Cuentos completos, de Roald Dahl

Alfaguara publica la edición definitiva de los Cuentos completos de Roald Dahl, un volumen único para celebrar a un autor a la altura de los hermanos Grimm, Antoine de Saint-Exupéry, Lewis Carroll o incluso los Monty Python. El volumen cuenta con prólogos de Elvira Lindo y Miqui Otero. En Zenda reproducimos el prólogo de Miqui... Leer más La entrada Cuentos completos, de Roald Dahl aparece primero en Zenda.

Jun 24, 2025 - 12:05
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Cuentos completos, de Roald Dahl

Alfaguara publica la edición definitiva de los Cuentos completos de Roald Dahl, un volumen único para celebrar a un autor a la altura de los hermanos Grimm, Antoine de Saint-Exupéry, Lewis Carroll o incluso los Monty Python. El volumen cuenta con prólogos de Elvira Lindo y Miqui Otero.

En Zenda reproducimos el prólogo de Miqui Otero a los Cuentos completos (Alfaguara), de Roald Dahl.

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Un pato, una rata en un tarro de caramelos y una llamada al pasado (un prólogo en tres milagros), por Miqui Otero

1

Este libro es un milagro, y su existencia se la debemos a un pato.

La primera parte de la frase parece una de esas grandilocuentes sentencias promocionales, aplicables tanto a una novela contemporánea como a un manual de criptomonedas, que aparecen en las fajas al lado de fórmulas como «duro pero tierno» o de adjetivos como «hilarante», mientras que la segunda apesta a gancho narrativo facilón que luego se resuelve con una metáfora fallida (un editor torpe, palmípedo o de cabeza altiva, por ejemplo).

Pero no: que el lector tenga en sus manos este volumen es verdaderamente un milagro. Y sí: sin que cierto pato se cruzara en la vida de su autor no existiría ni una sola de las páginas de este tomo (ni los personajes turbios, los chistes ácidos, las angustias persistentes, las apuestas descabelladas, las sorpresas de clausura, las ironías endiabladas, los buenos muy buenos y los malos muy malos, el estilo «duro pero tierno» y sin duda «hilarante»). El azar, que suele ordenar las ficciones y desordenar las vidas, esa sal de la narración que tanto peso tiene en la obra de este escritor, jugó fuerte en el mito fundacional de su carrera literaria.

"Nuestro pato no habla, ni siquiera grazna en su idioma avícola. ¿Y saben por qué no habla? ¿Por qué no dice ni mu ni cuacuá?"

Podría empezar presentándoles al autor, pero, como es de sobras conocido (al fin y al cabo ha vendido trescientos millones de ejemplares y ustedes están dispuestos a leerse un libro suyo de mil páginas), prefiero presentarles al pato, el ilustre desconocido, tan lejos de la fama del Pato WC y de ese otro loco rezongón que se pasea por ahí con una camisa de marinerito y en pelota picada de la cintura para abajo. El nuestro no llega solo: entra en escena tendido en una fuente, engalanado con verduras y patatas, embadurnado de una salsa espesa y sabrosa, como si volviera de una fatal batalla en un cañaveral. Nuestro pato no habla, ni siquiera grazna en su idioma avícola. ¿Y saben por qué no habla? ¿Por qué no dice ni mu ni cuacuá? Pues porque es un mártir, una víctima anónima que ha muerto por la literatura. Y no solo está muerto, sino que para colmo está asado.

Aun así, nuestro pato exige toda la atención desde la bandeja. No es un tentempié que se puede mordisquear mientras se despachan asuntos más importantes en una sala de juntas. No y no: este pato, vanidoso como un novelista, reclama dedicación exclusiva. Y la tendrá, sobre todo por parte de uno de los dos comensales sentados a esta mesa en un exclusivo restaurante francés cerca del hotel Mayflower, en Washington, que está separado por un océano de las bombas y los morteros de la Segunda Guerra Mundial.

Los dos comensales han quedado para hablar mientras almuerzan, pero el caso es que su conversación no fluye demasiado. Al fin y al cabo, se acaban de conocer. Uno de ellos es un autor célebre. Le han encargado que escriba una serie de relatos heroicos de la aviación inglesa para avivar la llama bélica en los estadounidenses y así animarlos (con el poder, en fin, de la pluma) a echar una manita contra el nazismo. Cuando se enteró de que un piloto de la Royal Air Force trabajaba en la embajada británica, intuyó que podría sacar una buena historia de sus experiencias. Y cuando el piloto lo vio entrar en el despacho, no le prestó demasiada atención: parecía un topo atareado, un hombre bajito y con gafas de gruesos cristales. Eso fue antes de que le dijera su nombre: C. S. Forester.

"Cuando era pequeño, había visitado fugazmente a Beatrix Potter, su ídolo de literatura infantil, pero era la primera vez que conocía en persona a un escritor para adultos"

El Piloto había leído toda la obra de Forester, así que le faltó tiempo para cuadrarse. Pese a que no se había planteado ser escritor, es cierto que leía mucho y que las rimas que le había cantado su madre, las leyendas noruegas con las que lo habían arrullado sus abuelos, los maltratos padecidos en los internados infantiles, los viajes exóticos de su primera juventud y sus gestas bélicas llevaban tiempo preparándolo para este momento. Cuando era pequeño, había visitado fugazmente a Beatrix Potter, su ídolo de literatura infantil, pero era la primera vez que conocía en persona a un escritor para adultos. A renglón seguido, este le tendió una doble oferta:

—Quiero la historia más increíble que le haya sucedido en la guerra. Le invito a almorzar y me la cuenta mientras comemos.

Ahora, con el pato delante, el tipo vuelve a parecer anodinamente torpón y patológicamente goloso.

—Adelante —le dice al Piloto, mientras garabatea algo en esa libreta de notas que ha colocado al lado de los cubiertos y encima de la servilleta de lino.

El Piloto descorcha una aventurilla bélica, pero se detiene pronto porque ve que Forester deja caer el lápiz para negociar, tenedor en ristre, con el ave. Tal es el magnetismo de este pato que, como ya no puede hablar, llama la atención con el brillo de su barniz celestial y con su olor sabrosón. Así que el Piloto intenta seguir con el relato algunas veces más, pero el flujo de la historia se corta porque el gran literato, comisuras radiantes de melaza y ojos como platillos de café fijados en el pato, se despista intentando rebañar ese charquito de salsa o pinzar ese otro muslito. Cada vez que el Piloto retoma la anécdota, hablándole de aviones que entran en barrena o se quedan sin combustible, tiene que parar porque el otro se interesa por una patata y él pierde el hilo. Quizá nuestro héroe incluso tiene la tentación de darle él mismo el pato, acercándole el tenedor convertido en avioneta mientras simula el ruido del motor haciendo vibrato con sus labios:

—A ver, ésta por Winston Churchill: brrrrrrr.

Quién sabe. Pero el caso es que aquí, y esto ya parece uno de los muchos relatos que en el futuro pondrá a andar mediante el resorte de una apuesta, el Piloto le propone algo al escritor célebre. El pato se le está enfriando y es casi un crimen no dedicarle los honores que merece, así que le dice:

—Mire, señor Forester: si quiere, yo mismo trataré de escribir lo que me ocurrió y se lo mandaré. Luego usted podrá reescribirlo como Dios manda.

Forester le da un sorbo al vino y un consejo de escritor al Piloto. Solo uno, pero muy importante. El mismo que les dio mil veces Nabokov a sus alumnos cuando decía: «Acariciad los detalles». En otras palabras:

—De acuerdo, pero fíjese, cuando escriba, en cosas insignificantes: el cordón roto del zapato izquierdo de aquel personaje o la mosca en la copa de su superior. Yo me ocupo del resto.

El Piloto, que asiste a cómo el escritor se ocupa efectivamente del resto del pato, lleva un rato fijándose precisamente en los detalles, desde los dedos grasientos hasta las gafas torcidas de su compañero de mantel. Encaja la sugerencia, aunque insiste en que él no es escritor, así que bosquejará unas notas y luego Forester tendrá que darles forma y brillo.

"Pero volvamos a La Noche del Pato. Una hora después de la cena, el Piloto se echa al coleto un coñac y alinea el mazo de folios en el escritorio"

Su inseguridad es comprensible: aunque las celebradas cartas a su madre desde los internados fueron sus primeros relatos, a nuestro Piloto nadie le ha prometido la gloria literaria. De hecho, cuando tenía apenas ocho años, su profesor de inglés en Weston-super-Mare le propinó un buen mandoble a su vocación. El tipo, que también era el instructor de boxeo del centro, apuntó en uno de los informes, bajo el epígrafe de Redacción: «Véase el informe correspondiente a Boxeo. Los mismos comentarios para ambos casos». ¿Y qué había escrito ahí el profesor? Bien, con una miopía oracular solo comparable a la del ejecutivo de Decca que rechazó a los Beatles o a la de la veintena de editores que lanzaron a la papelera el Dublineses de Joyce, el maestro apuntó: «Demasiado lento y pesado. Sus golpes no están bien sincronizados y es fácil verlos venir». El Piloto, que llegará a convertirse en un maestro del suspense más armónicamente ingenioso, se vengará de esa ciega soberbia adulta en las páginas de su inmortal Matilda.

Pero volvamos a La Noche del Pato. Una hora después de la cena, el Piloto se echa al coleto un coñac y alinea el mazo de folios en el escritorio. Tarda solo unas horas en escribir la historia. De hecho, la titula así: Pan comido. La ensobra, la cuela en el buzón y, como el ilustre personaje cautivo, confía y espera. Al cabo de unos días, recibe en la embajada una carta de vuelta. El arranque: «Se suponía que me daría unas notas y no una historia acabada. Estoy desconcertado. Su narración es maravillosa. No he tocado ni una sola palabra». Forester también le informa de que se la ha enviado a su agente, con su recomendación personal, para que se publique en The Saturday Evening Post. Y le hace la pregunta (podemos imaginar el cosquilleo en el cuerpo del destinatario al leerla) mágica: «¿Sabía usted que era escritor?». La carta incluye un cheque por el importe de novecientos dólares. Sólo cambiarán el título por otro, «Derribado en Libia», aunque a nuestro Piloto, milagrosamente, jamás lo han derribado en combate.

Ese será el primer relato publicado por Roald Dahl, que en este tomo conserva su título original. Y esta larga introducción, para un prólogo ya necesariamente macrocefálico, es un intento de contar una anécdota fundamental de su vida, pero también de atrapar algunos de los mecanismos narrativos y rasgos de composición y estilo de la extensísima obra que dejó escrita.

"En algún punto de este prólogo, les contaré la historia de la llamada que hice después de que me lo encargaran. Quería explicarle a determinado niño que lo iba a escribir"

«¿Adónde van los patos de Central Park en invierno?», se preguntaba un listo en una famosa novela. Esperemos que muchos vayan a la mesa de escritores que aún no saben que lo son. El nuestro, que venía de combatir contra los nazis y la Francia de Vichy, encontró la vocación gracias a un pato cocinado a la manera francesa. Este libro no existiría sin ese pato y este prologuista muy probablemente no escribiría (al menos como quiere hacerlo) si no llevara leyendo a este autor desde preescolar.

En algún punto de este prólogo, les contaré la historia de la llamada que hice después de que me lo encargaran. Quería explicarle a determinado niño que lo iba a escribir. Fue asombroso, a todas luces inverosímil, que me cogiera el teléfono precisamente él. Pero sigamos con otro tipo de milagros. Porque este libro, que recoge todos los relatos para adultos de Roald Dahl, es un milagro, sí, y que exista también se puede deber a una jirafa cuyo cuello es golpeado por el ala de un Gloster Gladiator de la Segunda Guerra Mundial o incluso a un tarro de cristal lleno de caramelos con una rata dentro.

2

Pero ¿cómo narices llegó esa rata a colarse en el tarro de cristal lleno de caramelos?

Son muchos los episodios extraordinarios, así que resumir la biografía de Roald Dahl en un prólogo es una operación casi tan difícil como escurrir el mar con una fregona (o barrer una playa) y tan lastimosa como uno de esos anuncios de seguros que resumen la vida humana en cincuenta segundos (para endilgarte una póliza). Y, aun así, en este caso es difícil entender los cuentos de su obra sin asomarse a determinados episodios de su experiencia.

Volvamos a ese bodegón tan raro: la rata en el tarro de cristal lleno de caramelos (una imagen altamente expresiva, a lo Raymond Chandler: «Parecía una tarántula sobre una tarta de limón», etc.) no existiría si Roald Dahl no se hubiese visto atrapado, desde la infancia hasta la adolescencia (que es la vejez de la infancia), en internados ingleses.

Así lo dejó ordenado su padre, un empresario próspero que falleció muy joven, poco después de que también muriera una de las hermanitas de Dahl. Nuestro autor le debe su estilo tanto a esas tragedias tempranas como a sus orígenes. Toda su familia procedía de Noruega, donde le inculcaron esas historias mágicas escandinavas, pero se empeñaron en que su educación fuera inglesa (y nada más British que el hijo de un extranjero nacido, en el año 1916, en Gales). De ahí, el doble corazón de su obra, que no le hace ascos a la dimensión mágica de la experiencia, pero que recubre todo con una película humorística. Un aire risueño que le permite tomar distancia ante la desgracia y afrontar lo terrible con elegancia.

Así intentó dirigirse en sus primeros años de internado, donde probó el castigo de la palmeta, el abuso de los alumnos mayores y la crueldad del profesorado. «El colegio es una institución penal donde te enseñan a olvidar la infancia», dijo Leopoldo María Panero. Con Dahl no lo lograron.

"Cuando uno piensa en Dahl, lo defiende por esos cuentos infantiles duros pero hermosos donde los adultos son siempre unos cretinos y no conocen el gran secreto"

En la rata muerta entre caramelos está la clave. La puso ahí con tres amigos para burlarse de la malvada mujer de una confitería cercana. La gamberrada le valió una buena tunda del director de la escuela, pero no entenderíamos sin ella obras como Las brujas (donde esas malvadas que odian a los niños pretenden montar una cadena de confiterías como negocio tapadera). El maltrato infantil que sufrió en los colegios, así como la camaradería que se creó entre sus iguales para soportarlo, marcó su vida y definió su obra: sin todo ese dolor no existiría la filantropía del millonario Henry Sugar, que destina a la apertura de orfanatos todo lo que gana estafando casinos, y sin esa claustrofobia Dahl no habría imaginado cierta fábrica de chocolates ni habría querido escapar a lugares exóticos. Y sin ese claustro donde a él y a sus compañeros los castigaban «por hacer todo lo que se supone que un niño hace», no habría llegado a la división del mundo entre buenos muy buenos y malos muy malos. Algo que comprobaría bien pronto en un avión que levanta el morro entre jirafas.

Cuando uno piensa en Dahl, lo defiende por esos cuentos infantiles duros pero hermosos donde los adultos son siempre unos cretinos y no conocen el gran secreto: «el niño no es un proyecto de adulto, sino que el adulto es lo que queda del niño», como escribió Santiago Alba Rico. También se le recuerda por sus relatos adultos ingeniosos y minados de sorpresas. Sin embargo, si uno lee todos sus cuentos, descubre un talento versátil, con tantas caras como el fuego. Sus cuentos exóticos o sus relatos bélicos son de un gran nivel y se nutren de lo que él vivió.

Dahl salió del último internado y logró viajar al corazón del exotismo gracias a un trabajo en la Royal Dutch Shell. Recaló en Kenia y luego en Tanzania, donde le cogió el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Lideró a askaris y se enroló en la RAF. Recibió el adiestramiento en Nairobi, donde tenían que espantar a cebras y flamencos (y a jirafas) para poder despegar aviones obsoletos con la metralleta en la hélice. De los veinte que se apuntaron al curso, esquivaron la muerte (otro milagro) tres. En un vuelo entre Egipto y Libia Dahl sobrevivió a su peor accidente, abrazado a un compañero de armas para no morir de frío en la arena del desierto. Y luego, con poquísimos compañeros, batalló en Grecia contra miles de aviones del Eje.

Dahl entiende al niño que sufre porque fue un niño que sufrió, pero también es convincente cuando muestra el absurdo adulto, y el terror ante la muerte, porque tembló mientras caía en barrena, así que sabe (oh, los detalles) que la explosión en un avión «suena como si alguien hubiese reventado una bolsa de papel hinchada de aire», y que el repiqueteo de la lluvia en el techo de una tienda de campaña es como el tricotado de una máquina de coser.

"Dahl dice que su división entre héroes y villanos viene de su experiencia en los internados, aunque cómo no pensar que influyó un poquito haber luchado contra los nazis"

Pero, aunque él imprimió un aire heroico a su vida como piloto, exploró también la culpa desde el costumbrismo (ese cuento donde un combatiente mira, desde la barra, el pub lleno de gente y piensa: imagínate que mueren todos de repente… pues yo he matado a muchísimas más personas) y el trauma posbélico desde la fantasía (un tipo inventa una máquina para escuchar la música ultrasónica negada al oído humano, pero lo que descubre con ella es que incluso las rosas gritan de sorpresa y dolor cuando las cortan).

Dahl dice que su división entre héroes y villanos viene de su experiencia en los internados, aunque cómo no pensar que influyó un poquito haber luchado contra los nazis. Pero la vida es más borrosa que nítida. Por eso, en su cuento infantil El superzorro don Zorro le suelta a don Tejón: «Es que eres demasiado bueno». Y cuando este le contesta: «¿Y qué hay de malo en eso?», don Zorro, que es Dahl, añade: «¡Nada… sólo que nuestros enemigos son demasiado malos!».

Un compatriota de Dahl lo expresó aún mejor cuatro siglos antes: «I must be cruel, only to be kind» («Tengo que ser cruel, solo para ser bueno»). Y eso lo descubrió nuestro Piloto (nos acercamos al pato) cuando lo destinaron a la embajada británica de Washington, durante esa época en la que cambió el uniforme por el terno, la arena por la moqueta, el abrazo al soldado por el compadreo con el más famoso creador infantil (Walt Disney), con el presidente de los Estados Unidos (Roosevelt) y con el gran escritor de la Generación Perdida (Hemingway), pero también con un montón de seres anodinos con una copa de Martini calcificada en la mano. La hija de Charles Marsh, su mentor en Estados Unidos, dijo: «Creo que se acostó con todo el mundo de las costas este y oeste que ganara más de cincuenta mil dólares al año». Sus conquistas eran sociales y sexuales; los secretos de alcoba lo eran de Estado.

Ahí ensanchó su visión del mundo. Esos años de intrigas y caoba, cuando trabajó como espía (bien le fue para luego bordar un guion de James Bond), le permitieron entender muy bien los mecanismos del poder. Y su matrimonio con la actriz Patricia Neal, que cayó en sus brazos después de recalar en los de Gary Cooper, le dio material para una de sus facetas más desconocidas. Porque Dahl es magnífico, también, cuando habla de la vida suburbial y de la opresión del matrimonio. Le mantiene la mirada a Updike o Cheever en cuentos como el del intercambio de parejas (casi una violación cruzada), el de la visita a casa de un gato que podría ser Liszt acogido con entusiasmo por una esposa desquiciada por el aburrimiento o el de ese infeliz que encuentra la felicidad fingiendo que es un gran compositor (pone un disco de Beethoven y simula que toca el piano o que dirige la orquesta). Nuestro escritor sublima ese tono, claro, con el potenciador de sabor que le da la literatura fantástica, pero también la infantil. Si sabes de su matrimonio desdichado, resulta involuntariamente triste cuando a don Zorro, tras salvar a su familia, «se le cae la baba» al escuchar a su esposa decir: «Niños, quiero que sepáis que si no llega a ser por vuestro padre, esto no lo contamos… Ahora sabéis por qué le llaman don Superzorro».

"No es fácil abstraerse de sus errores ni absolverlo de todos sus pecados, entre ellos, sus comentarios antisemitas"

Y, sin embargo, sus cuentos adultos pasan a la historia cuando se escoran hacia el misterio y la sorpresa. Si no hubiera arriesgado tanto en la vida, no habría imaginado a alguien que apuesta un coche contra un meñique a que su Zippo se enciende diez veces. Sin tanta violencia gratuita, quizá sus personajes no matarían con lo que tienen más a mano (hasta una pata de cordero congelada). Sus relatos de intriga son retos intelectuales (juegos de quién y cómo lo hizo) que se resuelven con elegancia y que elevan el puente perfecto entre la dionisiaca literatura de misterio inglesa y la violencia contradictoria del hardboiled norteamericano. Dijo Thomas Narcejac, guionista de Hitchcock (director que adaptó a Dahl muchas veces), que la novela negra europea «genera una ansiedad que luego se encarga de aliviar». En un mundo de dolor ciego y entropía sin propósito, Dahl, que pese a tanto milagro perdió la fe, y que aun así es un autor más moral de lo que parece, suele condenar al malvado, articula la incertidumbre y resuelve los males con una sonrisa (genuina, graciosa o helada). Siempre empatizando con el pícaro, como ese borrachín que roba paraguas del paragüero del pub y los vende a los peatones desprotegidos para luego pagarse el chupito de whisky.

No es fácil abstraerse de sus errores ni absolverlo de todos sus pecados, entre ellos, sus comentarios antisemitas. Aun así, si nos ceñimos a lo mejor de su obra, si uno es lo mejor que ha hecho, no puedo evitar sentirme fascinado por un escritor con una visión tan aniñada y a la vez tan panorámica del mundo.Con una visión tan, en fin, visionaria: leerán aquí un relato que se anticipa setenta años a la amenaza de la inteligencia artificial que suplantará a los novelistas. Con una lucidez tan lúdica aprendida, desde la infancia, de primera mano. Claro que nos gusta el tipo que conoce el vínculo estrecho entre la crueldad y la risa y que sabe que ésta es, como dijo Vonnegut, una respuesta casi fisiológica ante el miedo. Cómo no nos va a gustar el artista que nos dice que saquemos la rata del tarro de caramelos y que no paguemos el pato.

Pero sobre todo nos gusta por los secretos que nos cuenta. Por ejemplo, que el corazón de un ratón, y por tanto el de un niño convertido en ratón, late quinientas veces por minuto. Algo asombroso. Su bum bum es tan rápido que si acercas el oído, y Dahl sabe acercarlo, solo escuchas un zumbido. Parece una línea telefónica antes de marcar el número de la casa donde aprendiste a leer.

3

Este prólogo ha arrancado con una llamada, la vocación que encontró Dahl gracias a un pato, y terminará con otra, la que prometí en el inicio del texto.

No lo he hecho hasta ahora porque me daba cierto apuro contar esto, por si proyectaba la imagen de un lunático en el que no era bueno confiar y del que, en consecuencia, no merecía la pena leer un prólogo tan largo. Pero ahora que ya nos conocemos, y que ya está casi todo dicho, les contaré lo que me pasó justo después de que mi magnífica editora me lo encargara.

"El último número que olvidas (después de tu propio peso o tu año de nacimiento) es el del teléfono de la casa donde aprendiste a leer"

No sé si son ustedes conscientes de que numerosas investigaciones científicas llevadas a cabo por las más prestigiosas universidades han demostrado que el último número que olvidas (después de tu propio peso o tu año de nacimiento) es el del teléfono de la casa donde aprendiste a leer. Hay numerosos casos de gente que no tenía a quien llamar y de repente se descubrió marcando esa sucesión numérica.

Yo, algo nervioso por el encargo, decidí probar suerte. Quizá me contestaría un expat noruego o un Erasmus de fiesta, pero el caso es que marqué el número. Me respondió una voz infantil, muy familiar. Era yo con seis años.

—¿Eres tú? —dije.

—Creo que sí —dijo mi yo infantil.

—No puedo hablar mucho, porque llamo desde lejos y corre la conferencia. Desde 2025, te llamo.

—¿Cómo sé que eres tú?

—El corazón del ratón late quinientas veces por minuto.

—Ok. Dime. —Mi yo infantil, pobre infeliz, siempre dispuesto a tragarse todo.

—Tengo una mala noticia y una buena noticia. ¿Cuál quieres primero?

—La mala. —Sí, mi yo niño es de los que se comen el bocadillo de chopped antes que el de Nocilla.

—Bien, la mala es que te llamo desde el futuro y te puedo decir que los adultos en la vida son aún más cretinos que los niños en el patio del colegio.

—¿Y la buena?

—Que han inventado los tarros de Nocilla solo blanca.

—No.

—Sí, te lo juro. Tanto pedirlo y aquí está. Sin lo negro. Pero no es la única buena noticia.

—Solo con esa ya me conformaría. Notición.

—Sí, pero es que además puedes seguir leyendo a Roald Dahl cuando creces. De verdad, no se gasta. Lo sigues gozando. ¿Y sabes qué?

—No.

—Ayer les compré unos silbatos de caramelo, como los que salen en la novela de otro escritor espía, a mis hijos, que tienen tu edad, y fliparon porque pensaban que no existían.

—Claro que existen.

—¿Y sabes qué más?

—¿Qué?

—Si la mama te ofrece pato para cenar…

—Qué asco.

—… cómetelo. Porque, agárrate, vas a ser escritor. Y te van a encargar prologar todos los cuentos para adultos de Roald Dahl.

—¡Milagro!

—Ya.

—¡Me va el corazón a quinientos!

—Frena y no seas tan cursi, que luego nos va como nos va.

—Me lo vas a decir tú. Como si la idea de llamarme no fuera cursi.

—Ya. No sé, me pareció que era un cierre muy… Dahl. Bueno, cuelgo que el texto va largo y corre la conferencia.

—Oye, no me olvides, ¿eh?

—Qué va. Ni de coña.

—Vale.

—Vale.

Clac.

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Autor: Roald Dahl. Titulo: Cuentos completos. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.

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