Las cuatro ideas clave de san Agustín de Hipona

Para san Agustín, el uso de la razón se muestra de por sí incompleto. Hace falta algo más que posibilite un progreso en la senda hacia la verdad. Y ese algo es la fe. La entrada Las cuatro ideas clave de san Agustín de Hipona se publicó primero en Ethic.

Jun 12, 2025 - 02:40
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Las cuatro ideas clave de san Agustín de Hipona

Ineludiblemente, muchos de nosotros –ateos, agnósticos o creyentes– somos una consecuencia del acervo cultural judeocristiano. En esta medida, el corpus teórico de san Agustín de Hipona (354-430), canonizado unos mil años más tarde, se presenta como una piedra de toque cuyo conocimiento se hace imprescindible para quien desee ahondar en esta tradición.

Considerado uno de los Padres de la Iglesia, san Agustín posee el mérito de haber escrito una de las primeras autobiografías conocidas: sus Confesiones. En ellas, el autor africano relata parte de su recorrido vital e intelectual, comenzando (a través de unas duras declaraciones) por la relevancia que su madre, santa Mónica, tuvo en su conversión al cristianismo. Sus propias palabras no tienen desperdicio: «En realidad, yo ya creía, y creía mi madre y toda la casa, excepto mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer jamás en mí el derecho piadoso que mi madre sobre mí tenía para que yo no dejara de creer en Cristo, en quien él no creía aún. Porque mi madre procuraba que tú, Dios mío, fueses mi padre más que él».

Sintetizamos algunas de las ideas fundamentales que configuraron el pensamiento de esta figura.

Superación del escepticismo

La lectura del Hortensio de Cicerón sumió a san Agustín en un escepticismo que lo mantendría confundido buena parte de su juventud. Al menos hasta que, según relata, descubrió –siguiendo la estela de Platón– que la vida feliz viene de la mano de la sabiduría. La incertidumbre existencial dará paso, progresivamente, a una búsqueda de la verdad a través de un ejercicio de la razón que, entre otras cosas, le servirá para demostrar la certeza del yo unos siglos antes del filósofo francés René Descartes.

San Agustín dijo: «Entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender»

Ahora bien, este uso de la razón se muestra de por sí incompleto. Hace falta algo más que posibilite un progreso en la senda hacia la verdad. Y ese algo es la fe. A esta amalgama entre razón y fe se referirá con su célebre cita: «Ergo intellige ut credas, crede ut intelligas» [«Entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender»].

Intimidad del yo

La fe cristiana torna para este pensador en el ingrediente que la razón necesita para abandonar, al fin, las arenas movedizas, paralizantes, del escepticismo. Lejos de canalizar su fe en la contemplación del mundo –arquitectura de dios–, el de Hipona asegura, nuevamente en la línea socrática y platónica, que dios se halla en uno mismo. El conocimiento último de las verdades eternas divinas (algo así como las ideas de la mente de dios, los ejemplares) solo encuentra su lugar en la iluminación que el mismo dios, en un acto de generosidad y amor, lleva a cabo en nuestro interior.

Esta irradiación divina puede ser de tres tipos: una iluminación de la luz natural de la razón que posibilita el acceso a las verdades que hoy llamaríamos científicas; una iluminación de la luz de la inteligencia como puerta hacia las primeras verdades inteligibles; y finalmente, la iluminación de especies, la gracia que da un acceso a las verdades más hondas de la realidad.

Dios como amor

La virtud agustiniana es definida como un ordo amoris, un amar a lo que debe ser amado. El acceso a dios –fuente de la felicidad eterna– que se da en nuestro interior, en nuestra alma inmortal, no es otra cosa que una unión a través del amor.

San Agustín de Hipona hizo especial hincapié en discernir dos conceptos de amor. De una parte, el amor dirigido al mundo sensible (a otros cuerpos humanos, a la comida…) es cupiditas, un falso amor que, si bien tentador, condena al ser humano a la más terrible de las infelicidades. Todo cuanto hallemos en este mundo está sometido al tiempo, es caduco, ceniza que tarde o temprano se deshará en el viento. En cambio, la caritas, el amor a dios –el verdadero ser (la influencia platónica es palpable nuevamente)–, puede asegurar la eterna dicha que Agustín anheló desde su juventud.

El mal y la Ciudad Terrenal

Todo lo que procede de dios es amor, bondad. Pero, de ser esto así, ¿cómo explicar el sinfín de maldades presentes en el mundo? San Agustín fue de los primeros en afrontar este conocido problema –denominado más adelante como «problema del mal»–, y lo hizo blandiendo el siguiente razonamiento: el mal es carencia del ser de dios. Así, mientras que el mal físico es fruto de la corrupción de las cosas (su ausencia de ser), el mal moral encuentra su causa en la conducta libre de las personas que anteponen lo efímero, lo fácil, lo temporal, a lo eterno. Es decir, que se alejan del ser divino.

En su célebre obra La ciudad de dios san Agustín asimilará, en esta línea, la predominancia de la cupiditas, de la voluntad por lo carnal, con la Ciudad Terrenal, condenada a la muerte. En el reverso, la Ciudad de Dios será el destino final de aquellas almas que han seguido la iluminación.

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