Aproximaciones para una vida permanente

Pero la muerte, si por esta entendemos el hecho de desaparecer, está ligada a la escritura y a la ausencia de esta, a la certeza de que solo a través de la literatura existe la realidad y de que el escritor, asumiendo su condición de testigo histórico y de vigilante del lenguaje, o escribe o... Leer más La entrada Aproximaciones para una vida permanente aparece primero en Zenda.

Jun 24, 2025 - 12:05
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Aproximaciones para una vida permanente

Durante su etapa como piloto de guerra —etapa mayúscula, por razones obvias, pero también iniciática—, James Salter estuvo muy cerca, quizá demasiado, de desaparecer. Desaparecer bajo el fuego enemigo, abrasado en uno de los muchos círculos de aire esponjosos y anónimos que tanto admiraba. Desaparecer ahorcado por el fuselaje del avión, en medio de una improductiva maniobra de entrenamiento —así lo confiesa en el primer párrafo de su artículo La cabeza fría, publicado por la editorial Salamandra en el volumen que lleva por título No guardar nada—. Desaparecer con el único consuelo de la muerte ajena y el deseo siempre inacabado de respirar por última vez la luz de los años.

Pero la muerte, si por esta entendemos el hecho de desaparecer, está ligada a la escritura y a la ausencia de esta, a la certeza de que solo a través de la literatura existe la realidad y de que el escritor, asumiendo su condición de testigo histórico y de vigilante del lenguaje, o escribe o desaparece para siempre. Quizá por haberse aproximado tanto a la muerte, y tras una andadura de doce años en el ejército norteamericano, James Salter se propuso no desaparecer jamás. La transición no fue sencilla. Así lo confesó en su libro de memorias Quemar los días. La vocación literaria, si bien se manifestó en él de forma intensa e irrenunciable, contrastó en sus inicios con un amor visceral por el vuelo, por la nobleza inherente a su condición de piloto, por la sed de gloria tan ligada a los ardores de la guerra y a la autenticidad terrible que, hasta ese momento, solo le habían ofrecido el ruido de las armas y la sangre. El laureado piloto y el escritor «don nadie». A pesar de ello, James Salter supo muy pronto que ninguno de los detalles de los que se nutre la heroicidad —él nunca renunció a ser un héroe— significa algo sin el lenguaje. «El lenguaje —dice en su artículo titulado Érase una vez la literatura— es un requisito para la condición humana. Sin él no hay nada. Existe la belleza del mundo y la belleza de la existencia, o el dolor si se quiere, pero sin lenguaje son inexpresables». «Sin el lenguaje —dice más adelante—, Dios podría existir, pero no se lo podría describir».

"No guardar nada es algo más que una recopilación de sus crónicas, de sus pasiones literarias y vitales, de su interminable reflexión sobre el sentido de la escritura"

Escribir, por tanto, para no desaparecer; describir para aprehender la existencia, para que no desaparezcan sus matices y el milagro de la rutina no caiga en el olvido. Algunos críticos han calificado el estilo de Salter de sucinto, comprimido y lacónico, pero hay en él una pretensión lírica, quizá musical, que siempre buscó precisar lo inexpresado; evocar, de forma sencilla y también clásica, los contextos secundarios de la Historia; sugerir con frases que se convierten en pinceladas luminosas el relato de un individuo y el debate interminable entre este y su necesidad de sobrevivir a toda costa. Porque la literatura ha sido y es un escenario abierto en el que el escritor observa la realidad con devoción y sin remordimientos, mientras se afana en desentrañar las diferentes pasiones que dirigen su mirada hacia lugares donde la palabra crece sin ataduras ni virulencia y el silencio se recompone con una lentitud que le aproxima a las esferas del secreto.

"Todos los recuerdos recopilados se suceden, saltando adelante y atrás en el tiempo, al principio de forma deslavazada, y avanzan entre otro tipo de recuerdos personales, por un camino de humor omnipresente"

No guardar nada es algo más que una recopilación de sus crónicas, de sus pasiones literarias y vitales —así reza la edición—, de su interminable reflexión sobre el sentido de la escritura. En cada uno de sus textos (algunos relatan sus experiencias periodísticas con autores como Graham Greene o Isaac Bábel; otros rememoran su estancia en la base militar de West Point y los orígenes de la que fue su primera novela, Los cazadores; y un gran número rescatan su amor por la montaña, su admiración por los héroes deportivos anónimos y sus regresos personales y literarios a la ciudad de París), se advierte una tensión minimalista y a la vez exuberante que le permite confinar la fugacidad, retener la densidad de lo que es secundario, plasmar lo anecdótico en hermosos conjuntos narrativos que sobreviven a esa noción popular, convertida ya en impulso, de lo inmediato. Porque, y así lo subraya Salter en el artículo con el que se clausura el volumen, «existe la necesidad de que las cosas no carezcan de sentido, que no desaparezcan por completo sin dejar el menor rastro. El corolario de todo ello es el deseo de estar conectado con la vida que nos ha precedido, de visitar los lugares antiguos, de escuchar las historias que no mueren. Se ha definido el arte como la verdadera crónica de las naciones. Lo que llamamos literatura, que no es más que la escritura que nunca deja de leerse, forma parte de esto».

En el prólogo de la obra, a cargo de Kay Eldredge Salter, se recoge la frase con la que solía aconsejar el autor norteamericano a otros escritores: «No guardes nada». Frases, anécdotas, visiones que tal vez le eran inservibles, pero que reservaba para una obra posterior. Escenas que merecían ordenarse en su memoria para no caer en el olvido. Quizá ese deba ser el objetivo de todo escritor: conservar lo vivido, como hizo James Salter, para darle, una vez muerto, la vida gloriosa y permanente que siempre mereció.

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Autor: James Salter. Título: No guardes nada. Traducción: Aurora Echevarría. Editorial: Salamandra. Venta: Todos tus libros.

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