De Manderley a París

1. REGRESO A MANDERLEY El comienzo de la película, que seguía notablemente el texto de la novela en el guión, obra, como de costumbre en Hollywood, de un ejército de guionistas, pero en el que tuvo lugar esencial Joan Harrison, la atractiva e inteligente asistente personal de Hitchcock, dejaba ver las huellas que en el... Leer más La entrada De Manderley a París aparece primero en Zenda.

Jun 19, 2025 - 09:35
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De Manderley a París

1. REGRESO A MANDERLEY

Alfred Hitchcock era el “joven con cerebro de maestro” que capitaneaba el cine inglés desde comienzos de los años 30. Pero Hitch quería más. Ir a Hollywood y poder desarrollar sus ideas sobre las películas en el seno de la poderosa industria californiana. Su idea era filmar la tragedia del Titanic, pero cuando firmó un leonino pero sustancioso contrato con David O’Selznick, acabó dirigiendo la adaptación de una novela exitosa, Rebecca, escrita por Daphne du Maurier. Su tarjeta de presentación en Hollywood, pese a las continuas interferencias del energético productor, algo a lo que no estaba acostumbrado el londinense, se sustanció con un enorme éxito.

El comienzo de la película, que seguía notablemente el texto de la novela en el guión, obra, como de costumbre en Hollywood, de un ejército de guionistas, pero en el que tuvo lugar esencial Joan Harrison, la atractiva e inteligente asistente personal de Hitchcock, dejaba ver las huellas que en el cineasta había dejado, y para siempre, el maestro Murnau. La cámara siempre en movimiento, y ya desde los títulos de crédito, se adentra, con una elegante sofisticación, en un decorado nocturno y neblinoso, ominoso y romántico, como un cuento gótico de fantasmas y crímenes, como lo será Vertigo, combinando sutilmente onirismo y desesperación, melancolía y lucidez, un territorio de sueños de recuerdos que pueden ser fatalmente verdad. Esa casa que parece inesperadamente habitada y luego en ruinas es la metáfora perfecta de las vidas de los Winter, y de la joven dama de compañía que se va a convertir en la nueva señora de Winter. Es ella, la nueva lady Winter, la apocada pero perdidamente enamorada nueva esposa de Maxim de Winter, la que, casi a media voz, nos introduce en este cuento de niños traicionado por adultos.

“Anoche soñé que regresaba a Manderley. Me pareció que estaba perdida junto al portón de hierro de la entrada y no podría entrar porque el cerrojo estaba cerrado. Después, como en todos los sueños, de repente, adquiría poderes sobrenaturales y atravesaba, como un espíritu, la barrera que tenía por delante.

El camino de entrada serpenteaba ante mí, con sus curvas y giros, como siempre lo había hecho. Pero a medida que iba avanzando me daba cuenta de que había sufrido un cambio. La naturaleza había vuelto a su estado natural y poco a poco había extendido sus largos y tenaces dedos sobre el camino. El pobre sendero que había sido camino serpenteaba y serpenteaba, hasta donde se erigía Manderley. El tiempo no había logrado estropear la perfecta simetría de sus muros.

La luna puede hacer jugadas extrañas a la imaginación y, de repente, me pareció que salía luz de las ventanas y, entonces, una nube tapó la luna y revoloteó un instante cual una mano oscura delante de un rostro. Con ella desapareció el espejismo. Quedé mirando un casco desolado, sin rastro alguno del pasado sobre sus paredes, que me miraban fijamente.

No podemos volver a Manderley nunca más. Eso lo sé con certeza. Pero, a veces, en mis sueños, regreso a los días extraños de mi vida que comenzaron en el sur de Francia”.

Es vano, claro está, intentar sustituir con las meras palabras las seductoras y evocadoras imágenes, el movimiento de la cámara, incesante y serpenteante testigo de lo que vemos, como lo es la música de Franz Waxman y la opaca voz de la nueva Lady Winter (Joan Fontaine), pero quede ahí el rastro de este inicio inolvidable, armónicamente perfecto, de una película, Rebeca, y de la carrera norteamericana de Alfred Joseph Hitchcock.

Esas palabras y esas imágenes se unen inmediatamente al mar batiendo furiosamente el basamento de un acantilado en cuya cumbre se perfila, al borde mismo del abismo, un hombre, Maxim de Winter (Laurence Olivier). Imposible no pensar, no relacionar todo, y ello sirve también para películas como Sospecha, íntimamente relacionada con Rebeca, o Recuerda, una manera de adentrarnos por caminos indirectos en el universo, muy querido por Hitchcock, de las novelas de las Brontë, y en especial de Cumbres Borrascosas, Winter-Olivier como Heathcliff, tan cercana también a Luis Buñuel, un cineasta muy próximo, el uno y el otro, a Hitch.

***

2. UN FINAL EN PARÍS

Edith Wharton publicó The Age of Innocence (La edad de la inocencia) en 1920 por entregas, entre los meses de julio a octubre en la revista Pictorial Review. Posteriormente lo hizo ya como libro, tanto en Nueva York como en Londres, por D. Appleton and Company; al año siguiente ganó el premio Pulitzer. Hay rastros precedentes de la trama y personajes de esta novela en otras de la autora, como la novela Madame de Treymes y el cuento “A la larga”.

La edad de la inocencia es una novela deslumbrante, brillante, inteligente, inolvidable. Edith Wharton, que escribe sobre un hábitat social, la cerrada sociedad de clase alta de la Nueva York de la década de 1870, que conoce bien, no en vano su familia era descendiente de ingleses y holandeses, como era común en la ciudad, y la personalidad, independiente, desafiante ante reglas y convenciones sociales, sentimentalmente quebrada en un matrimonio fracasado, de su protagonista, la condesa Ellen Olenska, lo conocía asimismo de primera y personal mano, logra fundir ese mundo de reglas que nunca se pronuncian pero que funcionan de manera implacable con la devastadora relación amorosa entre Newland Archer, que conoce las reglas y no las soporta pero que debe inclinarse ante ellas y mediante un matrimonio comme il faut con la joven May Welland, una niña en apariencia, una mujer que juega implacablemente sus bazas, sacrifica el amor de su vida, la pasión que le devora por su prima la condesa Olenska. “No puedo amarte si no renuncio a ti”, le confesará Ellen a Newland.

"Su hijo Dallas, el más cercano a su corazón, le propone un viaje a París antes de su matrimonio con Fanny Beaufort, la hija del segundo matrimonio de Julius Beaufort, un empresario arribista y desafiante"

Mrs. Wharton, discípula y amiga del maestro Henry James —¿cómo no rastrear en esta novela los ítems de su maestro, la expatriación de los americanos en una Europa a la vez nueva y diferente, la fascinación-decepción por la América que dejan atrás, los sacrificios sentimentales y emocionales por reglas nunca escritas pero implacables?, que podemos leer en Daisy Miller y tantas otras novelas y cuentos— supera al maestro al combinar todos esos temas con una escritura dominada por una belleza resplandeciente, un estilo sutil, indirecto, de contar, mostrar sentimientos, moral, decisiones, la vida tal como es, sin artificios ni espejos. Cada vez que releo la novela de Edith Wharton mis pensamientos van a los mundos y personajes de Marcel Proust y de Lampedusa.

La novela finaliza en París. La condesa Olenska regresó a Europa y ha fijado su residencia en París. Newland Archer, tras renunciar a construir su vida con Ellen, se ha casado con May Welland: han sido felices bajo las reglas de la familia, las reglas de siempre y para siempre, ha seguido trabajando en un bufete. Tras la muerte de May, Newland envejece inevitablemente y pierde casi todos los alicientes para seguir haciéndolo. “Ahora, al revisar el pasado, vio cuán profundo era el surco en el que se había hundido. Lo peor de cumplir con el deber de uno era que aparentemente le imposibilitaba para hacer cualquier otra cosa”.

Su hijo Dallas, el más cercano a su corazón, le propone un viaje a París antes de su matrimonio con Fanny Beaufort, la hija del segundo matrimonio de Julius Beaufort, un empresario arribista y desafiante a las reglas neoyorquinas, que quebró y rehízo su vida lejos de la ciudad. Newland se resiste pero acaba embarcando en el Mauretania camino de Europa. “Contemplando por la ventana de su hotel la suntuosa alegría de las calles de París, Newland Archer sintió que su corazón latía con la confusión y ansiedad de la juventud”.

Y de repente Dallas comunica a su padre que tienen una cita. La condesa Olenska les espera en su casa a las dos y media. Algo se rompe y conmueve profundamente en el alma de Newland Archer. Tan lejos, tan cerca. Duda, insinúa una negativa. Inesperadamente, su hijo le pregunta si Ellen Olenska no fue lo que ahora Fanny Beaufort es para él. Y le revela un secreto, el corazón mismo de toda la novela: “Sí, el día antes de morir. Fue cuando me mandó a llamar, a solas, ¿recuerdas? Me dijo que sabía que estábamos seguros contigo y siempre lo estaríamos, porque, una vez, cuando te lo pidió, renunciaste a lo que más querías.”

Cuando llegan al domicilio de la condesa Olenska, en una tranquila plaza parisina, Newland le pide a su hijo que suba solo. Él se queda sentado en un banco, contemplando el edificio.

“Para mí es más real aquí que si subiera”, se oyó de pronto decir; y el temor a que esta última sombra de realidad perdiera su fuerza le mantuvo pegado a su asiento mientras transcurrían uno tras otros los minutos.

Permaneció largo tiempo sentado en el banco, mientras el crepúsculo se espesaba, sin apartar los ojos del balcón. Finalmente, la luz brilló en las ventanas, y un instante después un criado salió al balcón, bajó los toldos y cerró las persianas.

Y, entonces, como si fuera la señal que esperaba, Newland Archer se levantó despacio y caminó de regreso a su hotel”.

Jay Cocks, crítico de cine en el Times, excepcional guionista y amigo de Martin Scorsese, le recomendó que leyera La edad de la inocencia. Casi diez años más tarde, en 1993, Scorsese escribió con Cocks un guión extraordinario, un prodigio de adaptación al cine de una novela muy difícil de trasladar a imágenes y la filmó de manera aún más extraordinaria. En mi opinión, junto a El Gatopardo, la cumbre de las adaptaciones de novelas imposibles para el cine.

Si la ven comprobarán lo que les digo, especialmente en sus minutos finales. El cine, decía Alfred Hitchcock, es el arte de suscitar emociones, y la misión del cineasta es mantenerlas.

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