Norman Manea. El sobre negro.
Tusquets, 2008. 334 páginas. Tit. or. Picul negru. Trad. Joaquín Garrigós Bueno. Un antiguo profesor universitario y hoy recepcionista de un hotel decide investigar las razones por las cuales su padre se suicidó cuarenta años atrás. Un sobre con una carta es el hilo de donde empieza a sacar el ovillo, a través de un remitente que no es quien parece ser. La contraportada, con un resumen parecido al que he puesto en el párrafo anterior, puede dar la impresión de ser una novela policíaca. Nada más lejos de la realidad. Es completamente experimental, con saltos temporales, personajes que aparecen sin que sepamos muy bien por qué y, sobre todo, un lenguaje a medio camino entre las continuas interrupciones del texto que inventó Joyce y narraciones desde diferentes puntos de vista. Yo mismo creo que he conseguido seguir la trama, pero no pondría la mano en el fuego. El resultado es una novela que se me ha hecho muy pesada a veces, porque no le veía sentido a ese ponerse palos en la rueda narrativo, con momentos bastante intensos que eran una delicia. Sobre todo al final, que la cosa se anima más. Lo mejor es el retrato de la... The post Norman Manea. El sobre negro. first appeared on Cuchitril Literario.
Tusquets, 2008. 334 páginas.
Tit. or. Picul negru. Trad. Joaquín Garrigós Bueno.
Un antiguo profesor universitario y hoy recepcionista de un hotel decide investigar las razones por las cuales su padre se suicidó cuarenta años atrás. Un sobre con una carta es el hilo de donde empieza a sacar el ovillo, a través de un remitente que no es quien parece ser.
La contraportada, con un resumen parecido al que he puesto en el párrafo anterior, puede dar la impresión de ser una novela policíaca. Nada más lejos de la realidad. Es completamente experimental, con saltos temporales, personajes que aparecen sin que sepamos muy bien por qué y, sobre todo, un lenguaje a medio camino entre las continuas interrupciones del texto que inventó Joyce y narraciones desde diferentes puntos de vista.
Yo mismo creo que he conseguido seguir la trama, pero no pondría la mano en el fuego. El resultado es una novela que se me ha hecho muy pesada a veces, porque no le veía sentido a ese ponerse palos en la rueda narrativo, con momentos bastante intensos que eran una delicia. Sobre todo al final, que la cosa se anima más.
Lo mejor es el retrato de la sociedad rumana en los años 60, aunque haya que esforzarse para entender la mitad de las cosas.
Bueno.
Ojos mirando al vacío, miembros flácidos, la batería se ha descargado. Ese es el defecto, tener días tontos, eso es.
Ojos mirando al vacío, batería descargada, se desvanecían las ganas de chanzas y rodeos. Había llegado la hora del lobo, la hora gris de la agresión inminente. La noche avanzaba por todas partes con su invisible hueste de leprosos. Pronto sentiría el escalofrío epiléptico del cerco sin escapatoria. Los muros volverían a gemir como dementes revolviéndose bajo las flechas del cielo envenenado, el techo volvería a bailar trepidando bajo el bombardeo nocturno, las ventanas retumbarían ebrias de terror.
El trauma telúrico, un terremoto como el de hace tres años, aquella noche clara de primavera en que, de repente, la corteza terrestre comenzó a rajarse y a arrojar al aire la carga pestilente del cenagal.
Apenas ayer, hace tres años, como hace trescientos años o tres noches o nunca, como ahora. Una noche despejada y fría, como ahora. Frescor y paz. Tolea se había acercado a la ventana y estaba mirando a la calle. Una calle desierta y limpia sobre la que caminaba lentamente un joven cojo detrás de un peludo perro afgano. Un perro solemne, aristocrático y dorado. La calle silenciosa, perfecto reposo, el can perfectamente ausente, el joven cojo con una capa gruesa de lana negra colgándole hasta casi los zapatos.
Se dio media vuelta hacia el interior de la estancia para ver la biblioteca. Una pared alta cubierta con estanterías repletas de libros. El viejo abogado, antiguo amigo del filósofo vinatero Marcu Vancea, le había pedido que lo visitara para que viera su biblioteca. Como había enviudado recientemente, el jubilado quería vender su biblioteca. Pensó en Tolea, lo conocía desde que éste era adolescente, cuando era un chico ávido de lecturas, cuando él lo defendió como abogado en aquel desdichado proceso del accidente de bicicleta.
Una biblioteca impresionante, es cierto. Libros antiguos, preciosas encuadernaciones de piel, una serie completa de clásicos franceses, y también conocidos libros ingleses y alemanes e incluso una primera edición de la Biblia en eslavón. Había sido un milagro que no se la hubiesen confiscado en los años de histeria estalinista, y pudo haberle metido en un buen lío. Tolea le había aconsejado al bibliófilo que se pusiese en contacto con Marga. Era aficionado a las rarezas artísticas y posible intermediario con la casta de los médicos, donde todavía se encontraba gente con dinero y quién sabe si incluso con debilidad por las cosas culturales. El abogado hizo un gesto con la mano al oír el nombre. Conocía a Marga, durante muchos años habían sido compañeros en las partidas de póquer. No, no le gustó nunca el juego precavido del médico con un solo ojo.
—Un solo ojo para tantos libros, figúrate —farfullaba el viejo con malicioso buen humor—. Ni con dos ojos jóvenes se tiene bastante fuerza para una maravilla tal.
Tolea no cedió, sino que insistió en que Marga representaba una ocasión real, si no como comprador, sí al menos para encontrar uno.
Pero el viejo se acordó de pronto de las pastillas que tenía que tomarse todas las noches y se fue corriendo a la cocina para hacer un té.
—Te haré otro a ti. Un té especial. Tengo un té indio fantástico. Muy especial. Hace milagros. Milagros a veces incómodos, créeme —murmuró el bibliófilo saliendo hacia la cocina.
Mientras esperaba a que volviese, contemplaba las paredes, muy altas, como en las casas de entreguerras, llenas de cantos dorados y exóticos, y acto seguido se volvió de nuevo hacia la ventana. La pareja se alejaba muy despacio. El perro muy digno con su estrecha cabeza y su melena de sabio agitándose a la brisa de la noche primaveral. Detrás, a un paso, el rítmico renqueo de su acompañante de la capa negra.
La imagen se rompió instantáneamente. La ventana trepidó, el trueno alcanzó a las paredes y todo empezó a temblar. Tolea dio un salto hacia la puerta, ¡cataplum!, la bandeja con las tazas se iba al suelo en la cocina y ¡buuum!, todo el tabique con los libros se viene abajo en un segundo, explosión a un paso, se había librado de milagro, ¡buuum!, un paso, un segundo, las ventanas retumban y las paredes se tambalean, la mesa la silla el televisor.
El viejo ya estaba ahí, pálido y tembloroso, tirándole de la chaqueta, entre espasmos, con sus flacas manos.
—Fuera, fuera, es un terremoto.
Estaban ya en la puerta de entrada, que se meneaba, y los tabiques el forjado las ventanas las personas, sí, habían salido todos a la puerta, se oían gritos, chillidos, lloros, el esqueleto del edificio crujía, todos se agarraban a los marcos de las puertas lanzados de una parte a otra.
—Otro terremoto, como en el 40 —balbuceaba el viejo. Estaban en el suelo y aquello no se terminaba—. Hay que ponerse debajo de la viga de la puerta.
El vejete se agarraba al marco de la puerta, que crujía; crujían las vigas los suelos los pilares, no cesaban los vaivenes los empujones allá acá, el esqueleto crujía, iba a derrumbarse, ya, ya, un crujido largo y lúgubre desde una punta a la otra, vértigo, vaivén vaivén, no se terminaba nunca. No se terminaba, no se, no, aún no, no, ya, parece que ya está.
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