Frustración y desesperanza

No había puesto un pie en la puerta cuando me cogió del hombro y me quitó las bolsas. «Aquí se paga lo que se compra», me dijo muy serio. Al final tuve que tirar de tarjeta, porque no tenía cash suficiente y, al parecer, a Manolo, ese ingrato que consideraba mi amigo, no le bastaba... Leer más La entrada Frustración y desesperanza aparece primero en Zenda.

Jun 15, 2025 - 00:35
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El martes estuve en la carnicería de Manolo «el bicho». Aunque es una de las más famosas de la zona, no voy por eso, sino porque lo conozco desde que ambos hacíamos nuestros pinitos en la escuela de paracaidismo; yo le di el primer empujón cuando estaba arrellanado en el umbral de salto y no se atrevía ni a abrir los ojos. Después de eso y un par de lesiones sin importancia en el aterrizaje, ambos lo dejamos y pasamos a otros deportes de menos riesgo. La verdad es que hacía tiempo que no coincidíamos; con eso de los nuevos turnos, siempre acababa comprando en el de Marisol y Pepi, sus compañeras de la mañana. El otro día pude ir por la tarde y sí que estaba, así que le pedí que me recomendara una buena carne roja y me hice, además, con un par de kilos de pechugas de pollo y un costillar de cerdo para hacerlo al horno. Cuando me dio las bolsas, levanté ambos pulgares y le regalé la mejor de mis sonrisas. Sin embargo, antes de salir por la puerta, me chistó y me dijo «oye, tío, que te largas sin pagar». Yo volví a sonreírle y le dije que le había dado like a todas sus fotos de Facebook y que había marcado los corazoncitos en todas las publicaciones de Instagram de la carnicería. «Además —le dije—, he compartido tus reels en mi feed y en mis stories». Me dijo que con eso no pagaba sus facturas, que tenía que alimentar a sus hijos, hacerse cargo del alquiler del local, la luz, el agua… «Y al proveedor de la carne», soltó. Yo le dije que no se preocupara, que también había compartido el contenido de su proveedor en redes.

"Los parroquianos me acorralaron y yo, intimidado, me rasqué el bolsillo y dejé un par de euros sobre la barra"

No había puesto un pie en la puerta cuando me cogió del hombro y me quitó las bolsas. «Aquí se paga lo que se compra», me dijo muy serio. Al final tuve que tirar de tarjeta, porque no tenía cash suficiente y, al parecer, a Manolo, ese ingrato que consideraba mi amigo, no le bastaba con mis afectos virtuales. Después del sofocón me fui a tomar un café al bar Celona, que está al otro lado del pueblo. A veces voy. Cuando me pilla más al paso que el Café Moi o no me apetece ver al pulpo. Por si acaso, solo me pedí un café con leche. Hablé un poco con el camarero, al que era la primera vez que veía. Del tiempo, del verano y los turistas, de cómo se llena todo de gente y luego se vacía y el pueblo parece un alma triste al que le cuesta recuperar el ánimo… Me dijo que él no sabía, que llevaba un par de meses aquí y dos días en el bar. Que él también había sido turista antes y todo eso. Me levanté con naturalidad y me despedí de él con un afable saludo. «Oye, que no me has pagado el café», me soltó. Yo le dije que ya lo sabía, que no se preocupara, que le iba a poner una muy buena reseña en TripAdvisor y en Google y que iba a subir una foto en mi estado para que todo el mundo supiera lo rico que está el café allí. El camarero, cuyo nombre nunca supe (ni seguramente sabré, dado el cariz que tomó el asunto), me dijo que de allí no se iba nadie sin pagar, que no pensaba perder el trabajo por mi culpa. Los parroquianos me acorralaron y yo, intimidado, me rasqué el bolsillo y dejé un par de euros sobre la barra. «Quédate con el cambio», le dije. Porque yo me considero generoso y, a diferencia de él, sí se apreciar esos buenos gestos.

"Si mi perfil fuera una tienda, sería mucha la gente que se pararía a ver el escaparate. Luego seguirían su camino y, con el tiempo, olvidarían hasta el nombre"

De hecho, recibo cientos de likes y corazoncitos en mis publicaciones de Instagram, Facebook, X, Mastodon, Threads… E incluso en mi propio estado de WhatsApp cuando subo alguna cosa. El otro día se me acercaron y me dijeron que me seguían en Facebook. Yo les agradecí el gesto con la sonrisa torcida. Todos los días veo cómo suben mis seguidores en redes, cómo aplauden, comentan y comparten mi contenido. Tanto el mío personal como el del pódcast. Si mi perfil fuera una tienda, sería mucha la gente que se pararía a ver el escaparate. Luego seguirían su camino y, con el tiempo, olvidarían hasta el nombre. Manolo está al tanto de todos mis movimientos y me lo hace saber comentando y dando «me gusta» a diestro y siniestro (creo que ya no lo volverá a hacer). Cuando le pregunto si ha leído alguno de mis libros, me dice que no tiene tiempo, pero que se alegra de que me vaya bien. Algunos familiares también se alegran y se atreven a proponerme historias para escribir que —aunque creo que soy un escritor bastante versátil— no tienen nada que ver con mi estilo ni con mi género. Tampoco les importa. No creo que leyeran el libro ni aunque hablara de ellos. O tal vez sí. No lo sé. Sea como sea, me siguen, dan like y comparten. Algunos incluso me prometen leer lo que escribo, esas cosas que no cuestan un euro pero llevan su trabajo detrás. La mayoría ignoran que yo puedo comprobar si esas promesas se cumplen con un solo click, basta con echar un vistazo al tablero de ventas. Lo que me encuentro allí, día tras día, es frustración y desesperanza. Pero, oye, ni Manolo ni el tipo del bar Celona aceptan un corazoncito como pago. Tampoco la zapatería, ni la panadería, ni ningún otro establecimiento de los que conozco ha aceptado el intercambio de su mercancía por mis parabienes virtuales. Que si la materia prima cuesta dinero, que si las horas de trabajo detrás de cada producto, que si la Seguridad Social, que si el pago de autónomos… En fin… Está claro que no basta, que el pago es insuficiente. Incluso para alguien que se dedica a escribir.

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