Pamela Anderson en el declive de su sensualidad
Ni que decir tiene que, cuando era joven, admiraba esas sugerencias —que tiran más que dos carretas, que decimos los tíos en Madrid— con todo el detenimiento que merecen. Aquellos, los de mi juventud, fueron los días en que volvieron a reivindicarse los bustos potentes. Tanto era así que en el especial de fin de... Leer más La entrada Pamela Anderson en el declive de su sensualidad aparece primero en Zenda.

Yo soy un cateto de Madrid que habla y escribe en español —no en castellano, que es el español que hablan esos hispanoparlantes a quienes de España no les gusta ni el nombre—. Dado el orgullo de mi condición, a eso que llaman “glamour” siempre lo llamo “encanto”. Apunto esta aparente intempestiva —que intempestiva, en realidad, no es— porque estas líneas son mi más encendido elogio a una de esas chicas —símbolos sexuales con independencia de su denominación— a las que los de la opresión semántica, los normalizadores lingüísticos, los importadores de extranjerismos o, no sé quién la verdad, tuvo a bien empezar a decir “modelos de glamour”. Se trata al cabo de esas mujeres que posan profesionalmente para fotografías eróticas —o posaban, porque ahora también será fascismo, machismo o todo a la vez—, que, allá en la encrucijada que nos llevó de los años 80 a los 90, tuvieron en Pamela Anderson a una de sus más destacadas exponentes.
Pero Pamela Anderson nunca contó entre mis favoritas. A mí me gustaban las flacas tristes, etéreas, como un suspiro. Sin embargo, hoy aplaudo con todo el entusiasmo que se merece a la Pamela Anderson que protagoniza de The Last Showgirl (2024), la nueva película de Gia Coppola, que el próximo viernes llega a la cartelera de toda España, porque la Pamela que se nos muestra en sus secuencias es un ser humano destruido por ese curso del tiempo ante el que ninguno damos la talla. Y a mí, incluso antes de estar yo mismo desvencijado por la edad, las arrugas de todo aquel —y aquella— que sabe envejecer con dignidad —con la dignidad de la derrota, no con esa suerte de resentimiento al que los siempre execrables políticos llaman “dignidad, justicia y reparación”— son merecedoras de todo mi respeto.
No conocía el cine de Gia Coppola —sobrina de Sofia, es la última de la saga—, pero me descubro con el mismo entusiasmo que ante su protagonista, vista la realización de su segundo largometraje, este The Last Showgirl, que a mí se me antoja tan verídico que ha llegado a conmoverme como solo lo hace el cine de la realidad. Puede que ahora que el otrora gran Francis Ford Coppola ya parece vencido por esa inexorabilidad de la senectud mire a su alrededor y vea en las mujeres de su familia esa misma inquietud por el buen cine, y acierto en su realización, que a él mismo le guio hasta Drácula, de Bram Stoker (1992).
Sea de una u otra manera, su sobrina nieta Gia Coppola nos muestra a Shelly, la corista de 57 años que ha de afrontar su incierto futuro cuando cierra el establecimiento donde ha estado empleada durante tres décadas, sin piedad, con planos cortos, tan cortos y sin maquillaje a los que ninguna modelo de glamour, por muy entrada en años que estuviera, se hubiera prestado. Pero también con un humanismo sobre el que se sustenta el acierto de la cinta y del buen hacer de su protagonista: Pamela Anderson, que ha encontrado en Shelly el personaje que la redime de todo aquello por lo que hayan podido criticarla las enemigas de las modelos eróticas. Su rehabilitación ha sido incontestable merced a su creación de Shelly. De hecho, ha merecido un Razzie —aquellos galardones para los que vota todo el que paga para entrar en su organización— dirigidos a distinguir a quienes —al dudoso entender de semejantes expertos— son responsables de las peores películas de la temporada. Ahora bien, el otorgado a la antigua vigilante de la playa es el que distingue a la mejor redención profesional. Y es que Shelly, esa corista que a los ojos de su hija Hannah (Billie Lourd) es la última de las 80 bailarinas en topless que animan el escenario de un espectáculo de Las Vegas que ya no interesa a nadie —un show a la manera de los del Lido parisino a comienzos de los 80—, es un ser humano baqueteado por los vaivenes de la vida. Y solo por eso, nos conmueve a todos los que al cabo de treinta años de hacer lo que más nos gusta nos vemos igual que ella: ya en el umbral de la decrepitud y ante un futuro incierto.
La primera en dejarse arrastrar por esa dignidad de la derrota de su personaje es la propia Pamela Anderson. Proclama a voces sus 57 años, cuando la rechazan en su último casting, dándose la circunstancia de que la actriz y su personaje tienen la misma edad. Y ya al final, al verse en la calle cuando el espectáculo cierra, se emborracha junto a su amiga Anette, una Jaime Lee Curtis que parece regodearse en mostrarse más demacrada de lo que en realidad pueda estar.
No soy yo quién para decir si The Last Showgirl es una cinta feminista o no. ¡Con la iglesia hemos topado! Pero humanista, desde luego, lo es a carta cabal. Estamos ante una película de mujeres que recrean la suerte de las mujeres que fueron símbolos u objetos sexuales cuando dejan de serlo.
De la televisión solo me interesan las impagables emisiones de cine antiguo y esos encomiables informativos que dan cuenta de las supuestas corrupciones de un gobierno espurio, que ha hecho de la ruina y el derribo de mi amado Madrid uno de sus principales objetivos, con el mismo afán que puso a mercadear con la unidad de España —que yo juré en la OJE, siendo un niño, y al cumplir con mis obligaciones militares, ya en la juventud— al presunto cabecilla de una organización criminal. Pero huyo de las series que tanto gustan a todo el mundo como de una nube de piedra por una razón muy sencilla: el tiempo que podría emplear en verlas habría de restarlo a mis lecturas y al visionado de esas cinco o seis películas a la semana sin las que, como el aire que respiro, no puedo vivir.
Hubo un momento, estando yo ocupado en un trabajo sobre la obra de David Lynch, en el que, impelido al visionado de la primera temporada de Twin Peaks (1989-1990), pude verificar la existencia de una suerte de nueva narrativa televisiva, a imitación de la celebrada serie del alucinado apacible y del cine de autor en general, que a mí me atrajo ligeramente en las primeras temporadas de American Horror Story —Murder House (2011), Asylum (2012-2013), Coven (2013-2014)…—, creación de Ryan Murphy y Ray Falconi. Diré más, acabé por rendirme ante los crossover de Penny Dreadful (John Logan, 2014-2016) porque el universo de Drácula se entrecruza con el de la abominación de Frankenstein, como en La zíngara y los monstruos (1944) y el resto de aquellas fantásticas mixturas que Erle C. Kenton rodaba en los años 40 para la Universal. Sí señor, esa combinación de elementos de terror psicológico, suspense y drama, ambientada en el Londres victoriano, esa sugerente mezcolanza de personajes de terror gótico: vampiros con licántropos, abominaciones de los científicos que se creyeron Dios con los malditos por un dios impío que les compró su alma junto a su vanidad. En efecto, ese universo trufado de otros muchos me sedujo. Pero, ya en la tercera temporada, la ambientada en el Oeste, Penny Dreadful me decepcionó.
Y juro ahora por mi libertad que jamás he visto un episodio de Los vigilantes de la playa. Ese falso erotismo de esta creación de Michael Berk, Douglas Schwartz y Gregory J. Bonann —que se mantuvo en antena entre 1989 y 2001—, nunca tuvo el más mínimo interés para mí. Dejo para otros lo popular y el falso erotismo. Lo mío es la distancia de la grey y la auténtica emoción.
No sé si a Pamela Anderson, que incorporó a la socorrista Casey Jean Parker en los primeros 110 episodios de aquella propuesta, en cuanto a su prestigio como actriz, que no como modelo de glamour, le valió la pena aquel trabajo. Lo cierto es que su actividad cinematográfica —The People Garden (Nadia Litz, 2016), The Institute (James Franco y Pamela Romanowsky, 2017), o 18 & Over (Jimmy Giannopoulos, 2022)…—, nunca fue especialmente destacada. No hay duda, esta Shelly de The Last Showgirl es el personaje que, ya en el umbral de su otoño, la antigua socorrista estaba esperando para redimir toda su actividad profesional.
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