Malcolm Lowry en su última borrachera (y Margerie, su devota esposa, en el umbral de su entrega)

Sí que me inclino a pensar que los goliardos, esos clérigos errantes de una universidad a otra en la Europa de los siglos XII y XIII, que hicieron historia con sus versos satíricos y galantes, tanto como con sus licencias y disipaciones, bebían como cosacos y, cuando la bolsa se lo permitía, buscaban el amor... Leer más La entrada Malcolm Lowry en su última borrachera (y Margerie, su devota esposa, en el umbral de su entrega) aparece primero en Zenda.

Jun 25, 2025 - 05:35
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Malcolm Lowry en su última borrachera (y Margerie, su devota esposa, en el umbral de su entrega)

Se especula con que Alceo de Mitilene, poeta de largo aliento de la Grecia arcaica, tenía problemas con el vino y amores con Safo. A fe mía, ambas conjeturas se sustentan en una pintura, un luminoso óleo de Lawrence Alma-Tadema, un artista neerlandés —nacionalizado británico—, que conoció la gloria en la Inglaterra victoriana. La tela en cuestión —Safo y Alceo (1881)— nos muestra a uno y a otra en un anfiteatro. Él tañe la lira y, en efecto, por la expresión de su rostro, parece que está borracho. Ella le mira a él con cierto embeleso. Pero hablar de amores entre ambos vates a este cateto de Madrid le parece exagerado. Cierto que Mitilene es una antigua ciudad —actual capital de la isla de Lesbos— de la que eran originarios uno y otra, pero no seré yo quien sostenga que hubo más que una amistad entre ellos. Lo que se imagina respecto a La casa de las musas, lo que se desprende de la obra de Safo que ha llegado a nuestros días y la tercera acepción del adjetivo al que da lugar su nombre, pesan más que las especulaciones sobre aquello que unió a Safo y a Alceo.

Sí que me inclino a pensar que los goliardos, esos clérigos errantes de una universidad a otra en la Europa de los siglos XII y XIII, que hicieron historia con sus versos satíricos y galantes, tanto como con sus licencias y disipaciones, bebían como cosacos y, cuando la bolsa se lo permitía, buscaban el amor que vendían las meretrices con la misma avidez que, en épocas más recientes, se dice que hacía un antiguo exministro del Gobierno de Progreso. Es difícil precisar los orígenes del don de la ebriedad. En la antigüedad clásica, los griegos adoraban a Dionisio; los romanos, a Baco. Un mismo dios, con diferentes nombres, al que se celebraba bebiendo con prodigalidad, hasta el delirio.

"De entre todos los borrachos, pocos han retratado las desdichas y miserias del licor con el lirismo, la objetividad y la intensidad de Malcolm Lowry"

Las culturas antiguas, las de los primeros tiempos, ni siquiera reparaban en el alcoholismo. Menos aún, por tanto, iban a detenerse en los autores que hicieron de la priva materia literaria. De ahí que la historia de la botella en la literatura pueda empezarse en Edgar Allan Poe, “deidad y referencia de toda ficción diabólica” (H. P. Lovecratf), y Charles Baudelaire, el príncipe de los poetas malditos. Desde luego es con ellos con quienes nace el mito del alcoholismo en la literatura. Mito basado en una falsedad —la lucidez del alcohol— y en una certeza absoluta: la autodestrucción que beber procura.

Desde las páginas del maestro de la edad de oro de la literatura estadounidense, al igual que desde los versos del francés, otro tanto a la poesía que habría de sucederle en su idioma y en el nuestro, fueron tantos los escritores que, por ser como ellos, o como por todos aquellos que en busca de la quimera de la lucidez del alcohol bebieron hasta matarse, que una nómina, más o menos completa de los enajenados por la priva y las letras, merecería una obra de varios tomos. No es el momento.

Ahora bien, de entre todos los borrachos, pocos han retratado las desdichas y miserias del licor con el lirismo, la objetividad y la intensidad de Malcolm Lowry. La explicación a tanta lucidez, allí donde todo es delirio, allí donde todo es esa alteración de los sentidos hasta esa locura previa al óbito, que los dioses impíos reservan a quienes han decidido dar muerte, es bien sencilla: para Lowry la literatura era un espejo que no le devolvía otro reflejo que el de su propia existencia. Como recordaría en 1962 su viuda, Margerie Bonner, prologando una edición póstuma de Ultramarina —su primera novela, publicada originalmente en 1933—, aquella ficción fue el resultado de su temprana llamada del mar, acuciado por las lecturas de Joseph Conrad, Eugene O’Neill y la proximidad del hogar paterno al puerto de Liverpool.

"Beber, privar como un poseso, sin ingerir alimento alguno. A lo sumo, las tapitas de las cañas, las almendras que a veces ponen con los cubalibres"

Pues bien, un día como hoy, el 25 de junio de 1957, el gran Malcolm se daba a su última borrachera. Y Margerie Bonner —a veces escrito “Marjorie”—, su segunda esposa, viendo venir ese final que su marido buscaba sin remisión desde que se conocieron, ese día como el de hoy, decidió dedicar todos sus esfuerzos a la edición de la obra de quien, ya en la madrugada del 26 al 27, sería su difunto esposo. Antigua actriz infantil, de la imagen silente y los albores de la parlante, hoy nadie la recuerda en sus creaciones para Cecil B. DeMille —Rey de reyes (1927), El signo de la cruz (1932), Cleopatra (1934)—; su propia actividad narrativa —The Shapes That Creep (1944) y The Last Twist of the Knife (1946), dos cozy mistery en la línea de Agatha Christie— también se pierde inexorablemente en el olvido. Aquel día como el de hoy, la gran Marjorie presintió que la posteridad aguardaba a Malcolm, como Jeanne Hébuterne imaginaba otro tanto para el futuro de su difunto Amadeo Modigliani. Una y otra sabían cuán macabro puede llegar a ser lo venidero, siempre presto a tributar a los difuntos esa gloria que en vida negó a tantos que la merecieron. La entrega del escritor a su destino, y la de su viuda a glorificar su obra —ergo también su recuerdo— fue un momento estelar de la humanidad porque incluso ahora, que todos han muerto —ya anciana, en el 88 Margerie fue al encuentro de Malcolm, que la esperaba en el infierno—, esa sublimación de la autodestrucción que entraña la obra de Lowry fascina a cuantos buscan en la literatura el reflejo de su propia angustia. Nada que ver con el buen rollito ni con la autoayuda.

Cabe decir que la última borrachera de Malcolm Lowry duró varios días porque, “cuando una copa es demasiado y cien no son suficientes” (Eric Clapton), los ciegos son de tres o cuatro jornadas. Beber, privar como un poseso, sin ingerir alimento alguno. A lo sumo, las tapitas de las cañas, las almendras que a veces ponen con los cubalibres. Y mejor que sea así, porque cuando se bebe sabiendo que no hay ningún mañana al que volver sereno son tan frecuentes las peleas, en las que el borracho recibe una cuchillada en el estómago, que más le vale estar en ayunas si los servicios de urgencias intentan salvarle. No falta quien estima que el gran Edgar Allan murió a consecuencia de la paliza que le dieron en su última borrachera.

"Hay comentaristas que sostienen que la última desdicha de la atormentada existencia del gran Lowry fue esa asfixia acaecida, mientras el más grande de los escritores alcohólicos dormía, el 27 de junio de 1957"

Malcolm Lowry publicó Bajo el volcán, su obra maestra, en 1947. Resultado de su larga experiencia con la priva —en realidad, nadie recordaba cuándo una copa empezó a ser demasiado para él y un centenar dejó de ser suficiente—, el periplo del último día del ex cónsul inglés Geoffrey Firmin que nos refiere en esas páginas, su última borrachera, puede entenderse como el Ulises de un borracho, pero al diplomático inglés, trasunto del escritor, como todos sus protagonistas, le matan de una paliza en El Farolito. Fue al final de esa borrachera, que ya arrastraba hoy hace 67 años, cuando el escritor acabó por ingerir los antidepresivos que pusieron fin a sus días.

Maldito entre los malditos, a su constante afán por la autodestrucción hay que sumar esa increíble mala suerte que jalona su biografía de desgracias tan grotescas como las distintas pérdidas de sus manuscritos. El de En lastre hacia el Mar Blanco ardió durante un incendio de su casa en 1944, Bajo el volcán hubo de ser rescrita varias veces por semejantes motivos. Más aún. Hay comentaristas que sostienen que la última desdicha de la atormentada existencia del gran Lowry fue esa asfixia acaecida, mientras el más grande de los escritores alcohólicos dormía, el 27 de junio de 1957. Frente a estos, no faltan quienes sostienen que fue el propio novelista quien se procuró el último sueño ingiriendo 50 pastillas y medio litro de ginebra. Llegó así a la muerte sin sentirla mientras escuchaba La consagración de la primavera, el célebre ballet de Ígor Stravinski.

"Fruto de aquella singladura, en la que tras cruzar el Canal de Suez conocería Shanghái, Hong Kong, Yokohama, Singapur y Vladivostok, nacería Ultramarina"

Si hay un camino a través del infierno —como decía William Blake—, no hay duda de que Malcolm Lowry decidió seguirlo. Pese a ser perfectamente consciente de que la lucidez del alcohol es una de las grandes falacias en torno a la creación literaria, el autor de Bajo el volcán, en México, básicamente bebía. “Tantito de mezcal, tantito de tequila”, tal reza el miserere con el que el cónsul Firmin acompaña su última borrachera, el escritor bebió tanto en aquel país que su alcoholismo puso fin a su primer matrimonio. Si se hubiera comido alguno de los gusanos yacentes en el fondo de las botellas de mezcal que vació, es probable que no hubiera acabado siendo expulsado de aquel México que quiso tanto que localizó en él su Jardín del Edén. Pero también su infierno, el oxímoron de su retórica.

Aunque la Historia de la literatura canadiense le considera un autor propio, no sin motivos ya que el mismo Lowry acabó adquiriendo aquella nacionalidad, el escritor vio la luz por primera vez en Birkenhead (Inglaterra) el 21 de julio de 1909. De temperamento inquieto, según cuentan sus noticias biográficas y se desprende de la lectura de sus novelas, autoficciones todas ellas, apenas concluidos los estudios secundarios en Leys, un colegio de Cambridge, se enroló en un carguero que salió de Liverpool en 1927 con rumbo a Extremo Oriente. Lo hizo merced a los oficios de su padre, quien en un exceso de buena voluntad llevó al joven Malcolm al puerto en su lujosa limusina. Le procuró así, sin proponérselo, la animadversión del resto de la tripulación, todos ellos héroes del proletariado. Fruto de aquella singladura, en la que tras cruzar el Canal de Suez conocería Shanghái, Hong Kong, Yokohama, Singapur y Vladivostok, nacería Ultramarina. En sus páginas se nos refiere la experiencia de un muchacho que quiere demostrarse a sí mismo que es un hombre. Ultramarina ya presagia los grandes asuntos sobre los que versará la obra de este escritor: la búsqueda del más alto ideal humano en la degradación, los extraños lazos que unen a la gracia con la culpa y la representación mediante símbolos de la realidad más acuciante.

"Otra vez en el México que tanto le impresionó, esta última obra constituye una variación sobre el tema de Bajo el volcán. Lowry vuelve a arremeter contra sí mismo"

Sí es cierto que éstas también serán las principales cuestiones sobre las que versará Bajo el volcán, en esta ocasión galvanizadas en las últimas horas del ex cónsul inglés, en lucha contra los fantasmas que pueblan su cerebro, en la Cuernavaca de 1938. Destaca entre esos espectros que agobian a Geoffrey Firmin un oscuro cargo de conciencia que le lleva a autodestruirse bebiendo. Alcanzará finalmente la muerte a manos de un grupo de matones fascistas, completamente borracho y en un burdel. Como telón de fondo, la imposible reconciliación de Firmin con su exmujer, Ivonne, y un mundo que se desmorona ante la guerra que se ve venir en Europa. Lo simboliza un pequeño parque, imagen recurrente en la narración: “¿Le gusta este jardín, que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!”, escribe Lowry una y otra vez reproduciendo la leyenda que intenta preservar dicho césped. Bajo el volcán, que condensa en sus capítulos una buena parte de los hallazgos de la novelística del siglo XX, es también un texto pródigo en técnicas cinematográficas. Ello es debido a que en 1935 Lowry se traslada a Hollywood para emplearse como guionista. Pero el único libreto que el atormentado novelista concluye, basado en Suave es la noche (1934), de Francis Scott Fitzgerald, está fechado en 1949 y nunca llegará a realizarse. Con anterioridad a Hollywood, tras la expulsión de México, se ha instalado en la Columbia Británica. Ese mismo año 35 ha estado internado en un hospital psiquiátrico de Nueva York. Allí ha comenzado la redacción de Piedra infernal, texto que no obstante su título, fue concebido como el purgatorio de una trilogía a la manera de La divina comedia (1306-7) de Dante. En dicho tríptico, Bajo el volcán habría sido ese infierno que decíamos antes.

Tras su muerte, acaecida en Sussex, durante una visita a Inglaterra, mientras trabaja en los relatos reunidos posteriormente bajo el título común de Escúchanos, señor, desde el cielo, tu morada (1961), y siempre al cuidado de su amante viuda, apareció Oscuro como la tumba donde yace mi amigo (1968). Otra vez en el México que tanto le impresionó, esta última obra constituye una variación sobre el tema de Bajo el volcán. Lowry vuelve a arremeter contra sí mismo, que en esta ocasión se nos presenta bajo el nombre de Sigbjørn Wilderness. No era gratis aquella afirmación de la contraportada de su primera edición española (Bruguera, 1981), en la que leímos que esta novela constituye “una de las más eficaces armas de autoinspección que un escritor haya dirigido contra su propia imagen”. El resto de la bibliografía de Malcolm Lowry es una colección de versos aparecida en 1962 bajo el título de Selected Poems. Nada que ver con la literatura constructiva. Así se escribe la historia.

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