El rinoceronte en la bodega

La Historia de la literatura, y desde luego de la política, está abarrotada de monstruos en sentido negativo. Que lo sean o no es cuestión aparte, claro. ¿Quién es el verdadero monstruo en ‘Frankenstein o el moderno prometeo’, de Mary Shelley? ¿Seguro que Teseo es un héroe? El concepto de monstruo es bastante peculiar. No puede ser otra cosa, teniendo en cuenta que la única acepción de la palabra que no incluye un juicio de valor ético o estético sobre el mundo y los demás es precisamente la menos conocida: “versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables”, es decir, un borrador con las pautas rítmicas a las que hay que atenerse cuando se tiene la canción y aún no se ha escrito la letra. Descontado eso, todo es espanto, grandeza, fealdad extrema y, en cualquier caso –esto es lo importante– algo supuestamente ajeno a lo normal o natural; el “aviso de los dioses” del monstrum latino, la anomalía y el peligro de lo distinto. La Historia de la literatura, y desde luego de la política, está abarrotada de monstruos en sentido negativo. Que lo sean o no es cuestión aparte, claro. ¿Quién es el verdadero monstruo en Frankenstein o el moderno prometeo, de Mary Shelley? ¿Seguro que Teseo es un héroe? ¿Quién era el cruel, Pedro I o Enrique II? Cuando Stevenson escribió El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, la monstruosidad que le preocupaba no era la del segundo, sino la duplicidad moral de Jekyll y la sociedad que representaba, como declaró en Un capítulo sobre los sueños, de 1888. Para Chesterton, era tan obvio que llegó a escribir: “la puñalada de la novela no está en el descubrimiento de que un hombre sea dos hombres, sino en el descubrimiento de que los dos son uno”; pero la interpretación de que el horror es Hyde resulta más tranquilizadora para la mayoría, que –por citar un monstruo indiscutible– ve la cara del personaje más famoso de Bram Stoker en todas partes menos en el espejo, y no porque Drácula no se refleje. En la más que recomendable A puerta cerrada (1944), Jean-Paul Sartre soltó una frase por boca de Garcin cuyo final ha dado mucho que hablar desde entonces: “El azufre, la pira, la parrilla... ¡Ah, qué tontería! No hace falta parrilla: el infierno son los otros”. Esa afirmación también había aparecido a menudo en la Historia de la literatura, aunque las palabras y las situaciones fueran distintas y, al igual que le pasó a Robert Louis Stevenson, Sartre se terminó cansando de las lecturas absurdas que se hacían al respecto y se vio en la necesidad de explicar que de ninguna manera había intentado decir que “no se pueden tener relaciones con los demás” o que los demás sean monstruos. La clave está en que, dado que el juicio ajeno ocupa un espacio central en nuestra existencia, “si mis relaciones son malas, me coloco en una dependencia total del otro y entonces, en efecto, estoy en el infierno”. Muy lejos de Sartre, en una película tan irregular como lúcida (Y la nave va, de Federico Fellini), un grupo de burgueses naturalmente encantados de conocerse a sí mismos y naturalmente ajenos a toda realidad que no sea la suya, ejercen de metáfora de lo que Alberto Moravia (La romana, El conformista, etc.) definió en uno de sus artículos para L’Espresso como “un vaciado absoluto de todo el contenido” de la sociedad europea, “salvedad hecha del artificial y exhaustivo formalismo”, que da un continuo tono de “melodrama barato” a todo lo que sucede (¿les suena de algo?). Por supuesto, no es una nave de preocupaciones filosóficas; desde ese punto de vista, su rumbo es contrario al texto del escritor francés y, con independencia de que se odien, se envidien o se quieran, casi rozan la cínica y empalagosa sentencia de que “el paraíso son los otros”, con la única condición de que los otros sean de su clase. Si hay alguna amenaza, será el rinoceronte hembra que viaja en la bodega o el acorazado austro-húngaro que los hunde después de que el capitán rescate a un grupo de refugiados serbios. La gente decente no puede ser monstruosa; particularmente, si es encantadora. Esta semana, ha pasado algo que, en teoría, no tiene nada que ver con monstruos y otredades: al director de la Evita que se está representando en Londres se le ocurrió que la protagonista salga del escenario y cante No llores por mí, Argentina en un balcón que da a la calle, como si estuviera en la Casa Rosada. Hay que puntualizar que sólo se trata de los minutos de la canción y, que acabada esta, el espectáculo regresa a la forma tradicional, bien encerrado en el edificio. Sin embargo, y a pesar de no ser otra cosa que un brevísimo y anticuado golpe de efecto a cuenta de la cuarta pared, ha provocado una escandalera digna de los tiempos en los que teatro tenía una importancia social incuestionable. De repente, se discute sobre qué puede hacer un creador y qué no, qué compra el público al comprar una entrada y otr

Jun 22, 2025 - 07:25
 0
El rinoceronte en la bodega

El rinoceronte en la bodega

La Historia de la literatura, y desde luego de la política, está abarrotada de monstruos en sentido negativo. Que lo sean o no es cuestión aparte, claro. ¿Quién es el verdadero monstruo en ‘Frankenstein o el moderno prometeo’, de Mary Shelley? ¿Seguro que Teseo es un héroe?

El concepto de monstruo es bastante peculiar. No puede ser otra cosa, teniendo en cuenta que la única acepción de la palabra que no incluye un juicio de valor ético o estético sobre el mundo y los demás es precisamente la menos conocida: “versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables”, es decir, un borrador con las pautas rítmicas a las que hay que atenerse cuando se tiene la canción y aún no se ha escrito la letra. Descontado eso, todo es espanto, grandeza, fealdad extrema y, en cualquier caso –esto es lo importante– algo supuestamente ajeno a lo normal o natural; el “aviso de los dioses” del monstrum latino, la anomalía y el peligro de lo distinto.

La Historia de la literatura, y desde luego de la política, está abarrotada de monstruos en sentido negativo. Que lo sean o no es cuestión aparte, claro. ¿Quién es el verdadero monstruo en Frankenstein o el moderno prometeo, de Mary Shelley? ¿Seguro que Teseo es un héroe? ¿Quién era el cruel, Pedro I o Enrique II? Cuando Stevenson escribió El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, la monstruosidad que le preocupaba no era la del segundo, sino la duplicidad moral de Jekyll y la sociedad que representaba, como declaró en Un capítulo sobre los sueños, de 1888. Para Chesterton, era tan obvio que llegó a escribir: “la puñalada de la novela no está en el descubrimiento de que un hombre sea dos hombres, sino en el descubrimiento de que los dos son uno”; pero la interpretación de que el horror es Hyde resulta más tranquilizadora para la mayoría, que –por citar un monstruo indiscutible– ve la cara del personaje más famoso de Bram Stoker en todas partes menos en el espejo, y no porque Drácula no se refleje.

En la más que recomendable A puerta cerrada (1944), Jean-Paul Sartre soltó una frase por boca de Garcin cuyo final ha dado mucho que hablar desde entonces: “El azufre, la pira, la parrilla... ¡Ah, qué tontería! No hace falta parrilla: el infierno son los otros”. Esa afirmación también había aparecido a menudo en la Historia de la literatura, aunque las palabras y las situaciones fueran distintas y, al igual que le pasó a Robert Louis Stevenson, Sartre se terminó cansando de las lecturas absurdas que se hacían al respecto y se vio en la necesidad de explicar que de ninguna manera había intentado decir que “no se pueden tener relaciones con los demás” o que los demás sean monstruos. La clave está en que, dado que el juicio ajeno ocupa un espacio central en nuestra existencia, “si mis relaciones son malas, me coloco en una dependencia total del otro y entonces, en efecto, estoy en el infierno”.

Muy lejos de Sartre, en una película tan irregular como lúcida (Y la nave va, de Federico Fellini), un grupo de burgueses naturalmente encantados de conocerse a sí mismos y naturalmente ajenos a toda realidad que no sea la suya, ejercen de metáfora de lo que Alberto Moravia (La romana, El conformista, etc.) definió en uno de sus artículos para L’Espresso como “un vaciado absoluto de todo el contenido” de la sociedad europea, “salvedad hecha del artificial y exhaustivo formalismo”, que da un continuo tono de “melodrama barato” a todo lo que sucede (¿les suena de algo?). Por supuesto, no es una nave de preocupaciones filosóficas; desde ese punto de vista, su rumbo es contrario al texto del escritor francés y, con independencia de que se odien, se envidien o se quieran, casi rozan la cínica y empalagosa sentencia de que “el paraíso son los otros”, con la única condición de que los otros sean de su clase. Si hay alguna amenaza, será el rinoceronte hembra que viaja en la bodega o el acorazado austro-húngaro que los hunde después de que el capitán rescate a un grupo de refugiados serbios. La gente decente no puede ser monstruosa; particularmente, si es encantadora.

Esta semana, ha pasado algo que, en teoría, no tiene nada que ver con monstruos y otredades: al director de la Evita que se está representando en Londres se le ocurrió que la protagonista salga del escenario y cante No llores por mí, Argentina en un balcón que da a la calle, como si estuviera en la Casa Rosada. Hay que puntualizar que sólo se trata de los minutos de la canción y, que acabada esta, el espectáculo regresa a la forma tradicional, bien encerrado en el edificio. Sin embargo, y a pesar de no ser otra cosa que un brevísimo y anticuado golpe de efecto a cuenta de la cuarta pared, ha provocado una escandalera digna de los tiempos en los que teatro tenía una importancia social incuestionable. De repente, se discute sobre qué puede hacer un creador y qué no, qué compra el público al comprar una entrada y otras maravillas por el estilo. ¿Y por qué? Porque a las personas que han pagado doscientas libras por ver el musical les parece aberrante –volvemos a la monstruosidad– que los transeúntes disfruten gratis del directo mientras ellas se tragan un vídeo de lo que está ocurriendo en el exterior.

Una nimiedad, dirán ustedes; sí, pero una nimiedad de un espectáculo para pudientes donde algunos de los pudientes han llevado su causa al clasismo puro y duro, y todo ello, en el contexto de la creciente brecha entre ricos y pobres. Sin pretenderlo, se ha echado una gota en un vaso lleno y, aunque la bronca no saldrá de las secciones de Cultura de los periódicos ni superará la categoría de anécdota con insultos cruzados, demuestra que ya no hace falta mucho para que los monstruos de la normalidad se líen a dentelladas en nuestras sociedades. Si la nave fue una fiesta alguna vez, ahora es un entierro. Lo único que nos puede salvar del “desastre, de no precipitarnos en la catástrofe” (Fellini. Raccontando di me, conversazioni con Costanzo Costantini, 1996) es la bestia de la bodega, que simboliza “la parte inconsciente, profunda, sana, de nosotros mismos” y, de paso, explica la fantástica y no tan surrealista frase final del testigo de la realidad, el periodista, Orlando: “¿Sabías que el rinoceronte da una leche excelente?”.

En 1983, otro grandísimo autor, Italo Calvino, lo expresó de este modo en el diario La Repubblica: “es como si todos nos hubiéramos dado cuenta de que el fin del mundo se ha convertido en nuestro hábitat natural y no pudiéramos imaginar una forma de vida diferente”. Los años han confirmado su temor y la posición de Fellini y Moravia, además de poner la obra de Sartre en el sitio que merece. Esperemos que, con monstruos o sin ellos, quede la inteligencia suficiente para que se entienda el aviso de los dioses que mencionaba al principio y nunca tengamos que decir, como Garcin: “el infierno son los otros”.

Este sitio utiliza cookies. Al continuar navegando por el sitio, usted acepta nuestro uso de cookies.