en un momento en que los selfies literarios —llámense autoficción o literatura del yo— ocupan casi por completo los estantes de las librerías. Hay libros […] sobre el aborto, las vicisitudes de ser madre o los traumas sufridos por sus autores, pero confinar la literatura a los límites del yo es reduccionista y acaba siendo aburrido. Está bien que se escriba también sobre espectros, vampiros o laberintos temporales, no solo porque de vez en cuando necesitamos salir de nuestra estrecha realidad y habitar otras, sino porque, cuando son buenos, estos libros nos ayudan a ver el mundo con una perspectiva más amplia que cuando lo miramos solamente desde el ombligo”.
Relacionado con este interés mío por mostrar el hastío y la indigestión que a mí, personalmente, me provoca este salpicón de yo, leí otro artículo de Trapiello en La lectura acerca de uno de mis críticos favoritos, Juan Marqués. En él, describiendo el trabajo que hace este escritor —Marqués también es escritor—, dice que él vive “con apuros de escribir reseñas” y persiguiendo siempre ese “yo no quiero figurar, yo quiero facturar”. Describiendo su quehacer, nos recordaba Trapiello una sugerente cita de Pascal relacionada con esta tendencia literaria: “El yo es odioso”. Y lo hacía así: “Aparte de aquello que decía Pascal (“el yo es odioso”), a la larga la famosa “literatura del yo”, tan solipsista, da literariamente muy poco de sí” porque “el yo que no hable del tú está perdido”, que es, por desgracia, donde ni se les ha ocurrido hoy instalarse a tantos escritores.
En este recorrido por mi cuaderno en la biblioteca pública, aproveché para leer, allí mismo, en la biblioteca, en la sala donde se sientan los jubilados con lupa para ver los entresijos de los periódicos de papel, la última reseña que había escrito Juan Marqués también ese mismo viernes en el suplemento La lectura. Se trataba de un libro que, como el de Barba, me resultó sugerente: Estival, de Guillermo Aguirre. En el texto de Marqués, este expone una idea brillante acerca de cómo Aguirre trataba esa literatura obsesionada con el yo y es que la utiliza, señala, para entender algo del mundo que le rodea. Desde esta perspectiva, es obvio que el yo que derrocha Aguirre en Estival cumpliría con esa condición que, con tanta ejemplaridad, cumple Trapiello, por ejemplo, con su Salón de los pasos perdidos.
Por tanto, y para acabar, me acuerdo ahora de la voz de Claudio, el protagonista de El chico de la última fila, de Mayorga, que aprendió a conjugar la mirada del voyeur narrativo que era. Y lo hacía mientras escribía relatos desde su yo, aunque buscando de manera huidiza pero intensa, la vida de los otros, impregnándolos con todas sus obsesiones. En realidad, Claudio deja de hablar de sí para leerse en el otro (que es el verdadero él). Desde luego, y como conclusión tangencial a este texto, habría que leer más teatro, porque es, en realidad, la representación de un reflejo nuestro, pero en otro, y alterado.
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