Sirenas y tritones

A Leo lo conozco desde la universidad. Yo acababa de cumplir los veintiséis y él apenas los dieciocho. Ambos coincidimos en el primer año de Psicología, cuando aún pensaba que era mi vocación y no sabía que, en realidad, lo era la escritura. Acabé allí movido por mi baja autoestima y mi sensación de ser... Leer más La entrada Sirenas y tritones aparece primero en Zenda.

Jun 1, 2025 - 04:05
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Sirenas y tritones

Hace un par de días que Leo está aquí. Llegó de Holanda con su mujer y su niña, que ya empieza a caminar. Como sé que le gusta mucho la paella, decidí reservar en un lugar al que nos gusta ir, junto a la playa. Preparan uno de los mejores arroces con pollo y verduras que haya probado nunca. No es algo que hagamos habitualmente, la economía no da para ir de restaurante todos los días, pero, en ocasiones especiales como esta, bien merece la pena rascarse un poco el bolsillo. Sobre todo si es para disfrutar en compañía de tan buenos amigos.

A Leo lo conozco desde la universidad. Yo acababa de cumplir los veintiséis y él apenas los dieciocho. Ambos coincidimos en el primer año de Psicología, cuando aún pensaba que era mi vocación y no sabía que, en realidad, lo era la escritura. Acabé allí movido por mi baja autoestima y mi sensación de ser menos que otros, de querer demostrar que, si quería, también podía tener una carrera universitaria. Lo que sucedió es que, al segundo año, la carrera me decepcionó y me cansé de perseguir algo que no iba conmigo. Supongo que la vida nos va ofreciendo caminos y, al final, uno tiene que ir escogiendo en cada nueva bifurcación. La mía fue ahí, en esa época. Y, como en esas historias de tratos con el diablo en un cruce de caminos, yo firmé un pacto de sangre conmigo mismo: decidí que quería ser escritor y que iba a poner todo mi empeño en ello. Han pasado más de veinte años y aquí sigo, con el pico y la pala, rascando palabras y sudando tinta.

"Sea como sea, a toda gente del inframundo la recuerdo con cierta distancia y no es casual que ya no formen parte de mi día a día"

También fue durante aquellos años cuando algunas personas —esas que mi amiga Fátima llama demonios— intentaron sacarme aquella idea de la cabeza. Unos lo hicieron de forma sutil, usando el chantaje emocional, incluso; otros no se cortaron a la hora de insultar mis habilidades y humillarme. Uno, a veces, comete errores a la hora de elegir a sus amigos y, si tiene suerte, la vida los aleja de sí. Yo (creo) tuve suerte. Y aún la tengo. Sea como sea, a toda gente del inframundo la recuerdo con cierta distancia y no es casual que ya no formen parte de mi día a día; ya casi no lo hacen ni de mis recuerdos. Leo, sin embargo, a pesar de la distancia —lleva ya mucho tiempo fuera de España— siempre ha estado ahí. Más de veinte años de amistad. Se dice pronto.

Hacía meses que no nos veíamos en persona. Por suerte, no es como cuando yo estuve en Inglaterra hace casi veinticinco años, que internet y el tema de las coberturas móviles aún estaban en pañales (al menos para los de clase media como yo) y tenía que ir hasta la única cabina que más o menos funcionaba en la rotonda que había en las inmediaciones del apartahotel donde trabajaba. Era el medio del que disponía entonces para hablar con mis padres y con algunos de mis amigos una o dos veces por semana. Con Leo hablo todas las semanas por Zoom y es como si no pasara el tiempo. La tecnología, al menos en ese sentido, ha acortado las distancias. No es como entonces, que se establecía esa suerte de desconexión emocional, ese desapego espacial que te causaba una tremenda extrañeza cuando volvías a tener contacto con tus amigos, la familia o, incluso, el lugar del que te habías marchado. Todo se veía diferente. En ese tiempo fui consciente de que el mundo sigue avanzando aunque uno no esté en él. La rueda gira y gira y gira y gira y no hay nada que lo impida. Ahora no existe esa sensación de distancia que sentía en lo más profundo, agarrado a las tripas, hendiendo con alfileres el corazón.

"Una de las mujeres pez dio un pescozón a la cantante y la regañó en un idioma que no entendí. Se acabó la canción y todos, confundidos y un poco aturdidos, regresamos a nuestros quehaceres"

Como estaban por aquí, no necesité más que enviarle un WhatsApp para acordar la hora de la comida. Un gesto tan sencillo como cargado de significado. En cuanto me contestó, me calcé gorra y gafas de sol, di un beso a Evan y otro a Zoe (en la coronilla, por supuesto, porque está en esa edad en la que se avergüenza de ciertas cosas, sobre todo si tienen que ver con nosotros, sus padres) y aproveché para dar un paseo hasta el restaurante. No está a más de diez minutos de casa y quería hacer la reserva en persona.

El sol ya estaba alto y picaba. La brisa, que aún es fresca, aliviaba el calor y se sentía agradable sobre la piel. Lo mismo debieron de pensar todas aquellas sirenas y tritones que chapoteaban en la orilla frente al restaurante. Para mí aquello era nuevo, nunca había visto esa zona ampliada del restaurante. La zona de servicio llegaba ahora hasta allí, hasta la propia orilla, donde han colocado una especie de barra flotante junto a la lengua rocosa que divide la playa. Me llamó la atención el tumulto, los exabruptos y chanzas, las risas histriónicas y altisonantes. Más aún que nadie se sintiera sorprendido —ni lo más mínimo— por aquel inaudito espectáculo. A mí me causa cierta vergüenza ajena ver a alguien en un estado de ebriedad tan evidente. Una sirena se puso a cantar y algunos comensales se levantaron de sus mesas y se acercaron hasta la barrera que, sabiamente, los del restaurante habían puesto para impedir que nadie se acercara demasiado y cayera presa de aquel embrujo. En un momento, todos éramos como espectadores ansiosos por abandonar el burladero. Una de las mujeres pez dio un pescozón a la cantante y la regañó en un idioma que no entendí. Se acabó la canción y todos, confundidos y un poco aturdidos, regresamos a nuestros quehaceres. Los comensales a sus tapas y yo a lo que había venido a hacer. Estuve tentado de no hacer la reserva, sobre todo por evitar a mi amigo aquel bochornoso espectáculo, pero no lo hice. Las viandas de La Sirena (quizá por eso se habían visto impelidas a dar con sus colas escamosas en aquella orilla) bien merecían la pena. Cuando abandoné el lugar, eso sí, lo hice con los auriculares puestos. Solo por si acaso. Todo el mundo sabe que «medusas y sirenas no traen nuevas buenas».

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