Nueva York no se acaba nunca

[2 – 15 junio] “¿Y por qué no la pones al principio?”, te pregunta. Te quedas un instante pensando y le das la razón. Es cierto. La foto al principio, como un enigma que atraviesa toda la lectura. Mejor incluso que en la cubierta, con más protagonismo. “¿Has visto lo azarosa que puede llegar a... Leer más La entrada Nueva York no se acaba nunca aparece primero en Zenda.

Jun 20, 2025 - 03:05
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Nueva York no se acaba nunca

[2 – 15 junio]

Despiertas temprano. Tomas un café con Patricia López-Gay, que lleva ya varios años en Nueva York. Trabaja sobre literatura y fotografía, y habláis de la universidad americana y de sus diferencias con la española. En un momento, le muestras la cubierta estadounidense de El dolor de los demás. Le dices que, aunque te gusta, el hecho de que no aparezca desde el principio la foto del carrito —la de la edición española— hace que la fotografía pierda parte de su sentido dentro de la trama. Tendrás que situarla, como en la edición francesa, ilustrando el momento en que se describe en la novela.

“¿Y por qué no la pones al principio?”, te pregunta. Te quedas un instante pensando y le das la razón. Es cierto. La foto al principio, como un enigma que atraviesa toda la lectura. Mejor incluso que en la cubierta, con más protagonismo.

“¿Has visto lo azarosa que puede llegar a ser la relación entre literatura y fotografía?”, le dices. Y es que, en el fondo, las versiones definitivas de los libros dependen también de azares, de contingencias, de decisiones que desbordan por completo la intención primera del autor. Como, por ejemplo, este café con Patricia, en el que tomas su sugerencia y la propones al editor. Cuando el libro salga en Estados Unidos y alguien comente el lugar que ocupa la foto como enigma, recordarás este momento. No sabes si habrías llegado a esa conclusión sin esta conversación.

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En la terraza del apartamento que has alquilado en Nueva York, lees la traducción de El dolor de los demás. Es más compleja que Anoxia. Está llena de términos huertanos que el traductor ha tenido que adaptar. El primero de todos: la huerta. ¿Cómo traducir eso? El traductor ha optado por the lowlands. Es una palabra bonita, con sonoridad. Y aunque no refleja del todo la historia y complejidad de la huerta, suena bien. Al principio sugeriste que la dejara en español —The Huerta—, pero es cierto que sacaría al lector constantemente de la novela. Mientras que the lowlands lo conduce a un espacio más reconocible.

Mientras lees la traducción, tienes la extraña sensación de estar ante algo que te pertenece y, al mismo tiempo, te resulta ajeno. Es tu novela, tu historia, pero ahora te llega desde otro lugar, con otras palabras. Es lo más parecido a leer una obra tuya como si la hubiera escrito otra persona. Eres más lector que escritor. Te emocionas con el final. Recuerdas con nitidez el momento preciso en que escribiste esas palabras… que ahora, sin embargo, ya no te pertenecen.

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El martes visitas varias galerías en Chelsea. Lo haces casi por compromiso. Eres historiador del arte contemporáneo. Estás en Nueva York. Tienes que “ir de galerías”. Pero, después de dos horas, te duele la espalda y te dices que nadie te obliga a seguir esta ruta. Nadie te está mirando. No es necesario que entres a todas. Ni siquiera lo haces cuando estás en Murcia. El arte contemporáneo te importa cada vez menos. A veces te cansa. Y has empezado, poco a poco, a dejar de entenderlo.

"Cuando creías que todo estaba perdido, de repente te reconcilias con el arte"

Con esos pensamientos, entras en la galería Hauser & Wirth y encuentras una gran exposición de dibujos de William Kentridge: A Natural History of the Studio. Cuando creías que todo estaba perdido, de repente te reconcilias con el arte. Pasas más de una hora allí, contemplando los dibujos, los vídeos, toda la instalación. El humor, la potencia estética y política, la inteligencia… Es uno de los más grandes, sin duda alguna.

Por la tarde, asistes en Brooklyn a la presentación de la traducción de Yo no sé de otras cosas, la novela de Elisa Levi. En cuanto regreses a España, leerás el libro. Por lo que escuchas esta tarde, por lo que lee Elisa y por lo que dice durante el evento, sabes que te va a gustar. Después te quedas a tomar unas cervezas. Conoces a los compañeros de Elisa en la residencia Hawthorne. Regresas contento en el metro. Una noche literaria en la gran ciudad. Y tu inglés te ha permitido seguir la conversación.

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El miércoles visitas Other Press. Quieres conocer la oficina de tu editorial americana, en la Quinta Avenida, cerca del Empire State, como en las películas. Subes en el ascensor con ilusión. Pero al llegar, apenas hay nadie. Hoy teletrabajan, y la oficina está prácticamente vacía. Conversas un rato con uno de los editores, sin encontrar demasiada empatía, y te marchas sin hacer ni una sola foto. Todo resulta más frío de lo que habías imaginado.

Después, en el apartamento, intentas escribir la entrega del diario para Zenda, pero no encuentras la postura, ni las palabras. Te cuesta más de la cuenta. El espacio no escribe. Esta casa no es Art Omi.

El día se apaga con una sensación de desilusión, de energía baja. Como si hoy nada hubiera terminado de cuajar.

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La noche del jueves, Rafa Cores te invita a un concierto en el Carnegie Hall. La Orquesta del Teatro Real de Madrid, dirigida por David Afkham, con la violinista María Dueñas y la soprano Saioa Hernández. Todo te recuerda a una película de Woody Allen: el espacio, algo decadente; el aspecto de algunos asistentes; ese típico neoyorquino con gafas redondas de color verde y chaqueta de tweed. Disfrutas del concierto. Agradable y muy correcto.

" Y allí ves de nuevo a la princesa. Tranquila, como una más, simpática con todo el que se le acerca. Tú, por supuesto, no te atreves"

Desde el palco, observas que en el patio de butacas hay varias filas de asistentes vestidos de blanco, como si fueran oficiales de la Marina. Le preguntas a Rafa. “Debe de ser la tripulación del Juan Sebastián Elcano, que está atracado en Nueva York estos días”, te responde. “Entonces estará la princesa Leonor”, le dices. Los dos miráis con detalle. Y, en efecto, allí está. La reconoces enseguida. Con su pelo recogido y su figura esbelta.

A la salida, todo está lleno de españoles. Te suenan todas las caras. Políticos, periodistas, influencers, gente distinguida de Nueva York… Acabáis en el cóctel en la terraza del Carnegie. Y allí ves de nuevo a la princesa. Tranquila, como una más, simpática con todo el que se le acerca. Tú, por supuesto, no te atreves.

Miras a tu alrededor y te sientes un intruso en medio de tanto glamour. No das el perfil. Con tu camiseta gris y la chaqueta con dos botones partidos. Vas de escritor español en Nueva York. Pero se te nota a la legua que eres de pueblo.

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Visitas la Frick Collection con Louise y Sarah, dos de las escritoras que conociste en Art Omi. Han renovado el edificio y está todo a rebosar. Comentáis las obras que vais viendo como si fuera una conversación encadenada. En realidad, la conversación es lo importante hoy, más incluso que las pinturas que cuelgan de las paredes.

Por eso Louise propone que vayáis al Oyster Bar de Grand Central y sigáis allí charlando sobre literatura. En la barra, con unos old fashioned. Te tomas tres. De pronto, todo parece una escena de Mad Men. Más tarde sabrás que, en efecto, lo es: es el bar de una de las escenas que más se te quedaron grabadas. Don Draper y Roger Sterling atiborrándose a ostras y martinis, y después subiendo pisos y pisos de escaleras porque el ascensor estaba averiado. Así es como también subes tú esta noche los cuatro pisos de tu apartamento sin ascensor. No acabas vomitando, como en la serie, pero te falta el aire.

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El sábado acompañas a Ana, Kev y las niñas a Coney Island. Te sumas al plan familiar. Aunque no para de llover, todo es de nuevo una película. Haces el pack completo. Perrito caliente en Nathan’s, Freak Show, parque de atracciones, incluso unas oreo fritas que caen al estómago como una bomba. Hoy todo es alegría. Hasta que una de las niñas se cae y se golpea en la cabeza.  No es grave, pero la pobre llora como desconsolada. La visita a la tienda de golosinas es lo único que logra calmarla.

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El domingo te acercas con Rafa al Festival de Cine de Tribeca. Te ha invitado a la premier de All We Cannot See, una película de Alberto Arvelo, con guion de Wendy Guerra y música de Gustavo Dudamel, interpretada por María Valverde y Bruna Cusí. Mientras esperas a que llegue, ves entrar en el cine a Alec Baldwin, y también a alguien que se parece a Bradley Cooper. Puede ser él, por qué no, te dices. Esto es Nueva York.

La película te gusta, aunque a veces los silencios sean tan ambiguos e intensos que el espectador corre el riesgo de perderse. Tras la proyección, hay un coloquio con el equipo. Y después, un cóctel en un restaurante cercano.

"Mientras caminas de regreso a casa, con la cabeza algo embotada, no paras de darle vueltas a la escena. Nueva York no se acaba nunca"

Rafa y tú llegáis los primeros. A los pocos minutos llega también Alec Baldwin. Viene hasta donde estáis y se presenta: “Hi, I’m Alec”. “Hi, I’m Miguel, from Murcia, Spain”, dices. “Nice to meet you”, contesta. Es todo lo que hablas con él. Se sienta en una esquina y unos amigos lo rodean. Más tarde llegan Dudamel, María Valverde y el resto del equipo. Hablas con todo el mundo. En español eres más locuaz y sí tienes conversación. Pero se te sigue notando la cara de intruso. Sobre todo, cuando sales un segundo a la calle para llamar a Raquel y compartir la escena: “No te lo vas a creer. Acabo de darle la mano a Alec Baldwin. Bradley Cooper no ha venido al final”. Después, el ron que ofrecen te sube más rápido de la cuenta. Y antes de comenzar a hacer el ridículo decides marcharte. Tienes que volver a hacer la maleta. Mañana sales para Baltimore. Mientras caminas de regreso a casa, con la cabeza algo embotada, no paras de darle vueltas a la escena. Nueva York no se acaba nunca.

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Sales temprano en el tren hacia Baltimore, donde esta tarde presentas la novela. De camino, en el móvil, ves el vídeo de tu hermano Pepe recibiendo la Medalla de Oro de la Región de manos del presidente. “El insigne escultor de Los Ramos.” Te emocionas y se te saltan las lágrimas. Tu hermano mayor, tu padrino, la razón por la que estudiaste Historia del Arte (aunque luego te torcieras hacia el arte contemporáneo). Tu madre estaría orgullosa. Y tu padre. Como todos lo estáis. Hoy te hubiera gustado acompañarlo, aplaudirlo desde el patio de butacas. Pero estás al otro lado del Atlántico, sentado en un tren junto a un señor que pasa las páginas del periódico como si estuviera doblando sábanas en el salón.

Al llegar, te recoge Bécquer. Lo conociste brevemente en tu año en Cornell. Ahora es profesor de literatura española en Johns Hopkins y ha escrito un libro sobre el intelectual público-novelista en España (Javier Marías, Muñoz Molina, Cercas, Aramburu, Almudena Grandes). No lo has leído, pero lo que te cuenta te parece fascinante. Te sorprende todo lo que conoce de España, todos los debates, todas las polémicas. Su visión desde fuera es casi más precisa que la que tú tienes desde dentro. A veces, es necesaria esa distancia.

"Se podría ir andando, pero Bécquer coge el coche. Es Baltimore, dice. Y lo que pasa en The Wire no es falso"

Por la tarde, presentas Anoxia en Greedy Reads con Megan Berkobien. Es traductora, conoce el español y también la fotografía. Y ha leído el libro con cariño. La conversación fluye perfectamente. Tu inglés ha mejorado un poco y tienes la sensación de que estás mejor que en Brooklyn. Aun así, te faltan las palabras. Y te frustras tratando de comunicar ideas complejas con estructuras simples.

Al terminar, cenáis en un mexicano cerca de la librería. Se podría ir andando, pero Bécquer coge el coche. Es Baltimore, dice. Y lo que pasa en The Wire no es falso. Baltimore es cosa seria. En el restaurante os esperan Paul y Francisco, también de Johns Hopkins. Los mezcalitos son un vicio. Y no sabes cómo decir que no. Después, te llevan a un speakeasy, un bar oscuro y silencioso, donde continuáis con otro mezcal. De repente, se enciende la luz. The bar is closing. Es la primera vez en estos meses que cierras un bar. Son las doce de la noche. Y no estás cansado.

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El martes por la mañana grabas con Bécquer un podcast en un edificio de la universidad. Habláis sobre la controversia del libro de Luisgé Martín. Su caso concreto como ejemplo de un asedio a la libertad de expresión. Y, sobre todo, de una confusión entre ética y ley. De nuevo, tu inglés es una barrera para hilar fino. Y aquí, en estos argumentos tan cargados de matices, lo notas más que nunca.

Después, Jung pasa a por ti y te lleva a comer cangrejos. También a tomar un helado y soplar una vela. Sabe que hoy es tu cumpleaños y no lo has celebrado. Y dice que no puede permitir que eso suceda. Conocerla ha sido un regalo. Otro de los que recibiste en Art Omi. Su nueva novela está a punto de salir e intuyes que será un fenómeno editorial.

"Te sorprende lo que te cuenta. Lo habitual que ya se ha vuelto que los escritores tengan que contratar, de su bolsillo, un publicista para el lanzamiento del libro"

Te sorprende lo que te cuenta sobre el mundo literario norteamericano. Lo habitual que ya se ha vuelto que los escritores tengan que contratar, de su bolsillo, un publicista para el lanzamiento del libro, para evitar que se pierda entre la avalancha de novedades. No sabes cuándo esto llegará a España. Pero intuyes que está a la vuelta de la esquina.

Antes de coger el tren, te lleva a algunos de los escenarios de The Wire. También ella es una fanática de la serie. Pasáis por el puerto, por el parque y por algunos barrios de la tercera temporada. “Es real todo lo que aparece ahí”, dice. Y, desgraciadamente, todo sigue en el mismo lugar.

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Tren a Washington. De camino al apartamento, te llama la atención que casi todo el mundo lleva una acreditación colgando del cuello, como si las calles estuvieran llenas de congresistas. El paisaje urbano y humano es totalmente diferente. Tienes la sensación de haber entrado en una burbuja. Calor tremendo, pero las chaquetas y las corbatas pueblan las aceras. Todo parece funcionar con otro ritmo, con otro código.

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El miércoles por la mañana te acercas a la Oficina Cultural de la Embajada. Allí te espera Miguel Albero para llevarte a la Biblioteca del Congreso. Vas a leer unos fragmentos de tus novelas para que queden grabados en el Archivo de la Palabra.

Llegáis en taxi al edificio de la Biblioteca y charláis sobre libros y literatura. Miguel es un sabio. Y un todoterreno de la escritura. Novela, poesía, ensayo… nada se le resiste. Tampoco en la gestión cultural. Mientras habláis, relajados, sobre la programación de la oficina, una bicicleta aparece por detrás a toda velocidad y choca contigo. Sales despedido, caes al suelo y te golpeas en el codo y, sobre todo, en la cadera. El ciclista ni siquiera se detiene. Ni una disculpa. Desaparece como si huyera de una denuncia.

"Te levantas magullado. Compruebas que estás bien, aunque el dolor empieza a abrirse paso"

Te levantas magullado. Compruebas que estás bien, aunque el dolor empieza a abrirse paso. La pierna —la que ha recibido el impacto de la rueda— duele. También el codo y la muñeca. Pero es sobre todo la cadera sobre la que has caído la que te preocupa. A Miguel no le ha pasado nada, pero ves el susto en su rostro. Continuáis caminando hacia la Biblioteca como si nada. Y mientras avanzáis, tú, intentando disimular la cojera, ya sabes que nada está bien.

Dentro del edificio te lavas las heridas y te sientas un momento a tomar aire. Miguel intenta localizar a la encargada del Archivo de la Palabra. Ha tenido un imprevisto y no podrá venir. Pero, si no te importa, te sugieren, la grabación se puede hacer online. Tú ves entonces el cielo abierto. Aunque aparentas tranquilidad, estás temblando por dentro y lo único que quieres es tumbarte a descansar.

Comes con Miguel y pasas toda la tarde en el apartamento, estirado en la cama. Querías aprovechar la tarde para ver algo, pero tu cuerpo dice basta. Conforme avanza el día, crecen la inflamación y el dolor.

“Al menos te va a dar para unos párrafos del diario”, dice Miguel. “Escritor español atropellado en la Biblioteca del Congreso. Trump va con todo.” Y tú te ríes. Porque, en el fondo, podría haber sido mucho peor. Has tenido suerte. Te duermes boca arriba, dando gracias al azar por no haberte roto nada.

*

Te despiertas dolorido. Te cuesta caminar. El impacto se ha mezclado con la tendinitis glútea que ya arrastrabas. Ahora mismo no sabrías distinguir el origen del dolor. Proviene del mismo lugar.

Aun así, te acercas al Smithsonian Museum of American Art. Y lo agradeces. Hacía tiempo que no disfrutabas así en un museo. Tal vez sea porque estás prácticamente solo. Y porque vas sentándote en casi todos los bancos de las salas.

Así es como pasas más de media hora frente a Lesson of the Hour, la videoinstalación de Isaac Julien sobre Frederick Douglass, el esclavo que escapó a la libertad y se convirtió en un líder abolicionista y defensor de los derechos civiles en Estados Unidos. Te hipnotiza la historia. Y el modo en que las cinco pantallas combinan los discursos de Douglass con la Baltimore contemporánea. Presente y pasado entrelazados, resonando al mismo tiempo.

Sales del museo con la sensación de haber aprendido y disfrutado. Al final, la caída te ha servido para encontrar el tiempo necesario. El tiempo del arte. Ese que casi nunca tienes, porque siempre estás de camino a otro lugar.

*

Por la tarde, presentas Anoxia en Lost City Books. Antes, tomas un café con Anna, que, desde la Embajada, se ha encargado de organizar el evento. Es también una apasionada de la fotografía. Conectáis enseguida. Te habría gustado tener más tiempo para charlar.

Durante la presentación estás a gusto. Es, tal vez, la que mejor sale de todas las que has hecho. Incluso te atreves con el humor. Sientes que conectas con el público desde el primer momento. También se debe a la sintonía con Tope Folarin, que conduce la conversación con inteligencia y calidez. Parece que os conocierais de toda la vida. Compartís lecturas, intereses. Estos días has leído su novela (A Particular Kind of Black Man) y ya intuías esa cercanía. Aunque no esperabas que sucediera tan rápido.

De nuevo, te fascina esa sensación de encontrar interlocutores tan lejos. Hoy te acuestas satisfecho. Y feliz. Fin de la gira. También fin de la presión con el inglés. Te quedas una semana más en Estados Unidos, pero ya no hay eventos. Ahora, por fin, te puedes relajar.

*

El apartamento para el final de tu periplo americano lo has alquilado en Hoboken, en el estado Nueva Jersey. Más barato y tranquilo que en Manhattan, aunque tengas que coger el ferry para cruzar.

Al bajar del barco, te quedas un rato en el muelle, fascinado con el skyline de Nueva York. Es una postal. Te cuesta trabajo moverte de allí, como si lo que ves te hubiera paralizado. Es una imagen sublime. No sabes cómo salir de ella. Intuyes que se va a quedar para siempre en tu retina.

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Este último fin de semana tienes visita y te toca hacer de guía. Has reservado lo típico para estos días: paseos por el Soho, el Village, el puente de Brooklyn, el cuartel de los Cazafantasmas, la Zona Cero… Tienes la sensación de descubrir la ciudad una vez más. Nueva York no se agota nunca. No te la acabas. Empieces por donde empieces.

De todo lo que ves, te quedas con algo que tenías pendiente desde hacía mucho tiempo: The New York Earth Room, la instalación de Walter De Maria gestionada por la Dia Art Foundation. 127 toneladas de tierra negra que ocupan todo el espacio de un loft en Wooster Street. Una obra creada el mismo año en que naciste, 1977, y que desde entonces ha permanecido allí, oculta en la segunda planta de un edificio. Naturaleza en mitad de la ciudad.

Lo que más te llama la atención es el olor. La humedad de la tierra. Y el contraste con los muros blancos de la sala. Tienes la sensación de estar ante un lugar secreto. Un monumento a la quietud y la calma.

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Te das cuenta de que en estas semanas no has escrito una línea de la novela. Tampoco has pensado apenas en ella. Has tenido la cabeza en otro sitio. Pero no te importa. Esa distancia también es necesaria. La justa para que, ahora, cuando regreses a España, puedas retomar el proyecto con ojos nuevos. Es lo que ya empiezas a desear. Volver. Regresar al hogar. Pero también a la historia. Volver a sentarte frente al escritorio. Releer lo que escribiste. Y retomar eso que, poco a poco, también empieza a reclamar su lugar.

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