Jane Austen: Sereno encantamiento
La costumbre de señalar a Austen como una novelista romántica puede que sea una noción más moderna de lo que estamos dispuestos a aceptar, el resultado de mezclar una opinión generalizada del siglo XIX (donde el término “romántico” actúa como sinónimo del sentimiento) y un batiburrillo cinematográfico donde esa opinión ha quedado fijada en la... Leer más La entrada Jane Austen: Sereno encantamiento aparece primero en Zenda.

Aunque sea para ubicarla, al menos entre quienes sólo conozcan de ella los títulos de sus libros y el hecho, no del todo cierto, de que era una novelista romántica, digamos que Jane Austen ya era toda una mujer cuando tuvo lugar la Revolución Francesa (nació en 1775) y que murió dos años después de que Byron —con el que compartía familia, curiosamente, a través de una doble red de tías abuelas— se convirtiera en un apestado en Inglaterra (1817). De hecho, fue un buen amigo de Byron, Walter Scott, quien allanó el camino para que Jane Austen encontrara los lectores que el editor más bien modesto Thomas Egerton no se vio capaz de atraerle: su reseña de Emma, publicada en 1815 (cuando Austen ya había pasado al catálogo del editor de moda, John Murray), atrajo una mayor atención hacia esa autora que había decidido vivir en el anonimato de la Inglaterra rural, aunque no sirvió para cosechar apoyos entre los críticos de su tiempo, que siguieron considerando sus novelas “irrelevantes”. Por lo menos, Emma despertó algún interés inmediato, cosa que no puede decirse de sus obras anteriores, especialmente —lo que no deja de ser una sorpresa— de una novela tan perfecta como Mansfield Park, que tuvo que esperar casi una década para recibir su primera reseña.
La costumbre de señalar a Austen como una novelista romántica puede que sea una noción más moderna de lo que estamos dispuestos a aceptar, el resultado de mezclar una opinión generalizada del siglo XIX (donde el término “romántico” actúa como sinónimo del sentimiento) y un batiburrillo cinematográfico donde esa opinión ha quedado fijada en la imagen del vestido largo y los gestos ceremoniosos como disfraces de una pasión en el fondo muy poco gazmoña. La realidad es que Jane Austen vivió una época en que las normas sociales, o lo que podríamos llamar un viejo sentido de estar, chocaban de bruces con una nueva sensibilidad. De esa fricción entre pasado y presente (recordemos que Austen conoció no sólo la Revolución Francesa sino también la Revolución Industrial, las guerras napoleónicas y la expansión del Imperio Británico) surgieron sus novelas, en las que Scott, antes que nadie, había descubierto “un talento maravilloso” para mostrar los matices de esa menospreciada forma de vida que era la existencia cotidiana. Menospreciada por ser, precisamente, cotidiana, la cabizbaja antítesis de las pasiones románticas, con su cortejo de extravagantes pero coloridos excesos. Jane Austen, a fin de cuentas, no dejaba de ser la hija de una familia de la baja nobleza rural, una mujer respetuosa de las reglas sociales y educada entre convenciones, que escribía acerca de lo que veía a diario. Pero el espíritu romántico había mostrado la posibilidad de una escapatoria inesperada (nuestro mundo de siempre desplazado un par de octavas, arriba o abajo, de su acorde natural), y aquello que cabría llamar nuestro lado oriental, el hemisferio psíquico en el que las sombras se revuelven y llevan a la superficie los monstruos del inconsciente, había poseído a nuestro lado occidental, que ya tenía que vivir sin muchas opciones de huida entre pesadas y enojosas etiquetas. ¿Cómo sorprendernos, entonces, de que sus lectores fueran tan escasos? Resulta revelador el hecho de que, si bien Austen, por suerte, no ha dejado de ser leída desde entonces, los repuntes de su popularidad suelen coincidir con esos momentos convulsos en que la conciencia histórica presagia o trata de reponerse de algún tipo de locura, como demuestran las adaptaciones cinematográficas de sus obras: la primera de ellas, Mansfield Park, se rodó durante el crack de 1929, y las versiones más antiguas de Orgullo y prejuicio se estrenaron en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Por las mismas razones, en torno a la década de 1990 (con especial énfasis en el año 1995) se sucedieron las adaptaciones de Emma, Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad. Esa fue la época en que los adorables laboratorios de ingeniería social de Occidente —con sede fiscal, cómo no, en Estados Unidos— iniciaron la deriva hacia el nuevo puritanismo que disfrutamos en nuestro fabuloso siglo XXI, revisionismos culturales y amenazas de cancelación incluidos. Por entonces el experimento puritano se llamaba corrección política, pero no es más que el mismo perro resiliente y vegano con distinto collar. En cualquier caso, se tiene la impresión de que los picos de interés en las novelas de Jane Austen revelan todavía hoy su condición de modulador moral, un reparador momento valle en el oscilógrafo psicológico del mundo (hablando, dicho sea de paso, de las distintas adaptaciones de su obra, la primera que conocemos de Northanger abbey se filmó en España, y nada menos que en 1968, otra fecha clave —ésta con cuernecitos de diablo— que llega hasta nosotros).
De la formación y de la influencia de Jane Austen nos habla, por supuesto mucho mejor que yo y con una riqueza en los detalles que envuelve maravillosamente el tono conversacional, Espido Freire, una de las mayores conocedoras de su vida y su obra en cualquier idioma. La forma en que se acerca a ella es semejante a la que adoptamos ante un gatito especialmente adorable, pero al que no se quiere tocar para evitar espantarlo, y sin embargo se siente que en las manos hormiguea la tentación de la caricia. Esta proximidad tan natural (ni demasiado lejos ni demasiado cerca) crea efectos encantadores cuando el entorno general, el elemento historia, se funde con el detalle particular. Sucede constantemente a lo largo del libro —en la Jane niña, la Jane lectora, la Jane errante, la Jane solterona: Espido se ha dedicado a observarla desde todos los ángulos, y si uno lee con atención casi puede verla también a ella asomando por las esquinas, desvaneciéndose aquí y allá como una pintura prerrafaelista—, así que me limitaré a citar como ejemplo uno de mis pasajes favoritos. Pertenece al capítulo en el que Jane desarrolla su mirada como lectora, mucho antes de que decidiera dedicarse al “desprestigio” de escribir novelas (una tarea que nada tenía que ver con esa luminosa inmersión en el alma colectiva que suponía escribir poesía):
Resulta llamativo que las muchachas de su generación leyeran con una pasión y una variedad como nunca antes, pero que lo hicieran en sus gabinetes o habitaciones, con libros prestados o de paso. La biblioteca, si una casa contaba con la suerte de poseerla, era un espacio eminentemente masculino. Muy a menudo se fusionaba con el despacho de trabajo, o contaba con un escritorio formal, donde el señor de la casa recibía a clientes y amigos. Si la familia poseía suficiente fortuna para ello, se le dedicaba una habitación propia, más similar a un gabinete de curiosidades o arte que a un espacio de trabajo. Algunas de las recepciones o fiestas se organizaban allí, y su inauguración o reforma suponía un acto social para amigos e invitados.
El diseño de las bibliotecas particulares se encargaba a decoradores y arquitectos prestigiosos, que mostraran las bellas piezas de mayor valor y que seguían las limpias líneas paladinas o las intrincadas formas góticas que dominaban el interiorismo de la época. Si era necesario, se encuadernaban los libros de manera pareja, para que las estanterías, estratégicamente repartidas, generaran una impresión de homogeneidad.
Cuando tras la jubilación del reverendo la familia se mudó a Bath, el padre de Jane regaló o vendió por lotes la mayoría de la vasta biblioteca. Los libros modernos se vendían a un precio mucho menor que los edificantes libros de doctrina: pero en todos los casos, los libros eran caros. Incluso el papel era un objeto de lujo. Para quienes no reparaban en esas minucias, esas grandes casas de fortunas recientes forjadas al calor del tráfico de esclavos, el algodón, el azúcar o las nuevas fábricas necesitaban no sólo una cantidad notable de ellos sino colecciones que denotaran antigüedad, solera y conocimiento. Para nutrirlas se compraban libros al peso o por metros. Algunos de los libros de los Austen, algunos de aquellos manuales en los que Jane había escrito su nombre mientras practicaba la caligrafía, debieron correr esa suerte.
De todas las soluciones posibles para mostrarnos una biblioteca antigua, su nacimiento y su reencarnación, ninguna sin duda mejor que la que Espido nos presenta en este pasaje: empezamos con unas muchachitas leyendo tal vez tiradas en la cama, con la cabecita apoyada en las manos y los talones levantados, y termina con esa inesperada nota melancólica, en la que nos sorprendemos corriendo con avidez y asombro tras un puñado de libritos perdidos, todos ellos firmados por la niña que empezaba a ser Jane Austen.
No es la primera vez que lo digo pero tampoco está de más repetirlo: Espido Freire es una de las mujeres más inteligentes, versátiles e interesantes que tenemos la fortuna de leer, y leer, además, en nuestro propio idioma. Soy consciente de que, sin necesidad de compararnos con ese mundo olvidado donde las jovencitas tenían que esconder un libro favorito en sus dormitorios o donde la inauguración de una biblioteca doméstica era todo un acontecimiento social, vivimos un siglo en el que la inteligencia parece haber perdido su valor, al menos en aquellos asuntos —la literatura, sin ir más lejos— donde su buen uso era parte esencial. Pero algo me dice que ningún mundo puede durar demasiado sin echar mano de ella, así que sólo cabe confiar en que los aires que hacen sonar la flauta de los tiempos pasen lo antes posible y, al menos en lo que nos toca, se vuelva a recuperar el gusto por una literatura que no parezca escrita al peso, a la manera en que se malvendían esas bibliotecas amortizadas que un reverendo o un poeta en el exilio se veían obligados a dejar atrás. No es mala cosa, desde luego, regresar a ese buen gusto de la mano de Jane Austen, y menos aún servirnos para ello de la guía que supone este libro bello y encantador, homenaje a una tumba querida en la que Espido Freire vuelve a depositar sus flores.
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Autora: Espido Freire. Título: Dos tardes con Jane Austen. Editorial: Alianza. Venta: Todostuslibros.
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