«Si yo tuviera un corazón»

¿Qué ventaja les proporcionaría a los robots la experiencia subjetiva del dolor? En 'R.U.R', la editorial Rosamerón recupera el clásico de Čapek y lo acompaña del ensayo 'La rebelión inevitable' para reflexionar sobre los dilemas éticos, filosóficos y sociales que plantean la tecnología y inteligencia artificial. La entrada «Si yo tuviera un corazón» se publicó primero en Ethic.

Jun 13, 2025 - 13:40
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«Si yo tuviera un corazón»

Dr. Gall: […] A veces un robot se hace un desperfecto a si mismo porque no le duele. Mete la mano en la máquina, se rompe un dedo, se machaca la cabeza…, todo les da igual. Tenemos que suministrarles dolor. Es una protección automática contra los desperfectos.

Elena: ¿serán más felices cuando sientan el dolor?

Dr. Gall: Al contrario, pero serán más perfectos desde un punto de vista técnico.

Čapek, R.U.R., Primer acto

«Si yo tuviera un corazón / sería tierno y delicado, / y en el arte y el amor, / locamente apasionado» (If I only had a heart, I’d be tender, I’d be gentle, and awful sentimental regarding love and art), canta el Hombre de Hojalata en la película de Victor Fleming El mago de Oz (1939). El deseo de este personaje de tener un corazón contrasta con el deseo del Espantapájaros, que es el de tener un cerebro, y ambos se enzarzan en una discusión a lo largo de la historia sobre cuál de las dos cosas es más importante. En el caso de los robots, que son reflejo de una sociedad menos romántica que la imaginada por Fleming, la decisión parece obvia, y fue tomada hace mucho tiempo. El cerebro.

En R.U.R., Čapek atribuye al joven Rossum las siguientes palabras a la hora de establecer la diferencia fundamental entre el ser humano y los robots que crea la empresa: «[…] un hombre es algo que, por ejemplo, se siente feliz, toca el violín, le gusta ir de paseo, y, la verdad, que quiere hacer un montón de cosas que son totalmente innecesarias. […] Pero una máquina de trabajar no puede querer tocar el violín, no puede sentirse feliz, no puede hacer cantidad de cosas».

¿Para qué necesitaría un robot sentirse feliz haciendo algo? Si la tarea de un robot es construir automóviles, ¿qué ganaría del hecho de sentir aburrimiento? ¿Por qué tendría un robot que sentirse triste escuchando la trágica historia del Hombre de Hojalata? ¿O alegre siguiendo un partido de fútbol con otros robots, si su misión consiste exclusivamente en decidir si existe un fuera de juego y asegurarse de que no le caen al árbitro objetos desde la grada? Y si la muerte es la muerte, ¿de qué le vale preguntarse qué será de los autómatas y de las cosas con pilas que ya nadie recuerda?

De todas las sensaciones subjetivas que los seres vivos dotados de un sistema nervioso pueden experimentar hay una que juega un papel fundamental en su supervivencia: el dolor. De hecho, en la obra de teatro de Čapek, es la única sensación que los científicos de R.U.R. buscan dar a las máquinas «por razones industriales».

El dolor es la única sensación que los científicos de R.U.R. buscan dar a las máquinas «por razones industriales»

Una computadora no necesita experimentar algo parecido al dolor para aprender que debe evitar una situación, le basta con cambiar un signo matemático de positivo a negativo para reforzar una conducta y desechar otras. Pero los programas que funcionan en nuestras computadoras lo hacen en un mundo virtual, es decir, fundamentalmente matemático, no en un universo físico, como es el de los seres vivos. Estos son realidades materiales, la suma de una serie de procesos físicos y químicos concretos, no entidades abstractas. El dolor, y su gradación, es la respuesta que la evolución encontró para hacernos saber que debemos evitar una situación que causa o puede causar un grave desperfecto a esa máquina que es nuestro organismo.

Si un robot debe estar dotado del «instinto» de autopreservación (por ejemplo, porque queremos mandarle a explorar un planeta lejano y no hay forma de sustituirle), probablemente tenga que estar dotado de sofisticados sistemas de detección de daños (algo parecido a la función que cumplen las terminaciones nerviosas de nuestros cuerpos), así como de una serie de conductas aprendidas dirigidas a evitarlos o minimizarlos. En este sentido, la reacción de un robot ante algo que le perjudica puede ser prácticamente indistinguible de la de un ser vivo ante el dolor.

Ahora bien, conviene distinguir entre el aspecto funcional del dolor (detectar y responder a un daño) y la experiencia subjetiva del dolor (el daño que se «siente»). Un robot podría tener sistemas sofisticados de detección de daños y autopreservación sin necesidad de experimentar el dolor de la misma manera que hacemos los humanos y algunos animales. Después de todo, hay muchos organismos que muestran comportamientos tendentes a evitar daños sin que vayan acompañados de una experiencia subjetiva, como es el caso de las plantas.

Desde un punto de vista evolutivo, ¿qué ventaja les proporcionaría entonces a los robots la experiencia subjetiva del dolor?

La experiencia subjetiva del dolor es un fantástico mecanismo de aprendizaje que captura inmediatamente nuestra atención, crea firmes respuestas conductuales y nos fuerza a buscar estrategias para evitarlo. También contribuye enormemente a desencadenar cambios físicos y químicos en nuestro organismo para prepararlo a la situación que tiene que afrontar. En los seres humanos, la experiencia subjetiva del dolor tiene asimismo toda una serie de manifestaciones externas (desde el llanto hasta la gesticulación) que son fundamentales en la creación de los nexos sociales que nos han permitido sobrevivir como especie.

Pero no solo el dolor cumple un papel importante, también lo tienen otras emociones o qualia como son el aburrimiento, la compasión o el amor. Nuestra inteligencia no ha evolucionado de manera separada a la experiencia subjetiva de esas emociones, sino en una relación dialéctica con ellas.

Los robots especializados en desactivar bombas o llevar a cabo operaciones a corazón abierto probablemente no necesiten nada de eso, pero si algunos o muchos de ellos deben estar dotados de una inteligencia general e interaccionar con nosotros en contextos sociales —una clínica, un colegio o una cafetería—, parece imposible que cumplan esas tareas sin el tipo de experiencias subjetivas y emocionales que nos permiten a nosotros realizarlas. Aunque quién sabe.

En la película El mago de Oz, el mago resulta ser un impostor que termina dándole al Hombre de Hojalata un corazón de seda relleno de aserrín. Tampoco necesitaba más, pues, con corazón o sin él, siempre fue el más sensible de los compañeros de Dorothy.


Este texto es un fragmento de ‘R.U.R.’ (Rosamerón, 2025), de Karel Čapek y José Ramón Jouve Martín.

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