Vargas Llosa: crónica de un sueño anunciado
Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra vida está rodeada de sueños. William Shakespeare Unos días antes, había comenzado a releer el El sueño del celta con una nueva mirada y había soñado que caminaba junto al autor. Íbamos por una calle ancha que conectaba a una laberíntica ciudadela con enormes... Leer más La entrada Vargas Llosa: crónica de un sueño anunciado aparece primero en Zenda.

Somos del mismo material del que se tejen los sueños,
nuestra vida está rodeada de sueños.
William Shakespeare
La partida de Mario Vargas Llosa y del papa Francisco, a los pocos días de la conjunción de los planetas, ha remecido los cimientos del mundo entero y señala el comienzo o el final de un ciclo. Coincidentemente, dos grandes figuras universales del siglo XX han dejado el escenario de la vida en una fecha simbólica, la Semana Santa. Ambos son latinoamericanos, de nombres homónimos, Jorge Mario, nacidos el mismo año de 1936 y fallecieron en el mes de abril, con una semana de diferencia.
Aquel día, lluvioso y aborrascado, mi silencio pudo más y sólo la naturaleza calmó mi abatimiento. Fuera de Madrid, desconecté del bombardeo de flashes, titulares y fotos. Era justo y necesario alejarme, cerrar los ojos, no pensar en nada, solo sentir y dejarme llevar. Pienso que si uno quiere escribir sobre la primavera debe hacerlo en invierno, sólo así puedes reproducir con fidelidad lo que sientes y piensas, sin que tus ideas se fusionen con el bullicio exterior, la maraña de emociones, sentimientos y opiniones ajenas.
A un mes de su partida, por fin puedo expresar con precisión cómo fue convivir con Mario, durante cinco años. Investigarlo fue prácticamente estar con él las veinticuatro horas del día. Despertar, desayunar, comer, tomar el café, caminar, dialogar, escribir, dormir e incluso soñar con él. Fue como si el autor me habitara o yo lo habitara a él. En mi caso, habité con dos autores al mismo tiempo: Mario Vargas Llosa y Francisco Umbral. Fue una convivencia continua que no se terminó en días, semanas, ni meses, sino en cinco años. Aunque a Mario lo había conocido, a través de sus cuentos y primeras novelas, durante mi adolescencia, el anuncio de su llegada a mi ciudad me emocionó profundamente y quise verlo. Por fin conocería a un escritor, un ser casi divino e inalcanzable. Pero mis expectativas se frustraron, porque la multitud aglomerada se apretujaba para verlo, mientras yo, agobiada, intenté alejarme. Sólo a lo lejos logré ver la cresta de sus cabellos, y él avanzaba en medio de varios círculos de seguridad. Regresé a casa desilusionada y me consolé con la idea de que más que conocer la figura del autor, el homenaje más grande que uno puede tributarle es leer sus libros.
Algunos años después tuve la suerte de conocerlo en un congreso organizado por la Universidad de Lima, sin imaginar que, más adelante, me enfrascaría por completo en su vida/obra. El segundo reencuentro directo se produjo en el Ateneo de Madrid, después del conversatorio con el pintor Fernando de Szyszlo, cuando ya había empezado a hacer el seguimiento de su obra.
Durante la etapa de investigación disfruté del banquete literario de diversos textos suyos y de distintos críticos. Es curioso: en esta fase me sucedieron varios hechos inexplicables que sólo tienen cabida en la ficción. Al pasar por el pasillo principal tenía la sensación de que el retrato de Mario Vargas Llosa, junto a otros premios Cervantes, me susurraba al oído un mensaje indescifrable de ideas por descubrir. Su mirada impávida me ofrecía una panorámica vital y me señalaba el inmenso océano bibliográfico de sus fuentes y producciones. Cada mañana era un nuevo reto, un camino, un atajo hacia un tema o personaje. Por las noches, el escritor aparecía en mis sueños y me dictaba ideas, respondía mis preguntas, me indicaba textos y parecía que me insuflara ánimos. Muchas veces desperté con frases hechas que las fijaba antes de despertar o las anotaba al levantarme, antes de olvidar. Era como un soplo de rutas, de temas y personajes femeninos de sus novelas. Precisamente éste fue el motivo para entrevistarlo en su casa de Barranco, en Lima. Tuve la suerte de reencontrarme con él por tercera vez y que me concediese dos horas de su tiempo. Desde el principio le pedí permiso para tutearlo y aceptó con serenidad, cordialidad y carisma. Todo fluyó como si hablase con un amigo que se explayó en las respuestas y matizó la conversación con buen humor y risas. El último reencuentro que tuve con él fue en la Real Casa Correos de Madrid, durante la ceremonia de premiación, como ganador del Premio Francisco Umbral, por su novela Tiempos recios, el año 2020.
Su partida durante el mes de las letras no es una casualidad, es una ofrenda, por lo mucho que aportó a la vida, a la cultura, al periodismo y, sobre todo, a la literatura, a través del copioso legado de conferencias, entrevistas, ponencias, conversaciones, discursos, ensayos, artículos, crónicas, cuentos y novelas. Una vida intensa que fluyó como una novela, consagrada a una pasión y entrega máxima. Un ser irrepetible que parecía salido de la ficción, un héroe que encarnó variadas caras de la vida con entusiasmo y alegría. Un hombre que vivió de su talento y se desvivió por y para la literatura. Un monstruo literario merecedor de los honores, premios y galardones de los distintos países del mundo. Por su monumental trayectoria, se ha convertido en un hito universal y su despedida marca un antes y un después en la historia literaria.
Agustín de Hipona, en Confesiones, decía que en los recintos de la memoria se hallan los tesoros de innumerables imágenes tomadas por los sentidos y, gracias a ellas, podemos reconstruir el pasado. Así es: en sus libros se hallan las mayores minas para explorar al hombre, al escritor, al narrador y a sus personajes. La lectura fue el refugio que lo mantuvo a salvo de uno de sus demonios más persistentes, la aparición tardía y violenta de su padre. Sin duda, el anhelado sueño de ser escritor fue un reto que se afianzó gracias a las mujeres que gravitaron en su paraíso feliz, donde creció arropado por su abuela, su madre, Dorita, y sus tías y primas que sembraron la semilla de su huerto narrativo. De todas, hay dos mujeres que jugaron un papel imprescindible en su vocación: la tía Julia y la prima Patricia, que aparecen retratadas en sus libros autobiográficos El pez en el agua y La tía Julia y el escribidor.
En La tía Julia y el escribidor ella es la protagonista central de la novela, en la que narra el periplo que atraviesan para casarse, contra viento y marea. Ella no sólo le inspira como personaje literario sino que le ayuda a cimentar su vocación como escritor cuando vivían en París, y por ello Vargas Llosa le cede los derechos de esta novela. Julia Urquidi, por su parte, en su libro Lo que Marito no dijo, aclara: “Por aquellos motivos incomprensibles que la vida tiene reservado para nosotros, un 30 de mayo entré en la vida de un joven estudiante y otro 30 de mayo salí para siempre de la vida de un escritor”.
En El pez en el agua, un libro confesional, la prima/sobrina Patricia está retratada en diversas etapas, semejantes a las primas de los libros de Umbral, quien afirmaba que la prima es “la primera mujer de nuestra vida. La palabra lo dice, prima, primera […]. La prima era un poco hermana y un poco novia, […] no se busca a la madre en las mujeres, sino quizá se busca a la prima”. Ella, con sus instintos traviesos de hija mimada, se convierte en contrincante:
“Un pequeño demonio de siete años disimulado tras una carita de nariz respingada, ojos fulminantes y cabellos crespos. Esos vasos de agua fría que me lanzaba encima se volvieron una pesadilla y yo los esperaba, entre sueños, con estremecimientos anticipados. Atontado y asustado por el golpe de agua, le lanzaba furioso la almohada, pero ella se había ya puesto a salvo, y, desde el patio, me respondía con una carcajada demasiado grande para su cuerpecito semiesquelético. Sus malacrianzas batieron todos los récords de la tradición familiar, incluso los míos”.
Vargas Llosa confiesa que la influencia de la poesía proviene de sus abuelos, a los que oía recitar versos de Campoamor y de Rubén Darío, además de los poemas de Pablo Neruda, que leía a escondidas de su madre. De pequeña, Patricia le inspira poemas al futuro escritor, mientras vigila los dulces sueños de la pequeña prima: “Duerme la niña cerquita de mí / y su manecita / blanca y chiquitita, apoyada tiene / junto de sí”. Con estos versos la prima ridiculiza al autor: “Ella se lo aprendió de memoria y solía llenarme de bochorno, delante de las amigas de la tía Olga”.
En La tía Julia y el escribidor el entorno familiar y social fluye, paralelamente, a la vida del escribidor de radionovelas Pedro Camacho. Patricia es la adolescente retadora y soberbia que aparece casi al final de la novela y abre paso a un nuevo reacomodo. Su presencia determina el cambio, marca el inicio del noviazgo con el narrador/protagonista: “Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima, el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes). Eso sí, hubo una conspiración perfecta para obligarme a casar por la iglesia”. La apariencia frágil y quebradiza de Patricia contrasta con su personalidad enérgica, su voz rotunda y tenaz en su nuevo rol de esposa:
“La prima Patricia me recibió con cara de pocos amigos […], que a ella le importaba un pito cometer crímenes de lesa cultura, así que, la próxima vez que yo saliera a las ocho de la mañana con el cuento de ir a la Biblioteca Nacional […] y volviera a las ocho de la noche con los ojos colorados, apestando a cerveza y seguramente con manchas de rouge en el pañuelo, ella me rasguñaría y me rompería el plato en la cabeza. La prima Patricia es una muchacha de mucho carácter, muy capaz de hacer lo que me prometía”.
Es incomprensible que su perfil no haya sido tallado en otros libros, aunque sí la menciona más de sesenta veces en El pez en el agua. Allí destaca los diversos roles de una vida sumamente activa y con muchas responsabilidades dentro y fuera del ámbito familiar como esposa, madre y abuela e, inclusive, en acciones socio-culturales, durante su faceta política. Igual que otros personajes vargasllosianos, la figura de Patricia también cumple el rito circular del eterno retorno de la historia repetida, donde predomina la presencia de la mujer, al fin y al cabo el punto de partida de la humanidad.
Ahora que Vargas Llosa ha retornado a su hogar, a su amada tierra, el Perú, y descansa en paz, podemos decir que la predicción de Umbral se ha hecho realidad: “Seríamos más felices casándonos con la prima, que era de la familia, […] pues lo que el hombre lleva en el subconsciente no es una madre, […] sino una prima”. Aunque no haya un libro exclusivo sobre Patricia, le ha dedicado su última novela, Le dedico mi silencio, y en su discurso como Premio Nobel de Literatura, en 2010, confesó entre sollozos lo que ella significó en su vida:
“El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.”.
A estas alturas, muchas aguas han corrido en torno a la figura del escritor, pero hay que reconocer que Patricia ha sido el pilar fundamental de su vida. El principio y el final. En la entrevista, Mario confesó que sin ella no hubiese podido escribir, si ella no se hubiese hecho cargo de todo, incluso de las innumerables mudanzas que tuvieron a lo largo de sus vidas, a distintos países. Es decir, es la que ordenó el mundo del escritor, como también admitió Umbral de María España: “Mujer multiplicada, dividida, barajada por el jardín, tan diversa criatura, niña a punto de perderse en el bosque/continente de los árboles, mujer que ordena el mundo en no sé qué génesis”. Patricia, igual que Vera de Nabokov, fue la “adorada y explotada esposa, secretaria, lectora, chófer, asistente, mecanógrafa, editora y cómplice”.
Cuando un grande alza el vuelo, su mirada quieta se refleja en los rostros, como si con él partiesen todas las ideas y nos quedásemos sin palabras. Sin embargo, la esencia luminosa del escritor es una antorcha que no se apaga y permanece encendida en las mentes de sus lectores y oyentes para generar nuevas luces. En este momento de transformaciones profundas que nos llevan a enmendar las injusticias que ha sufrido la mujer, a lo largo de la historia, en varios aspectos, es hora de corregir la tan conocida frase que decía “detrás de un gran hombre hay una gran mujer” y afirmar que “junto a un gran hombre hay una gran mujer”.
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