En efecto, los españoles somos antisemitas

Y lo somos en las dos direcciones, hacia los judíos y hacia los musulmanes, significándonos en un conflicto atávico que resucita con la matanza de Gaza y con las proclamas antisionistas… de toda la vida. La entrada En efecto, los españoles somos antisemitas se publicó primero en Ethic.

Jun 4, 2025 - 02:10
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En efecto, los españoles somos antisemitas

«Fablavan los judíos en su consejería:

‘Matemos a este niño por su felonía,

que canta a la Madre de Dios cada día;

esto es gran tuerto para nuestra judería’.

Prendiéronlo a furto, non con cortesía,

degolláronlo luego, ¡maldita su osadía!»

Gonzalo de Berceo, ‘Los milagros de nuestra Señora’.

 

España es un país antisemita. No solo en cuanto concierne a nuestras relaciones con el pueblo judío, sino en los recelos que nos distancian de los árabes como si en realidad nos temiéramos a nosotros mismos. Los árabes representan un pueblo tan semita como los hijos de Israel y se halla expuesto a la discriminación sistemática de la derechona. La adhesión falsaria de Santiago Abascal a la estrella de David no proviene de la convicción ni de la sensibilidad, sino de una alianza monoteísta que degrada el Islam como el credo de los inmigrantes magrebíes y como la doctrina del verso satánico.

El oportunismo del líder de Vox se resiente de sus antiguas diatribas contra el sionismo. Él mismo alzó el megáfono y la voz en el Parlamento para denunciar la conspiración mundial que habían urdido George Soros y sus correligionarios, aunque el verdadero folclore de Santi Matamoros se define en la persecución de los Menas y en las advertencias pintorescas sobre la invasión de los «mohameds» en nombre de la teoría del remplazo. Vienen a quitarnos el pan, el trabajo y el consultorio, con una daga en el alma.

La polarización connatural de nuestra clase política enfatiza una ridícula y extemporánea guerra de religión. Aquí no se habla de fe ni de metafísica, sino de acopios identitarios. Y de atavismos que desmienten los propósitos buenistas de la convivencia. La izquierda española es antijudía. La derecha española es antimusulmana. Y todos somos fervorosamente antisemitas.

La simplificación caracteriza tanto la idolatría de la causa palestina como la absurda identificación de Netanyahu con Israel. El primer ministro está promoviendo una matanza, un aplastamiento inmisericorde, pero los resabios antisemitas de Celtiberia lo transforman en la expresión vengadora de Sión y en la imagen del patriarca sanguinario. Se habla de genocidio frívolamente para restregar a los israelíes el escarmiento abominable del Holocausto.

La polarización connatural de nuestra clase política enfatiza una ridícula y extemporánea guerra de religión

Y no es cuestión de subestimar la brutalidad de Netanyahu. Su reacción a los atentados del 7-O lo convierte en un criminal de guerra, en un caudillo feroz. Es la propia opinión pública israelí –o parte de ella– la que le reprocha sus barbaridades y su plan de escarmiento, entre otras razones porque la ejecución de cada terrorista de Hamas comprende la muerte de tres civiles inocentes, sean niños, médicos, periodistas o voluntarios.

Netanyahu se esconde en la bandera del antisemitismo para sustraerse a la responsabilidad de su plan de exterminio, pero también sucede que la denuncia a las atrocidades del primer ministro enfatiza –generaliza– el resquemor hacia Israel en nombre de nuestros remotos presupuestos xenófobos.

Tiene sentido mencionar en este mismo contexto una reciente exposición del Museo del Prado cuyo título reflejaba las connotaciones del pecado original: El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval.

El interés artístico de algunas obras reunidas –Pedro Berruguete, Bartolomé Bermejo, Bernat Martorell– suscribía los argumentos religiosos, sociológicos, políticos y culturales que predispusieron la aversión a los judíos. El arte desempeñó una función pedagógica en la narrativa de la propaganda antisemita. No ya caricaturizando a los hijos de David como criaturas ciegas, codiciosas, abyectas y animales, sino trasladando las sospechas y las discriminaciones a los conversos que prefirieron quedarse en lugar de emprender el camino del exilio. La exposición terminaba precisamente con el edicto de expulsión que los Reyes Católicos anunciaron en 1492, aunque el inventario de antecedentes –las normas de vestimenta de 1215, el pogromo de Girona, las leyes raciales, la Inquisición– se antoja tan elocuente como la influencia del ADN antisemita en los siglos posteriores. Nuestro vocabulario contemporáneo suscribe el insulto de «marrano» sin reparar en la definición peyorativa que catalogaba a los judios conversos («Aunque misa diga el marrano, siempre su alma será del diablo», reza la coplilla).

La Iglesia, el Estado y el Santo Oficio los ubicaron en una categoría irremediable, precisamente porque el «problema» de los judíos no consistía en su religión, sino en su sangre y en la responsabilidad del deicidio original por los siglos de los siglos.

No es que en España persigamos a los judíos. No los perseguimos porque no los hay. La referencia demográfica representa 45.000 ciudadanos en un marasmo de 45 millones. Y no puede decirse que la concesión de pasaportes a los judíos de origen sefardí produjera grandes adhesiones. Pretendía el Gobierno español en 2015 reparar a título institucional y a modo de expiación las afrentas históricas, el antisemitismo estructural, las persecuciones ilustradas, incluso las obsesiones de Francisco Franco respecto al peligro de una mayúscula conspiración judeo-masónica. No reconocimos el estado de Israel hasta 1986. Y no está claro aún que lo hayamos reconocido.

La reconciliación hacia los sefardíes suponía un ejercicio de memoria histórica cuyas expectativas de redención no estimularon el menor interés de los hipotéticos beneficiados. Pocos casos respondieron a la reconciliación. Los hubo por razones románticas y por motivos prácticos, incluidos entre estos últimos los residentes de países latinoamericanos –Argentina, Venezuela, Uruguay– en situación política inestable que recurrieron al pasaporte como si fuera un instrumento administrativo providencial más que como un procedimiento extemporáneo para cobrarse una deuda.

En España, el antisemitismo es un expediente cultural. Una gimnasia atávica. No hace falta conocer a un solo sefardí para arrastrar el sambenito de la sospecha. Basta con haberlo heredado. Y se hereda, sí, como el desprecio al hereje o la desconfianza hacia el «hereu».  Y no es que vayamos aquí y ahora a defender la política de apartheid israelí que descoyunta la convivencia y la fantasía de los dos Estados, pero produjo incredulidad la frivolidad con que la izquierda de la izquierda y los sectores reaccionarios de la derechona ultracatólica reaccionaron a la matanza del 7-O. Igual era el momento de compungirse. Y de eludir todas las justificaciones con que pretende subestimarse la ferocidad de Hamas, entre cuyos objetivos no solo figura la integral destrucción de Israel, sino la instrumentalización de los propios palestinos como mártires, suicidas y escudos humanos.

«Condeno el atentado, pero…» fue precisamente la forma de no condenar el atentado, y de rebuscarle los mismos argumentos accesorios que bien podrían justificar la masacre de las Torres Gemelas o la matanza de Madrid.

Va a resultar que somos antisemitas porque es la mejor forma de odiarnos a nosotros mismos

Nuestro 11M representa acaso el ejemplo que homologa para siempre la aversión a los musulmanes. Es verdad que tenemos una izquierda filopalestina de salón. Y es cierto que Pablo Iglesias sintonizaba con la teocracia iraní a semejanza de los condotieros bolivarianos, pero los «moros» no han desaparecido del eje del mal ni han podido sacudirse la sugestión cultural y sociológica con que observamos el ramadán, el color de la piel y la llamada a la oración en el día sagrado de los viernes. España tiene un trauma mal resuelto con Al-Ándalus. Lo convirtió en postal, pero no en memoria. Celebramos la herencia andalusí en el mármol de la Alhambra, pero negamos su descendencia en la piel de nuestros conciudadanos.

Va a resultar que somos antisemitas porque es la mejor forma de odiarnos a nosotros mismos, siendo, como somos, conversos por un lado y herederos de una forma de vivir, por otro, que nos recuerda el peligro de asomarse al espejo, no digamos cuando Abascal perfila su barba como un califa mientras convoca a los héroes de la Reconquista de Pelayo hacia abajo.

No debería resultar incompatible denunciar la matanza de Netanhayu y la brutalidad terrorista de Hamas. Claro que es preferible –mucho– una democracia defectuosa como la israelí al modelo de sociedad medieval que propaga el yihadismo. Y avergüenza que España haya puesto en entredicho las relaciones con Tel Aviv mientras abrazamos con semejante entusiasmo a los más abyectos sátrapas del Golfo. Por esa misma razón resulta tan pintoresco y divertido que el al-calde de Madrid, apellidado Al-meida se arrodille en la Al-Mudena para convocar al dios verdadero.

Lo decía a su manera el verbo de una soleá: «Islas del Guadalquivir, donde se fueron los moros… que no se quisieron ir».

 

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