De Prada firma la última catedral literaria del español
También están, por supuesto, los libros que, parafraseando a mi Tocayo, según San Mateo, se pueden comparar “con un tesoro escondido en un campo”: cuando un lector los encuentra, descarta la morralla díptera, se adentra en ellos machete en mano —porque la maleza es persistente— y halla algo muy parecido a la plenitud y a... Leer más La entrada De Prada firma la última catedral literaria del español aparece primero en Zenda.

Somos lo que comemos, reza el tópico, y, líbreme Dios de sonar pretencioso, quienes amamos la lectura, somos lo que leemos. La persona que, durante varios días, se infle a hamburguesas de franquicia, comprobará cómo se le dispara el colesterol malo (LDL), podría padecer estreñimiento por deficiencia de fibra, etcétera. Del mismo modo, los libros malos debilitan el espíritu, le quiebran las rodillas a la creatividad de uno y, si arriban en masa —cosa nada extraña cuando uno se dedica, principalmente, al pedorrismo, digo, al periodismo cultural—, emponzoñan el ánimo, idiotizan o, incluso, emputecen.
En Mil ojos esconde la noche. 2. Cárcel de tinieblas palpita, furtiva, la idea —¿la certeza, quizá?— de que todo hombre, por muchas medallas de hijoputismo que exhiba sobre el bolsillo pectoral izquierdo de su chaqueta, tiene el camino de la salvación a su alcance. Escogerlo y transitar por él es harto complicado. Al peregrino le anegará un tsunami de tentaciones y de tribulaciones. Sin embargo, incluso un cabrón con el historial canalla del deliciosamente impío Fernando Navales, a quien conocemos desde Las máscaras del héroe, puede dejar de ser malo si se lo propone.
Cárcel de tinieblas arranca en 1942, en un París con metástasis nazi, putrefacto e infestado de monstruos. A Navales se le descascarilla su círculo —si es que, ante semejante individuo, se puede hablar de círculo—: de la ciudad sin luz se piran, por ejemplo, el periodista Solms y Gregorio Marañón, a quienes tanto puteó, o su “amor blanco”, Ana de Pombo. El resentimiento se vuelve insípido y emergen brotes de arrepentimiento: cuando a Navales, autor de un artículo criminal contra Marañón, le cuenta este que regresa a España, el protagonista se arroja “absurdamente sobre su chaleco, acometido por una llorera repentina, como si necesitase expiar mis pecados; pero eran tantos que no sabía por donde empezar”. El cónsul Rolland, Ana María Sagi, la ya mencionada Ana de Pombo y una homilía navideña del padre Abundio le muestran el camino del Bien y/o le instan a recorrerlo; el policía Urraca y un puñado de nazis, con las tretas más abominables, intentarán evitar el renacimiento del alma de un tipo que, como indica el dibujante Fontseré, no es más que “un hombre que se ha tirado media vida pidiendo a gritos que lo quieran; y como nadie te ha querido nunca, para esconder tus sentimientos defraudados, te has vuelto un resentido”. El desenlace es magnífico, glorioso y, disculpen el adjetivo, porque parece que estoy vendiendo barritas energéticas, reconfortante.
Además, De Prada ha construido una catedral literaria rigurosamente documentada —aunque, como cuenta en el epílogo, haya reflejado los acontecimientos “en los espejos deformantes del Callejón del Gato”— que aborda una parte de nuestra historia cultural difuminada, cuando no desconocida: la de los artistas y escritores españoles atrapados en el París invadido por los alemanes. Amén de plasmar que, como sentencia el embajador Lequerica, estos podrán adscribirse a tal o cual ideología “para poder figurar”, el autor acomete la mitología del exilio, alimentada con “estereotipos sin tacha” debido a que, como apunta acertadamente Navales, “la gente no quiere escuchar verdades incómodas, prefiere las bellas falsedades”. Previamente, Fontseré profetiza: “Llegará el día en que tratar de alumbrar la verdad se convertirá en práctica delictiva”. Si hoy no estamos en esas, poco nos falta.
Gracias por este solomillo de celulosa y tinta, querido Juan Manuel. Vale.
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