Martha Gellhorn. Cinco viajes al infierno.
Altair, 2011. 340 páginas. Tit. or. Travels with myself and another. Trad. Ana Guelbenzu. Crónica de cinco viajes de la autora a diferentes lugares y que, por una razón u otra, fueron un infierno y completamente desagradables y ruinosos. El primero es a China junto a Hemingway, al que nombra como ‘C.R.’ y da el tono general del libro. Vale que las condiciones que se encuentra no son precisamente las mejores, pero es que la autora se pasa el rato quejándose por todo. En esta primera crónica, sin embargo, Hemingway sale bastante bien parado. El grueso del libro trata de su viaje a África, que en aquel momento era bastante más inhóspita para los turistas que ahora (lo que ya es decir) acompañada de un conductor que no sabía conducir. Aquí tampoco se corta un pelo la autora para criticar todo lo criticable, rozar el racismo en ocasiones, a veces paternalista, a veces bastante crudo. Aún así se enamora de los sitios. No es una persona negativa, solo un poco tiquismiquis. Es de destacar que son crónicas escritas en los años 50, y en la segunda (en un Caribe en guerra) hasta hace un análisis de cómo era el sitio... The post Martha Gellhorn. Cinco viajes al infierno. first appeared on Cuchitril Literario.
Altair, 2011. 340 páginas.
Tit. or. Travels with myself and another. Trad. Ana Guelbenzu.
Crónica de cinco viajes de la autora a diferentes lugares y que, por una razón u otra, fueron un infierno y completamente desagradables y ruinosos. El primero es a China junto a Hemingway, al que nombra como ‘C.R.’ y da el tono general del libro. Vale que las condiciones que se encuentra no son precisamente las mejores, pero es que la autora se pasa el rato quejándose por todo. En esta primera crónica, sin embargo, Hemingway sale bastante bien parado.
El grueso del libro trata de su viaje a África, que en aquel momento era bastante más inhóspita para los turistas que ahora (lo que ya es decir) acompañada de un conductor que no sabía conducir. Aquí tampoco se corta un pelo la autora para criticar todo lo criticable, rozar el racismo en ocasiones, a veces paternalista, a veces bastante crudo. Aún así se enamora de los sitios. No es una persona negativa, solo un poco tiquismiquis.
Es de destacar que son crónicas escritas en los años 50, y en la segunda (en un Caribe en guerra) hasta hace un análisis de cómo era el sitio antes y después y, aunque las cosas han progresado, dice echar de menos cuando el sitio no era un resort turístico al alcance de muy pocos. Como diría aquel, es el mercado, amigos.
Crónicas frescas sin pelos en la lengua de un mundo que ha dejado de existir.
Muy bueno.
C. R. estaba de buen humor, yo no. Él encontró compañía entretenida, y sin duda whisky de la embajada, todo ha desaparecido de mi memoria. Creo que para entonces ya le había cogido el tranquillo a China, como se suele decir, y se había adaptado. Se fue en avión a Chengtu, una zona secreta en el norte donde decenas de miles de campesinos chinos estaban talando las montañas con palas y esparciendo la tierra en cestas para crear una enorme pista de aterrizaje para los Flying Fortress. C. R. dijo que la imagen debía de ser parecida a cuando los esclavos construyeron las pirámides. El buen humor de los campesinos lo conmovió: cantaban en el trabajo, competían por pueblos, con los banderines ondeando, y el mejor equipo del día hacía explotar petardos por la noche para celebrar la victoria. De haber tenido más tiempo y no haber estado yo con él, que no paraba de gruñir y quejarme, C. R. podría haberse convertido en todo un experto en China. No valoraba la limpieza por encima de la piedad como yo, ni le desesperaban todas las manifestaciones de enfermedades. Veía a los chinos como personas, mientras que yo los veía como una masa humana oprimida, condenada y valiente. Tiempo atrás, molesto por la manera en que me iba de las reuniones cordiales antes que nadie, C. R. declaró, dogmático: «M. adora a la Humanidad, pero no soporta a la gente». Lo cierto era que en China apenas soportaba nada.
El Dr. Kung, ministro de economía, adoptó una actitud paternal hacia mí y me regaló una gran caja de bombones, de la que ya se había comido sus favoritos, y un vestido chino de seda roja, bordado con flores amarillas y violetas. C. R. dijo que no era un vestido de abuela, parecía el último modelo de los burdeles de Chungking. El Dr. Kung también organizó un banquete, en el que dispuso que me sentara a su derecha. Con sus palillos seleccionó bocados especiales para ponerlos en mi plato: babosas de mar, pedazos de goma negra con enredaderas, huevos milenarios, de un color negro aceitoso por fuera con yemas de color rojo intenso. C. R., discreto en medio de la mesa, se lo pasó estupendamente en aquel almuerzo. Observaba cómo yo palidecía y balbuceaba que todo estaba delicioso, pero que no podía comer más, no, de verdad que no puedo, Dr. Kung (extremadamente tímida), no querrá que engorde y no pueda ponerme ese precioso vestido.
En una fiesta en algún lugar, conocí a la señora Kung. Me recordaba a esas fornidas matronas ricas y vulgares de los hoteles de Miami Beach. Los pilotos de la CNAC estaban a la greña con ella porque siempre que viajaba a Hong Kong les exigía que descargaran a pasajeros para dejar espacio para sus baúles. Era buena con la ropa: recuerdo que su vestido era uno de los más bonitos que haya visto jamás. Era el clásico modelo chino, jamás superado en ningún sitio, de terciopelo negro. Los botoncitos que cerraban esos vestidos desde el cuello hasta la rodilla estaban hechos por lo general de trenzas de seda: los suyos eran diamantes del tamaño de un botón. Dijo que también tenía botones de rubí y esmeralda. Los zafiros estaban descartados porque no lucían de verdad. No debí de sufrir demasiado, de lo contrario conservaría más recuerdos.
Dos visitas destacan con una extraña nitidez, aunque en aquel momento no reconocí su excepcionalidad. El Generalísimo y la señora Chiang nos invitaron a comer, un cuarteto íntimo. El Generalísimo quería tener noticias del frente de Cantón. Su casa era modesta, también amueblada por Grand Rapids, tapetes incluidos, pero limpia y sin matones. Era inútil alardear en Chungking. La señora Chiang no escatimaba cuando estaba en el extranjero: en una ocasión, reservó toda una planta del Waldorf. Ella, que seguía siendo una preciosidad y vampiresa afamada, fue encantadora con C. R. y educada conmigo. La señora Chiang traducía. C. R. y yo coincidimos en que el Generalísimo entendía inglés igual que nosotros. Era delgado, de espalda recta, impecable con su sencillo uniforme gris, parecía embalsamado. No me gustaba, pero más bien me daba pena: no tenía dientes. Al contárselo más adelante a un gerifalte de la embajada estadounidense, este celebró el honor que se nos había concedido: ser recibido por el Generalísimo sin sus dientes.
Tenía que enviar un telegrama a casa para dar mi futura dirección. Siento que llevo meses lejos y perdida. Parecía que estaba caminando realmente por el África más oscura en la época de Livingstone. La oficina de correos estaba abarrotada, como de costumbre, y los burócratas negros de tres al cuarto han adoptado el estilo francés en las oficinas de correos: es decir, ser desagradable. Son igual de maleducados que los franceses, a los que uno siempre quiere asesinar mientras apuntan con su pluma que chirría con su tinta pálida, y encima son mucho menos eficientes. En algún lugar de la oficina de correos siempre hay un blanco que merodea, diplomático y apenas visible, para hacer que aquella maquinaria inferior funcione. El oficinista negro no era capaz de averiguar en qué país se encontraba Londres. Le sugerí Grand Bretagne. Se enfadó y dijo con resentimiento: «Mais oui, Londres est très connu». Luego se puso a leer despacio la larguísima línea de impresión microscópica, los nombres de todos los países del mundo. Quería ayudar, impaciente, y de nuevo acosada por el olor de mis hermanos negros alrededor.
El director de King me retuvo, con una sonrisa, ni una sola palabra. La ley implícita es no ofender con la impaciencia, ya que es la manera más clara de decir que eres tonto. La impaciencia es el sentimiento que surge con mayor facilidad y el más difícil de gobernar. Además, uno no debe reírse ante la incompetencia o la estupidez, hay que esperar. Finalmente, el empleado consiguió localizar Londres. Tardé cuarenta y cinco minutos en enviar un telegrama de diez palabras.
Al darme la vuelta en el mostrador, estuve a punto de caer encima de un leproso que estaba agachado a mi lado en el suelo, con el muñón de una pierna envuelto en un vendaje ensangrentado. Levantó la mano para pedir limosna, una mano sin dedos, un muñón con protuberancias, a medio curar y sangrante. Tú colocas una moneda en una protuberancia, intentando no mirar ni tocar. Es dramático y repugnante. «Un lèpre», dijo el director de King. «Il y en a toujours dans les bureaux de poste.»
The post Martha Gellhorn. Cinco viajes al infierno. first appeared on Cuchitril Literario.