Boris Vian y su Vernon Sullivan

Si hablamos de música diegética —aquella que escuchan los personajes en las secuencias del filme—, las piezas de Vian integran algunas de las cintas de Leos Carax —Mala sangre (1986)—, Julie Delpy —Dos días en París (2007)— o Joann Sfar —Gainsbourg (Vida de un héroe) (2010)—… El etcétera es tan largo como cabe esperar en... Leer más La entrada Boris Vian y su Vernon Sullivan aparece primero en Zenda.

Jun 22, 2025 - 07:35
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Boris Vian y su Vernon Sullivan

Tal vez sea una canción suya, “El desertor” —la más bella expresión del pacifismo que la historia de la música registra—, su obra más conocida. Pero Boris Vian —sentado a la derecha de Sartre en una supuesta mesa existencialista—, fue muchas más cosas además de un cantautor insólito y lo bastante grandioso como para arreglar sus canciones en base a sonoridades jazzísticas, que no a la consabida —y monótona— guitarra sin electrificar, consustancial al resto de la canción de autor, muy en especial a la canción protesta. “El desertor” integra la banda sonora de películas como Bluff Stop (1977), filme sueco dirigido por Jonas Cornell a la mayor gloria de Björn Andrésen —el Tadzio de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1970)—, o Choisir à vingt ans (2017), un documental sobre los franceses que se negaban a ir a la guerra de Argelia del suizo Vili Hermann. Entre una y otra, hay todo un catálogo de filmaciones, para las dos pantallas, donde suena “El desertor”.

Si hablamos de música diegética —aquella que escuchan los personajes en las secuencias del filme—, las piezas de Vian integran algunas de las cintas de Leos CaraxMala sangre (1986)—, Julie Delpy —Dos días en París (2007)— o Joann Sfar —Gainsbourg (Vida de un héroe) (2010)—… El etcétera es tan largo como cabe esperar en un músico que, pese a considerarse un aficionado toda su breve vida, trascendió de forma sobresaliente en el cancionero de la Europa de su tiempo.

"Su actividad fílmica abarca, naturalmente, la aportación a la pantalla de los muchos argumentos extraídos de sus novelas y relatos"

También procedería dejar constancia del Vian actor, que lo fue, especialmente para Pierre Kast, uno de los miembros menos conocidos de la Nouvelle Vague, amén de crítico de Cahiers du Cinéma en los días previos a aquel nuevo cine. Con este último, el gran Boris colaboró en dos comedias galantes: Un amor de poché (1957) y Le bel âge (1960). Unos años antes, en la versión de Notre Dame de París (1986), de Jean Delannoy, había recreado a un cardenal. Pero acaso fuera el Prévan de la versión de Las amistades peligrosas (1959), de Roger Vadim —una de las mejores adaptaciones que ha conocido la novela epistolar de Choderlos de Laclos—, el más notable de sus trabajos como actor.

Boris Vian, aventajado discípulo de Alfred Jarry, también fue un escritor de variados registros. Su actividad fílmica abarca, naturalmente, la aportación a la pantalla de los muchos argumentos extraídos de sus novelas y relatos. Destaca entre todos ellos el de una de las historias más hermosas que ha dado ese romanticismo fabuloso que tiene en la dulce Audrey Tautou a su mayor musa. No es otra que La espuma de los días (2012), segunda adaptación de la novela homónima, la obra maestra del gran Boris. Aparecida en 1946 y, en la actualidad, de lectura obligada para los escolares en Francia, se trata de una delicia que nos transporta a un mundo donde la realidad se mezcla con elementos de ensueño y fantasía, ofreciendo así una experiencia mágica y a la vez cotidiana. Estamos ante una historia de amor —uno de esos amores más poderosos que la vida—, que solo acaba cuando a Chloé —la encantadora Audrey Tautou, en uno de los papeles más destacados de toda su filmografía—, comienza a crecerle en un pulmón un nenúfar que acabará con ella.

"Alucinado, heterodoxo y maldito en un proceso judicial antes de gozar del favor de crítica y público, hay que ver en Vian, antes que ninguna otra cosa, a un joven apasionado de su tiempo"

Debida a Michel Gondry, esta segunda versión de La espuma de los días —la primera, voluntariosa, aunque fallida, fue obra de Charles Belmont y data del 68— puede y debe considerarse una de las cimas de ese romanticismo fabuloso que tiene en Jean-Pierre Jeunet a uno de sus más destacados cultivadores. Pero también cabe incluirla entre los ejemplos de esas adaptaciones de grandes novelas que se antojaban difíciles para la pantalla, antes de dar con un realizador lo suficientemente dotado como para llevar a cabo la empresa. Ante dicha tesitura, quiero recordar El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad, 1899). Dada su rica narrativa y complejidad temática, muchos pensaron que no se podía trasladar al cine. Hasta que Coppola, ese gran Coppola que hoy se olvida por sus desvaríos de la senectud, sentó las bases del subgénero del bélico sobre la guerra de Vietnam con Apocalypse Now (1979). Otro ejemplo de adaptación que honra al original es Bajo el volcán (John Huston, 1984), sobre la novela del mismo nombre publicada por Malcolm Lowry en el 64 con algunas de las mejores páginas que haya inspirado el alcoholismo. Y ya que estamos con la priva, la buena literatura que legaron a la posteridad algunos de los muchos escritores que se mataron bebiendo, y las adaptaciones fílmicas que hicieron de esas grandes ficciones los cineastas de talento, la mención a La leyenda del santo bebedor (1939), de Joseph Roth, es obligada. Novela póstuma y breve —acaso relato, ya que apenas llega a las 30 páginas— el lustre con el que Ermanno Olmi versionó en la pantalla, en 1988, esta historia de Andreas, el clochard alcohólico y devoto de santa Teresita de Lisieux, le valió al cineasta italiano —uno de los grandes humanistas que la historia del cine registra— el León de Oro en la Mostra de Venecia de 1988.

Pero hoy estamos con Vian, cuya diversificación no le impidió demostrar idéntico talento en todas las labores emprendidas. Alucinado, heterodoxo y maldito en un proceso judicial antes de gozar del favor de crítica y público, hay que ver en Vian, antes que ninguna otra cosa, a un joven apasionado de su tiempo. Es más, su vida, prácticamente, se extinguió con su juventud.

"Nadie ha de llamarse a engaño: que Vian hiciera tantas cosas en tan poco tiempo tampoco significa que su actividad, al menos la literaria, quedara incompleta"

Cualquiera diría que Boris Vian siempre supo que habría de vivir muy poco —murió con 39 años— y que por ello desarrolló una actividad frenética. A tenor de su diversidad, diríase asimismo que fue un hombre del Renacimiento. Pero lo cierto es que fue una de las mentes más lúcidas y lúdicas de la posguerra. Y además, un verdadero hijo de ese pensamiento progresista que surge en la segunda mitad del siglo XX, a resultas de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial y de la negación de los valores y de los prejuicios que condujeron a ella, desde el militarismo hasta el racismo. Nada que ver con lo de esta gente que nos gobierna, que hace de lo del “gobierno de progreso” una suerte de eslogan para sus dudosas industrias.

Nadie ha de llamarse a engaño: que Vian hiciera tantas cosas en tan poco tiempo tampoco significa que su actividad, al menos la literaria, quedara incompleta. Su bibliografía, que sobrepasa la veintena de títulos, incluyendo las novelas, piezas teatrales, ensayos y colecciones de poemas, es una obra completa. Boris Vian murió joven, en efecto, pero todas sus grandes páginas ya estaban escritas. A diferencia de tantos autores cuya obra queda truncada por su repentina muerte, la del maestro francés es una bibliografía completa.

Nacido en Ville-d’Avray en 1920, la enfermedad —un reumatismo articular que acabaría degenerando en una cardiopatía— se manifiesta por primera vez en él cuando el futuro escritor sólo cuenta 12 años. Meses después, apenas recuperado, forma su primera orquesta de jazz. El jazz habría de ser una de sus grandes pasiones. La literatura y las chicas, las otras. Lo suyo con esta música fue un amor loco, basado en la sensualidad de sus sonidos y el conocimiento de sus técnicas. Miembro del Hot Club de Francia desde 1937, esto le sitúa, con tan sólo 17 abriles, en la principal asociación europea para la promoción del jazz en el continente que alumbró la pomposamente autodenominada música clásica o culta. El primer número del órgano de expresión del club, Jazz Hot —donde el siempre joven Boris habría de publicar sus mejores críticas— fue impreso en el reverso del programa de mano del primer concierto parisino de Coleman Hawkins, celebrado en la sala Peyel para ser exactos.

"Durante varios meses, todo París creerá que Escupiré sobre vuestra tumba es una obra original de un afroamericano. Cuando se descubre que su autor es Boris Vian, el escritor y su editor se verán sometidos a un proceso judicial"

El Hot Club alumbró el quinteto pionero en el jazz europeo, con una impronta propia, ajena al modelo estadounidense, donde formaron Django Reinhardt y Stéphane Grapelli. Fue aquella una asociación cuya labor daría que hablar al otro lado del Atlántico, mereciendo los elogios de la crítica estadounidense. Vian, adolescente aún, como miembro de club, siguió a Cocteau en la organización de los primeros conciertos franceses —léase europeos— de jazz. Pero Vian, y sus compañeros del Hot Club, llegaron más lejos. Así, también produjeron discos y realizaron investigaciones históricas para la promoción del jazz en el Viejo Continente. Esto es otra demostración de que nuestro dilecto fue un joven estrechamente ligado a su tiempo. En efecto, el jazz fue para los existencialistas —y posteriormente para los beatniks— lo que habría de ser el rock para la sedición juvenil venidera.

Tampoco hace falta ser el doctor Freud para comprender que esa pasión por el jazz fue el origen de su simpatía por los afroamericanos, que a su vez inspiraría una de las mejores novelas que escribió con el heterónimo, más que seudónimo, de Vernon Sullivan: Escupiré sobre vuestra tumba (1946). Esta historia, la de un negro blanco dispuesto a vengar la muerte de su hermano de piel oscura a manos de los racistas caucásicos en el Memphis de la segregación racial, fue llevada al cine por primera vez por Michel Gast en 1959. Desde entonces, ha conocido varias versiones. La más exótica es la de un cineasta turco, Ferdi Meter, realizada en 1970 bajo el título de Ipini Boynunda Bil, que bien podría haber sido un western mediterráneo, si no hubiera estado rodada en inglés y en Canadá. Parece ser que la última es una teleserie colombiana.

"Vian se convierte en maldito a la par que en alucinado. Al cabo, todo el escándalo redundará en un insospechado éxito de ventas para el libro"

El éxito obtenido con Escupiré sobre vuestra tumba permitirá a Vian —que es ingeniero— dedicarse profesionalmente a la literatura. La firma con el seudónimo de Vernon Sullivan —nom de plume con el que aparecerán todos sus thrillers—: Todos los muertos tienen la misma piel (1947), Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera (ambas de 1948). Sin embargo, será un relato de 1947 —Los perros, el deseo y la muerte—, sobre una mujer que camela a un taxista para que empiece a matar perros con su coche y acabe matando gente, el que más poderosamente llamará la atención de los cineastas. De clara impronta noir, una de sus últimas adaptaciones —con el título de Blanca Madison— se debe al español Carlos Amil y está rodada en La Coruña del año 2000.

Durante varios meses, todo París creerá que Escupiré sobre vuestra tumba es una obra original de un afroamericano. Cuando se descubre que su autor es Boris Vian, el escritor y su editor se verán sometidos a un proceso judicial en el que se les condenará por “ultraje a la moral y a las buenas costumbres”. Las analogías que se registran con la condena a Las flores del mal son asombrosas. Vian se convierte así en maldito a la par que en alucinado. Al cabo, todo el escándalo redundará en un insospechado éxito de ventas para el libro.

Siempre imbuido por un sarcástico sentido del humor, y sin dejar por ello de tocar la trompeta y cantar en las caves de Saint-Germain-des-Prés, las publicaciones, bien firmadas con su nombre, bien con el de Vernon Sullivan, se suceden a un ritmo vertiginoso. Así, en 1947 aparece El otoño en Pekín.

En gran medida, Boris Vian murió en 1959 por tocar la trompeta, lo que los médicos le habían prohibido terminantemente. Pero el jazz le gustaba demasiado. Lo amaba tanto como la literatura, las chicas y el cine.

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