Reivindicación de Giacomo Casanova en el aniversario de su óbito, un ejemplo y un orgullo para todos los varones
Ante este panorama no hay que discurrir mucho para llegar a la conclusión de que Giacomo Casanova, para la subjetividad de nuestro 2025, también fue un fascista. Machista, desde luego. De muy buena gana, nuestros dirigentes —todos y todas— condenarían a este don Juan a los infiernos. Olvidarían así que en Epístola de un licántropo (1773),... Leer más La entrada Reivindicación de Giacomo Casanova en el aniversario de su óbito, un ejemplo y un orgullo para todos los varones aparece primero en Zenda.

Los nuestros son unos tiempos desafortunados, en los que quienes construyen sus discursos sobre el odio, la vehemencia y los viejos resentimientos se lamentan de que ese mismo odio, multiplicado, con creces, se vuelva contra ellos. Así las cosas, en unos días tan espurios como los que vivimos, se afirma que la verdad es la realidad y se pervierte el lenguaje en busca de argumentos para poder llamar “fascista” a todo el que disiente del falso mesías, sus acólitos y sus proselitismos.
“Mi madre me trajo al mundo el 2 de abril de 1725, en Venecia”, arranca el seductor, ya viejo y acabado, Historia de mi vida. La escribió, ya digo, en plena decadencia (1789-1798), mientras uno de sus grandes admiradores, el conde de Waldstein, le empleaba como bibliotecario de su castillo en Bohemia. Me atreveré a decir que, mientras la condición masculina siga siendo la que ha sido desde la noche de los tiempos, nunca han de faltarle admiradores al gran Giacomo. Ahora bien, una peripecia, en verdad singular, aguardaba a sus memorias: prohibiciones, ediciones expurgadas, llevadas a la imprenta bajo falso nombre, e incluso atribuidas a Stendhal por la calidad de su prosa. Total, que su edición definitiva no vio la luz hasta 1960, recién arrancada la década prodigiosa del amado siglo XX.
“Hasta mi noveno año fui estúpido —prosigue el veneciano—. Pero tras una hemorragia de tres meses, me mandaron a Padua, donde me curaron, recibí educación y vestí el traje de abate para probar suerte en Roma. En esta ciudad, la hija de mi profesor de francés fue la causa de que mi protector y empleador, el cardenal Acquaviva, me despidiese. Con dieciocho primaveras entré al servicio de mi patria y llegué a Constantinopla. Volví al cabo de dos años y me dediqué al degradante oficio de violinista… pero esta ocupación no duró mucho, pues uno de los principales nobles venecianos me adoptó como hijo. Así, viajé por Francia, Alemania, fui a Viena…”.
Muerto otro cuatro de junio, en la Bohemia de 1798, en el castillo del conde que le empleaba, el seductor más grande del Antiguo Régimen tuvo muchas industrias y talentos —poeta, bibliotecario, lotero, novelista, diplomático, aventurero, intrigante…—, pero le hubiera gustado que hoy le recordásemos como libertino y así debemos recordarle. El libertinaje, esa fue su verdadera vocación desde que abandonó la carrera eclesiástica.
Rebelde, transgresor, intrigante, mujeriego… Este veneciano, acaso más famoso que Marco Polo, otro de los grandes hijos de la Serenísima República, empezó a escribir para llenar los ratos de ocio que le dejaban sus andanzas. Asuetos que, a menudo, le pillaban entre rejas. Acusado de impiedad a consecuencia de sus prácticas esotéricas, la Inquisición le encarceló en Venecia en 1755. No acaba de estar claro el motivo por el que volvió a dar con sus huesos en el trullo en la Barcelona de 1768. De Londres a Madrid, de Moscú a Constantinopla, viajó por toda Europa, amó a mujeres fabulosas, a las grandes damas de su tiempo y conoció, o se jactó de haber conocido, a Benjamin Franklin, Voltaire, Mozart, Puccini, Goethe, Federico II de Prusia, Catalina la Grande de Rusia…
Siempre entre la historia y el mito, su obra es una de las grandes crónicas del Antiguo Régimen. Tanto es así que la profesora Catherine Rihoit, en una novela que publicó en 1981 sobre el intento de fuga de la familia real francesa con destino al bastión realista de Montmédy el 20 y el 21 de junio de 1791, cuenta con Casanova en la misma diligencia en la que Luis XVI y María Antonieta huían de París disfrazados de burgueses. La noche de Varennes fue el título de aquella ficción. Historia de mi vida, pese a estar inacabada —la muerte se lo llevó cuando el aventurero aún trabajaba en ella—, es tanto el retrato de un hombre como el fresco de una época: la Europa dieciochesca, el Antiguo Régimen.
Tanta lucidez, tan buen juicio, no fue óbice para que en 1834, la Iglesia Católica incluyese todas las obras de Casanova en su Índice de Libros Prohibidos. Como las de Sade. Pero, a diferencia del Divino Marqués, un auténtico perturbado que disfrutaba torturando a la gente hasta matarla, Casanova, desde que abandonó la carrera eclesiástica para abrazar la de libertino, hasta que la muerte se lo llevó en el castillo del conde un día como hoy, fue, y será por siempre, con sus intrigas, sus aventuras, sus mujeres y sus textos, un momento estelar de la humanidad en sí mismo; un orgullo y un ejemplo para todos los varones, una prueba irrefutable de que ser un hombre es lo más grande que se puede ser en el mundo.
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