Nao Albet y Marcel Borràs abandonan a Tarantino y se analizan a sí mismos en un duelo irónico y descarnado
Los creadores, ganadores del Max con 'Falsestuff: la muerte de las musas', fabulan sobre sus propias obras y su futuro en un ejercicio que se ríe de la autoficción Nao Albet y Marcel Borràs están arrasando en Madrid. Los aplausos en la Nave 10 de Matadero tras cada función son entregados y furibundos. Los creadores catalanes mantienen libro de estilo -secuencias no lineales, estructuras simultáneas, ritmo fulgurante, saltos en el tiempo y experimentación de géneros-, pero en esta ocasión la cosa cambia. Ya no hay gran trama a lo Tarantino y sí mucha capacidad para mirarse. La obra, en la que ambos auscultan sus carreras de creadores precoces y talentosos, se convierte en un ejercicio de exorcismo sobre su futuro. La obra tiene formato de autoficción. No hay personajes. Albet y Borràs hablan sobre sus vidas, su pasado, cómo se conocieron a principios de siglo y cómo con menos de quince años comenzaron a trabajar con grandes creadores y a montar obras propias. Lo hacen con un formato de televisión barata, de duelo en la cumbre, donde se van retando a escenificar momentos significativos de su carrera. Un duelo que va convirtiéndose en un descarnado enfrentamiento que por momentos recuerda a aquella película de Álex de la Iglesia, Muertos de risa (1999), en que una pareja cómica interpretada por el Gran Wyoming y Santiago Segura se tiraban los trastos a la cabeza hasta la extremaunción. Ambos actores interpretan también a todos los personajes (madres, padres, novios, productora, hija, etc.) que van saliendo en las escenas. Utilizan un teatro gestual medido, donde se exagera un gesto para caracterizar un personaje, pero se mantiene la voz propia. Esta primera parte está llena de un ritmo frenético en la que Albet y Borràs se las ingenian para ir hilando, dando saltos mortales a base de inteligencia ocurrente y capacidad para conectar con el público sin distanciamientos intelectuales. Hablan de sus vidas, se muestran ególatras, ambiciosos, obsesivos, egoístas, algo que dota a todo de una aparente sinceridad, pero que también permite el reflejo de una época y de una manera de entender la cultura vaya ya filtrándose en la obra. Profesa la pareja la actitud pospunk del que ha decidido convertirse en producto de aquello que quiere destruir. Albet o Borràs son, en cierto modo, el reflejo escénico de lo que para muchos supuso el film Barbie en el cine. Si hay espectadores armados ideológicamente en la pureza trotskista, la austeridad mahoista o la rectitud intelectual férrea no comulgarán mucho con la propuesta de estos dos creadores. Ahora bien, si eres menor de cuarenta quizá esta sea tu obra. Algo que, por otro lado, la edad media de los espectadores de sus espectáculos parece avalar. Abjuración y esperanza La obra ha dejado atrás toda esa especulación sobre su anunciada ruptura que recorrió su estreno hace dos años en el Teatre Nacional de Catalunya. No se separan. Es más, ya se ha anunciado su siguiente proyecto, una ópera, Los Estunmen, que se estrenará el próximo abril en el Teatre Lliure de Barcelona. Pero sí que esta obra, quizás, sea un antes y un después en su carrera. Una obra que llegaba tras una gran producción en el Centro Dramático Nacional, Falsestuff, y que, aunque fue aplaudida y alabada, tenía aire de epitafio a una etapa marcada por obras como Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach (2013) o Mammón (2015). Lo más interesante de la pieza viene en la recreación que hacen de cómo será su futuro. Llegarán desde el presente hasta 2061 donde ya mayores verán la futilidad de todo aquello que ambicionaron y cómo fueron perdiéndose por el camino. Esta proyección de la obra sobre el avenir es un puro decálogo de todos sus temores, de todo aquello que no quieren hacer. Un decálogo que por transposición se vuelve una crítica descarnada al sistema de la industria cultural que tanto los aúpa y jalea y a unas cuantas generaciones de creadores pasadas que han acabado peor que Las Grecas, repitiendo, perdidos pero bien pagados en circuitos operísticos, enganchados a la soledad del barbitúrico y el hotel eterno y mimético de las cien capitales culturales del mundo.

Los creadores, ganadores del Max con 'Falsestuff: la muerte de las musas', fabulan sobre sus propias obras y su futuro en un ejercicio que se ríe de la autoficción
Nao Albet y Marcel Borràs están arrasando en Madrid. Los aplausos en la Nave 10 de Matadero tras cada función son entregados y furibundos. Los creadores catalanes mantienen libro de estilo -secuencias no lineales, estructuras simultáneas, ritmo fulgurante, saltos en el tiempo y experimentación de géneros-, pero en esta ocasión la cosa cambia. Ya no hay gran trama a lo Tarantino y sí mucha capacidad para mirarse. La obra, en la que ambos auscultan sus carreras de creadores precoces y talentosos, se convierte en un ejercicio de exorcismo sobre su futuro.
La obra tiene formato de autoficción. No hay personajes. Albet y Borràs hablan sobre sus vidas, su pasado, cómo se conocieron a principios de siglo y cómo con menos de quince años comenzaron a trabajar con grandes creadores y a montar obras propias. Lo hacen con un formato de televisión barata, de duelo en la cumbre, donde se van retando a escenificar momentos significativos de su carrera. Un duelo que va convirtiéndose en un descarnado enfrentamiento que por momentos recuerda a aquella película de Álex de la Iglesia, Muertos de risa (1999), en que una pareja cómica interpretada por el Gran Wyoming y Santiago Segura se tiraban los trastos a la cabeza hasta la extremaunción.
Ambos actores interpretan también a todos los personajes (madres, padres, novios, productora, hija, etc.) que van saliendo en las escenas. Utilizan un teatro gestual medido, donde se exagera un gesto para caracterizar un personaje, pero se mantiene la voz propia. Esta primera parte está llena de un ritmo frenético en la que Albet y Borràs se las ingenian para ir hilando, dando saltos mortales a base de inteligencia ocurrente y capacidad para conectar con el público sin distanciamientos intelectuales. Hablan de sus vidas, se muestran ególatras, ambiciosos, obsesivos, egoístas, algo que dota a todo de una aparente sinceridad, pero que también permite el reflejo de una época y de una manera de entender la cultura vaya ya filtrándose en la obra.
Profesa la pareja la actitud pospunk del que ha decidido convertirse en producto de aquello que quiere destruir. Albet o Borràs son, en cierto modo, el reflejo escénico de lo que para muchos supuso el film Barbie en el cine. Si hay espectadores armados ideológicamente en la pureza trotskista, la austeridad mahoista o la rectitud intelectual férrea no comulgarán mucho con la propuesta de estos dos creadores. Ahora bien, si eres menor de cuarenta quizá esta sea tu obra. Algo que, por otro lado, la edad media de los espectadores de sus espectáculos parece avalar.
Abjuración y esperanza
La obra ha dejado atrás toda esa especulación sobre su anunciada ruptura que recorrió su estreno hace dos años en el Teatre Nacional de Catalunya. No se separan. Es más, ya se ha anunciado su siguiente proyecto, una ópera, Los Estunmen, que se estrenará el próximo abril en el Teatre Lliure de Barcelona. Pero sí que esta obra, quizás, sea un antes y un después en su carrera. Una obra que llegaba tras una gran producción en el Centro Dramático Nacional, Falsestuff, y que, aunque fue aplaudida y alabada, tenía aire de epitafio a una etapa marcada por obras como Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach (2013) o Mammón (2015).
Lo más interesante de la pieza viene en la recreación que hacen de cómo será su futuro. Llegarán desde el presente hasta 2061 donde ya mayores verán la futilidad de todo aquello que ambicionaron y cómo fueron perdiéndose por el camino. Esta proyección de la obra sobre el avenir es un puro decálogo de todos sus temores, de todo aquello que no quieren hacer. Un decálogo que por transposición se vuelve una crítica descarnada al sistema de la industria cultural que tanto los aúpa y jalea y a unas cuantas generaciones de creadores pasadas que han acabado peor que Las Grecas, repitiendo, perdidos pero bien pagados en circuitos operísticos, enganchados a la soledad del barbitúrico y el hotel eterno y mimético de las cien capitales culturales del mundo.
Si bien esa evolución es común al resto del mundo, el tema es muy catalán. Desde comienzos de los ochenta la lista es larga. Pero no se dice un nombre de los muchos catalanes que han representado esa transición de la relevancia artística y política en sus años jóvenes a la absoluta irrelevancia del creador operístico o el maestro de una escuela y un método que quede a mayor gloria. Tiene gracia que, en contraposición, sí se citen referencias internacionales, incluso de manera injusta. No es lo mismo la carrera de Romeo Castellucci, donde políticamente hay una pertinencia que subsiste, que la del belga Jan Fabre que, aparte de los acosos a sus bailarinas por la que ha sido condenado, es una carrera que siguió derroteros de un egocentrismo insuperable.
Pero aparte de estas pequeñas monsergas escénicas el tema es, como decíamos, muy catalán y se enraíza en los propios comienzos de ambos. No hay que olvidar, por ejemplo, que la primera obra que realizaron Albet y Borràs, con 13 años, Tot és perfecte, fue dirigida por Roger Bernat, otro creador que tuvo que soportar durante años la etiqueta de “enfant terrible” que cada cierto tiempo alguien tiene que sobrellevar para simular que algo se mueve. Bernat comenzó con la compañía General Eléctrica junto a otro de los creadores más interesantes surgidos en aquella época, Tomás Aragay. Lo petaban, les llamaba también el Teatre Nacional y su teatro era frontal, performático y muy corporal.
Cuando Albet y Borràs conocieron a Bernat, este ya había roto peras, cerrado la compañía y se encontraba en crisis total de cómo afrontar el futuro. Bernat lo hizo bien, justo a partir de Tot és perfecte cambió de rumbo para encontrar un camino propio en la investigación de un teatro más basado en los dispositivos escénicos. Y no le ha ido mal. Pero lo importante es que ya en su primera experiencia escénica estos dos catalanes vivieron el mismo problema que ahora ponen sobre el escenario: cómo afrontar un sistema que puede chuparte hasta acabar contigo, cómo subsistir con la cabeza alta y el corazón vivo.
De Nao Albet y Marcel Borràs es eso mismo, un decálogo de lo que no hay que hacer y un cierto homenaje al teatro donde estos dos creadores aprendieron. La escenografía misma es un reconocimiento al espacio vacío fundamental en el teatro experimental que ejercieron sus mayores. Y en ese espacio, siempre bajo su estilo y código, se van desgranando pequeños guiños a todo aquel teatro: se mezcla la música con la escena de un modo que recuerda a Jan Lawers, hay performances y pequeñas acciones propias de Rodrigo García, hay momentos de actuación donde se puede ver la mano de grandes performers como Juan Navarro e incluso uno puede oler la manera de componer la escena de Alex Rigola en ciertos momentos.
Al final la obra baja el ritmo, surge el espacio como lienzo donde reflexionar y el trabajo de cuerpo, sin marcarlos nunca demasiado, pero dejando ver que detrás de tanta risa y desparpajo la obra es, en cierto modo, una pesadilla, una temida precognición de lo que estos dos creadores de escasos treinta años pueden llegar a convertirse. Y al mismo tiempo, una reivindicación de lo propio, de aquello que los hizo avanzar y soñar cuando aprendieron el oficio. Podría parecer este un tema de famosos que poco tiene que ver con el ciudadano normal, pero lo que plantean es algo también consustancial a la vida: ¿qué hacer después de la edad de la muerte de Jesucristo?, ¿mantenerse, repetirse, claudicar?, ¿cómo no perderse entre el miedo a no ser capaz, a desaparecer y el ego que sustituye el sentido de la vida por logros laborales o victorias personales?
Recuerda la obra a esa canción oscura e impenitente de Jacques Brel, Les bourgeois, donde los tres jóvenes que cantaban y enseñaban el culo a los burgueses que salían de la taberna en un pueblo francés acababan ellos mismos siendo los viejos jaleados. En cambio, la visión de Albet y Borrás, aunque cáustica, irónica e hipócrita a conciencia, es al mismo tiempo un rito de abjuración, un rito que quiere convertirse en ejercicio de esperanza.