La pianola de Kurt Vonnegut y la amenaza de la inteligencia artificial
Conocida como la Florencia del Elba, Dresde era la capital del estado de Sajonia y una joya de la arquitectura barroca. A pesar de su escaso valor estratégico, en febrero de 1945 fue sometida por la aviación aliada a un bombardeo devastador. En apenas 72 horas se lanzaron 4.000 toneladas de bombas incendiarias, que provocaron... Leer más La entrada La pianola de Kurt Vonnegut y la amenaza de la inteligencia artificial aparece primero en Zenda.

En 1943, un joven de Indianápolis de 21 años llamado Kurt Vonnegut se alistó en el ejército norteamericano para luchar por su país en la Segunda Guerra Mundial. La 106ª División de Infantería a la que pertenecía participó en la Batalla de las Ardenas, la última contraofensiva alemana para tratar de frenar el avance aliado en las postrimerías de la guerra. El ataque alemán sorprendió inicialmente a los aliados y miles de soldados fueron tomados prisioneros. Uno de esos soldados fue Kurt Vonnegut, que después de andar perdido varios días detrás de las líneas enemigas, fue atrapado y trasladado junto a otros prisioneros en un viaje largo y penoso en tren hasta la ciudad de Dresde.
Vonnegut tardó más de 20 años en escribir Matadero Cinco. Necesitó ese tiempo para asimilar el horror que había vivido y encontrar la manera idónea de relatarlo. Antes de decidirse a contar esa historia había escrito decenas de relatos y cinco novelas. La primera novela que publicó se titulaba La pianola, una obra primeriza que ha recobrado cierta actualidad en los últimos tiempos. Por si hay alguien que no lo sepa, una pianola es un piano mecánico que puede reproducir música sin necesidad de ningún pianista que pulse las teclas, y de eso precisamente trata la novela, de una sociedad distópica en donde el trabajo de las máquinas está sustituyendo alegremente al trabajo de los hombres (¿les suena?).
La aplicación de la máquina de vapor a los procesos de producción y al transporte fue uno de los principales motores de la primera revolución industrial y transformó el mundo. La inteligencia artificial (IA) y sus múltiples aplicaciones será uno de los impulsores de la cuarta revolución industrial, en la que, según los economistas, estamos inmersos, y supondrá una transformación aún mayor.
Es normal que la IA y sus infinitas posibilidades estén generando considerables opiniones de científicos e intelectuales sobre su impacto en el empleo (en concreto) y el futuro de la especie humana (en general), reavivando el viejo debate entre utópicos y distópicos. Algunos optimistas consideran que los trabajos automatizados serán sustituidos por el surgimiento de nuevos trabajos, como ha venido sucediendo desde la invención de la máquina de vapor. Otros no comparten esta visión tan “ingenua” del futuro y creen que en esta ocasión será diferente porque apenas quedarán trabajos que no puedan hacer las máquinas y que los nuevos empleos que se generen también los podrán hacer y los harán las máquinas, reemplazando estas el trabajo humano. Pero incluso algunos de estos consideran que una sociedad sin trabajo humano sería la utopía y que los ciudadanos nos dedicaríamos únicamente al ocio, a las artes y a gestionar la cosa pública, como en la antigua Atenas. Sin embargo, algunos pesimistas recalcitrantes opinan que en un mundo sin necesidad de trabajo humano los hombres nos sentiríamos como en el bolero: sin rumbo, perdidos y en el lodo.
Kurt Vonnegut pertenecía a estos últimos, y en La pianola (publicada en 1952) plantea una distopía en la que la sociedad se encuentra dividida entre una minoría de técnicos que controlan las máquinas y una mayoría de trabajadores reemplazados por las máquinas que pululan por el mundo sin oficio ni beneficio, inútiles y sin esperanzas (germen incipiente de los eloi y los morlocks de H. G. Wells). Por supuesto, entre la resentida chusma desempleada surge la llama de la rebelión y se forman sociedades secretas de espíritu ludita. La novela está lejos de la maestría de sus posteriores libros, donde fue perfilando un estilo narrativo afilado, con frases sencillas formando párrafos breves en capítulos cortos y cuajado de un humor negro (en ocasiones negrísimo) marca de la casa; aun así, merece la pena leerla (aprovecho para recordar que Kurt Vonnegut desaconsejaba el uso del punto y coma, decía que eran hermafroditas travestis que no representaban absolutamente nada y que para lo único que servían era para mostrar que habías ido a la universidad).
Kurt Vonnegut era un convencido humanista que creía en los seres humanos, pero también era un pesimista y un cascarrabias que criticaba mordazmente muchos aspectos de la sociedad creada por esos seres humanos. Como creía en la humanidad, desconfiaba instintivamente de aquella tecnología susceptible de despojar a los hombres de su utilidad y sustituirlos, reconociéndose abiertamente como ludita. En el último libro que publicó, titulado Un hombre sin patria (2005), incluyó el ensayo “Me han llamado ludita”, en el que decía cosas como: «Somos lo que somos gracias a nuestro propio trabajo». La afirmación destaca por su rotundidad: el trabajo constituye el fundamento de nuestra existencia. Es cierto que se refiere a cualquier actividad que requiera tiempo, esfuerzo y dedicación (como escribir), pero también incluye el trabajo remunerado corriente y moliente, es decir, nuestra cotidiana jornada laboral de 8 horas.
Trabajar cansa (así tituló Cesare Pavese su primer libro de poemas: Lavorare stanca), pero también puede ser un factor de inclusión, contribuir a nuestro crecimiento como personas y promover las relaciones humanas; al menos, en eso creía Kurt Vonnegut. Quitar el trabajo a las personas para entregárselo a las máquinas supondría convertir a los hombres en inservibles e inútiles, desposeerlos de la dignidad de ganar un salario y ser el sustento de su familia, arrebatarles el orgullo de cuajo.
Para aquellos que pueden considerar a Vonnegut un cenizo y un pelmazo y sus reticencias hacia la tecnología supersticiones y temores injustificados viene a cuento una pequeña fábula que el economista escocés Gregory Clark incluyó en su libro Adiós a las almas. A finales del siglo XIX dos caballos que pastan en un prado ven pasar al lado de su cercado uno de los primeros automóviles que empiezan a circular por la campiña inglesa y ambos reflexionan sobre el futuro:
—Me preocupa el desempleo tecnológico.
—Nah, nah, no seas ludita; nuestros antepasados dijeron lo mismo cuando los motores a vapor se hicieron con nuestros trabajos en la industria y los trenes empezaron a tirar de los carruajes. Pero ahora tenemos más trabajo que nunca, y además son mejores: yo, sin ninguna duda, prefiero tirar de un carruaje ligero por la ciudad que pasarme el día dando vueltas para mover una estúpida bomba en un pozo minero.
—Pero ¿y si el motor de combustión interna realmente triunfa?
—Estoy seguro de que habrá nuevos trabajos para los caballos que aún ni siquiera imaginamos. Es lo que ha ocurrido siempre, como con la invención de la rueda y el arado.
En 1915 la población equina en EEUU era de 26 millones y en 1960 se había reducido a 3 millones. Los nuevos trabajos nunca llegaron, se sacrificaron cientos de miles de caballos y los que quedaron se destinaron únicamente a actividades deportivas y recreativas, es decir, como adornos carentes de cualquier utilidad práctica.
Sin trabajo nos convertiremos en seres ociosos, inútiles, contaminantes y no tributables en un planeta superpoblado y con unas complicaciones medioambientales acuciantes. Qué práctico y tentador puede resultar sacrificar unos miles de millones de bestias improductivas y acabar a la vez con el problema de la superpoblación y el calentamiento global ¿no?
Dios te bendiga, Kurt Vonnegut.
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