Tarde de toros y croquetas
Había visto torear a los Bienvenida, a Ordóñez y hasta el salto de la rana de El Cordobés, pero mi padre era feligrés de don Antonio Chenel. Con la Vuelta a España se echaba una cabezadita mientras yo no entendía cómo podía emitirse durante horas un evento deportivo que para mí era un pestiño. Mi... Leer más La entrada Tarde de toros y croquetas aparece primero en Zenda.

La mar no dejó a mi padre tener abono en Las Ventas. Los destinos lo alejaban de los ruedos y ya pensionista no era cosa de aflojarse la faltriquera. Así que tierra adentro, se encajaba el Panamá de ala ancha y marcaba en la agenda los cuatro o cinco festejos del año a los que acudiría al tendido de sol. Era siempre un día feliz, con un par de amigos, marinos los tres, acodados las horas previas en alguna de las tabernas arracimadas alrededor de la plaza. Ahí hablarían de diestros y ganaderías, que era hablar de la vida que se fue, según mi padre, el día en que se cortó la coleta Antoñete.
Con la Vuelta a España se echaba una cabezadita mientras yo no entendía cómo podía emitirse durante horas un evento deportivo que para mí era un pestiño. Mi padre tenía el superpoder de pasar del ronquido tipo Los Tres Tenores a desperezarse justo cuando el ciclista de turno atacaba como un titán a la cabeza del pelotón.
Con la Fiesta, no. Ahí era máxima concentración, máxima devoción. Me hablaba de Manuel Bartolomé Cossío y su obra magna, de lo que le debe nuestra lengua a la tauromaquia, que nos regala palabras e imágenes hermosísimas. Bromeaba con estoquearme si seguía suspendiendo matemáticas y me reclamaba templanza y saber estar en el sitio cuando se me llevaban los demonios con las cosas del mal querer.
Mi padre taurino me enseñó mucho, todo en realidad. Su pasmo, su quietud, esa media verónica única que mi padre acompañaba con sus manos, como en un requiebro imaginado para ejemplificar que con el movimiento lento se mece el alma y se atempera la rabia. Luego, terminada la lección de vida y toreo de salón, sonreía y me invitaba a ver “un capítulo de Juncal. Uno y te pones a estudiar”.
Había en esa épica del perdedor, su dignidad, su valor, su orgullo huérfano de soberbia, algo que el niñato con la edad del pavo en todo lo alto podía aprender del toreo de Antoñete y la obra de ebanista de Armiñán, con ese diestro derrotado al que el Brujo limpiabotas mima con fe de buen converso.
Por eso me emocionaba cuando le veía aparecer en la puerta de casa con su camisa recién planchada, su sombrero ligeramente ladeado y los pantalones de pinzas. “¿Está listo el niño?”. Guzmán, desde el pasillo, le arrancaba una mueca de disgusto. “Ya sé que hace calor, pero en bermudas no se llega uno a la plaza. Un respeto a los toreros”. Y Guzmán obedecía al abuelo todo lo que no lo hacía a su padre.
De vuelta de Las Ventas, si la tarde no se había dado bien, abuelo y nieto se consolaban porfiando sobre las croquetas, de las que mi hijo, ocho años mal comiendo en Florida, era devocionario.
El piscolabis servía a mi padre para trasladarle a mi hijo las enseñanzas vitales de un arte que es el del buen vivir, porque Antoñete supo disfrutar del éxito cimentado en la estrechez y la penuria. Que la vida, decía, se encara desde el paseíllo hasta la estocada; con seguridad, de frente, con la cabeza alta.
Quiero pensar que mucho del reposo vital que hoy tiene mi hijo mayor es cosa de esas tardes con el abuelo a pleno sol en Las Ventas. Esas horas de lecciones musitadas a las que el chaval atendía entre el cariño y el respeto. Allí, mi padre dictó las mejores lecciones para una joven que se lanzaba a la vida con la inconsciencia y el turbión emocional de la edad.
Antes de morir, mi padre sumó a mi nuera americana a las tardes de Fiesta. No sé si Mika se ha enganchado a los toros, pero hoy hace en Florida unas croquetas más que dignas. Quizá porque mi padre le enseñó que el toreo antiguo era cosa de pobres que saltaban el muro del picadero en busca de una oportunidad; de chavales que, terminada la faena en los olivos, se adentraban en la dehesa para dar muletazos con la luna como único testigo. Con esas historias, Mika entendió que el amor se cuida por el estómago. Mi padre no llegó a tiempo de probar las croquetas de mi querida nuera. Estoy seguro de que hubiera sacado el pañuelo blanco y voceado unos olés.
Una faena cumbre.
Gracias, maestro.
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