En la feria de Cirlot
Leo con entusiasmo el librito Ferias y atracciones, de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973), que la editorial gerundense Wunderkammer (cámara de maravillas) ha tenido a bien recuperar luego de su primera edición, allá en 1950, en la editorial Argos. En ambas ediciones el texto viene acompañado de una serie de láminas y grabados, además de... Leer más La entrada En la feria de Cirlot aparece primero en Zenda.

Recuperar el mundo antiguo de las ferias es el mejor salvoconducto para disfrutar de las evocadoras insinuaciones que, ahora desde la distancia, embellecen nuestra infancia y la asientan en el reino de los símbolos y la magia; o sea, la ilusión. Si a ello le añadimos el componente, allegado al surrealismo, con que el polígrafo Juan Eduardo Cirlot adorna su recorrido por una de esas ferias —ilocalizable, salvo cuando cita expresamente el parque de atracciones del Tibidabo, en Barcelona— de las que gozaron nuestros abuelos, el resultado no es otro que el disfrute de una experiencia rebosante de melancólica alegoría.
Este maravilloso esparcimiento literario de Cirlot —cuyo origen cabe situarlo en el primer artículo que el barcelonés publicó en la revista Dau al set, con cuyos componentes (Brossa, Tharrats, Cuixart, Tàpies…) Cirlot entablaría estrecha amistad y colaboración, si bien desempeñando un papel tangencial dentro del grupo, como si representara la imposible séptima cara del dado, seguramente la misma a la que se refirió Georges Hugnet en su libro, publicado en 1936, La septiéme face du dé—, digo, Ferias y atracciones nos traslada a un espacio plagado de referencias mágicas, ilusiones y alusiones que nos permiten abandonar momentáneamente la abigarrada y frígida concisión de nuestra realidad abusivamente digital, transportándonos a un mundo de ensueño y melancolía, tanto desde la perspectiva de lo cómico y festivo como de lo tétrico o espeluznante. Visitamos la Casa de la risa y la Casa del terror, la Ciudad encantada o el Trono de Satanás; descubrimos momias resucitadas, ahorcados, el reino de la muerte, el tren de los viajes fantásticos, muñecos mecánicos, cabezas parlantes, etcétera.
El libro comienza con una sentencia china que rebaja el enigma a la categoría de pasatiempo, en una clara invitación a recorrer el más refinado universo del entretenimiento. Dice así: «Decidme, ¿cómo me preferís, con cabeza o sin cabeza?».
De inmediato nos adentramos en un mundo de entrañable y mecánica falsedad, adornado con su «politonal mezcla de sonoridades y armonías», luces a tutiplén, megafonías, griterío, sirenas… En la vorágine descubrimos —según el criterio de Cirlot— dos clases de visitantes: los que reaccionan con tristeza (habituales) y los que reaccionan con ironía (esporádicos); porque la feria es como un «más allá» que depende de la credulidad del visitante.
Para comprender sus postulados, el mismo autor, siempre atento a las referencias cinematográficas, nos recomienda visionar la película Callejón de las almas perdidas (no olvidemos la influencia del séptimo arte en la obra de nuestro autor; así su obsesión por Bronwyn, el personaje interpretado por una joven y bellísima Rosemary Forsyth, junto a Charlton Heston, en la película El señor de la guerra, de Franklin J. Schaffner. Cirlot vio esa película en el cine Tívoli de Barcelona en el verano de 1966 y desde entonces se obsesionó con Bronwyn —a la que dedicó uno de sus más apasionados ciclos creativos—, hasta el punto de identificar al personaje con la Ofelia del Hamlet, y hasta con la Venus de Botticelli).
En el recorrido ferial nos acercamos a una innumerable colección de aparatos y máquinas, como el Stella que predice el futuro mediante un muñeco con aspecto de Sibila o un faquir profético. He ahí otra de las trampas embaucadoras que hallamos en el entorno: la invitación a viajar al pasado, donde, paradójicamente, descubriremos el futuro. Y entre medias pasaremos —como ya se dijo— por la Casa de la risa, donde cabe todo tipo de sorpresa amañada en un espacio laberíntico. Es verdad que en ese tránsito se exige un mínimo de predisposición masoquista para que el visitante crea por un momento que habita en una de sus pesadillas, tal vez poblada por cisnes y que se desarrolla, pongamos por caso, en las calderas de Pedro Botero.
Al margen de la reminiscencia onírica prevalece, en opinión de Cirlot, la tesis de que las ferias provienen del folklore y las fiestas populares en las plazas de los pueblos, con sus ceremoniales fuera del tiempo y del contexto, y a menudo también fuera de toda lógica.
Por otra parte descubrimos, con solazada atención, la finalidad y las características de los dioramas, concretamente el llamado Autovía, candoroso precedente de la fiebre viajera que nos embriaga en la actualidad. Cirlot nos dice que a dichos parques hay que acudir con espíritu barroco, y se extiende en la justificación hasta darla por irrefutable.
El autor no escatima las referencias a escritores, pintores o músicos, desde Kafka, Hermann Hesse o Solana hasta Strauss o Schoenberg, pasando por Duchamp o Dalí. Y en un par de ocasiones hace referencia —teniendo presente el artículo publicado en 1927 por la Revista de Occidente— al realismo mágico, por ejemplo cuando se detiene en los Teatrinos.
Tan vívido es el relato que leemos que nos parece estar compartiendo una velada con los muñecos mecánicos que irremisiblemente, dada su penosa esclavitud, nos dejan un regusto de tristeza. Esos muñecos emparentados, dice Cirlot, con los populares títeres y marionetas, se diferencian de estos en cuanto que viven en una caja-ataúd y solo actúan por el impulso de la ficha introducida en la correspondiente ranura. Verdadera desgracia hecha de «feroz determinismo».
Otra característica sobresaliente del libro es la fluidez con que está escrito, permitiendo que el dato erudito pase como enriquecedora alternativa poética a lo meramente descriptivo. Véase, al respecto, el siguiente ejemplo: «Uno de los soberanos, por derecho propio, de ese mundo es Pierrot. Todos hemos visto innumerables representaciones de este pálido Arlequín, viejo dios ctónico, cuya enamorada canción surge de su mandolina, réplica de la luna».
En suma, vengo a decir que Ferias y atracciones es como un guiño de los dioses del inframundo reivindicando otros tiempos, otras infancias… Otra memoria.
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